Una de las lecciones que una década de combate al crimen organizado ha dejado a México es que la sola presencia policial y militar en un territorio no garantiza la recuperación del mismo de las manos de los delincuentes. Michoacán, Guerrero, Tamaulipas y varias otras regiones del país demuestran eso. En otros lugares, como Sinaloa o Jalisco, la violencia llega cuando la hegemonía de un cártel se ve trastocada por algún factor. En todos los casos la constante es lo atractivo que resulta para los jóvenes locales enrolarse en el crimen.

Según el Diagnóstico Integral del Municipio de Culiacán, Sinaloa, 2016, realizado por la Secretaría de Gobernación en el marco del Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia (Pronapred), jóvenes que no viven con sus padres “se dedican a actividades ilícitas relacionadas con la delincuencia organizada”; es decir, se van a vivir a casas de seguridad en las que “prestan sus servicios en diferentes modalidades”.

El estudio calcula que 39.16% de los jóvenes no viven con el padre y 15.15% no están con su madre. Las adicciones, un componente adicional, propician la fácil adopción de conductas delictivas por parte de quienes nunca tuvieron una referencia de un camino mejor para sí.

Al escenario se suma que los jóvenes de México desconfían más del gobierno, la justicia, la policía, los medios de comunicación y la democracia, que sus pares en Chile, Brasil y Argentina, de acuerdo con la primera Encuesta Iberoamericana de la Juventud del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco de Desarrollo de América Latina. Es decir, son menos proclives a buscar soluciones por medio de las instituciones diseñadas para ello.

En todo caso, la solución no puede venir únicamente de la comunicación directa entre gobiernos y jóvenes. Hay que restituir la convivencia social, cuyo eje es la familia.

La formación de las nuevas generaciones tiene dos componentes: el familiar y el educativo. Por mucho esfuerzo que el Estado ponga en hacer el mejor ambiente para los menores, ninguna institución puede reemplazar la adecuada formación ética y cognitiva que sólo una familia puede dar.

México sigue siendo un país de jóvenes: 56.1 por ciento de la población tiene menos de 29 años y la población de 0 a 14 años representa 29.3 por ciento del total, de acuerdo con el censo 2010 del Inegi. De lo que hagamos ahora dependerá si en unos años esos niños y adolescentes serán el motor de la nación —fuente de innovación y conocimiento— o mano de obra barata y delincuentes del futuro. Lugares como Sinaloa piden a gritos una intervención más inteligente.

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