Mientras escribía este artículo, el Buró Federal de Investigación de los Estados Unidos anunció en una conferencia de prensa que relevaba a las policías locales de California en las averiguaciones en torno a la masacre de San Bernardino, porque sus investigadores cuentan con suficiente información para considerar el crimen como un acto de terrorismo.

Los cuerpos federales de seguridad seguían insistiendo, cuando envié esta nota, en que no hay nexos probables entre los investigados y alguna organización terrorista islámica extranjera. Los asesinos eran vecinos más o menos comunes de los Estados Unidos, que no aparecían en las listas de radicalizados: ella era paquistaní y había crecido en Arabia Saudita —eso no la singulariza, la mitad de la gente de mi barrio en Nueva York tendría ese o un perfil parecido—. Él había nacido en Ohio y era un burócrata cualquiera.

Tal vez lo más impactante de la información que ha sido publicada en torno a la pareja no es que fueran una familia exitosa y con oportunidades dignas bajo los estándares todavía muy altos del progreso de las clases medias en los Estados Unidos, sino un detalle que reveló la prensa cuando el dueño de la casa que rentaban dejó que entraran los reporteros: tenían el refri lleno. Como si balear a una multitud y dejar unas bombas sembradas en el edificio para rematar a los que sobrevivieran fuera atender a un día de chamba; como si planearan volver a casa después del atentado y preparar una pasta y una ensalada para cenar viendo el basquetbol.

El matrimonio Farook era, bajo cualquier medición de normalidad, bastante más regular que el fundamentalista cristiano que unos días antes que ellos atacó una oficina de Planned Parenthood en Colorado Springs. Los crímenes de los tres estuvieron alumbrados por la oscuridad del pensamiento religioso —basta de dioses, por favor— y, el punto que me interesa, fueron hechos con armas estadounidenses compradas legalmente en una tienda de artículos deportivos de los Estados Unidos.

Más allá de la incómoda comezón en la cabeza que produce el hecho de que un Estado considere locos a los fundamentalistas que siguen las doctrinas de Cristo y terroristas a los que profesan las de Mahoma —no es lógico, pero se entiende: si el fundamentalismo cristiano fuera considerado criminal, habría que meter a la cárcel a la mitad de los precandidatos en campaña por todo el país—, el dato que podría terminar generando un cambio de paradigma que agradeceríamos en toda Norte América es que el de los asesinos de San Bernardino es el primer caso de terrorismo islámico en que, al menos uno de los criminales, el nacido en Ohio, habría gozado del derecho a tener y usar las armas que usó gracias a la segunda enmienda a la constitución estadounidense.

Este hecho cambia el juego radicalmente: la segunda enmienda, que en algún momento garantizó el derecho de los ciudadanos de este país a conservar sus armas para defenderse de un eventual mal gobierno, es, desde hace muchos años, un pretexto de los grupos conservadores para mantener un mercado legal de armas que financia abiertamente carreras de políticos de derecha. Que las armas de los Farook hayan salido de una tienda deportiva y con permisos en regla pone a los políticos locales que medran con la distorsión de la segunda enmienda en un brete ideológico del que no me queda claro cómo podrían salir. Apoyar a la siniestra National Rifle Organization, desde esta semana, sigue siendo defender el derecho de los ciudadanos a protegerse de su gobierno, pero también se convierte en mantener armados a criminales clasificados por el FBI como terroristas, probablemente islámicos. Le toca a la derecha el turno de rascarse la cabeza.

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