Eran los primeros años de la década de 1990 —cuenta Iván, artista plástico e hijo del narrador —, cuando el músico británico los visitó en su casa, en Ciudad Juárez, Chihuahua. Hinchliffe estaba preparando una tesis sobre Jesús Gardea para el King´s College, en la misma época en la que Tindersticks, agrupación de rock de la que fue miembro, lanzó la canción “El diablo en el ojo”, referencia directa a la novela homónima del escritor chihuahuense. También, a principios de los 90, Gardea había grabado una muestra de su obra para la colección Voz Viva de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Estos dos hechos sirven para debatir sobre la condición de autor secreto con la que se ha catalogado a Gardea. Casi en el momento en el que se cumplen 23 años de su muerte (12 de marzo de 2000), su obra alcanza un punto importante rumbo a ser recuperada: ve la luz una coedición entre Sexto Piso y la UNAM que reúne todos sus libros de cuentos. En 1999, el Fondo de Cultura Económica (FCE) publicó una antología incompleta de los cuentos de Gardea, libro que se agotó y se volvió prácticamente inconseguible.

“Aunque la crítica le da un lugar sobresaliente en la narrativa mexicana, sus libros son difíciles de hallar. No es un autor en fácil circulación; esta edición de los cuentos reunidos, además de que incorpora el libro póstumo a la edición del FCE, permite que los lectores de entre 20 y 30 años, se puedan acercar directamente a un cuentista extraordinario”, afirma el editor y ensayista, José María Espinasa, quien, como director de Ediciones Sin Nombre, se dedicó a recuperar las novelas de Gardea, con las que, por cierto, se puede trazar la evolución y contraste de su obra.

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Tan sólo su primer libro de cuentos, Los viernes de Lautaro, lanzado por la editorial Siglo XXI en 1979 y reeditado en 1986 en la colección Lecturas Mexicanas, tuvo un tiraje, en dicha reedición, de 30 mil ejemplares. En 1980, su segundo libro, Septiembre y los otros días, lo hizo merecedor del Premio Xavier Villaurrutia. En estos cuentos aparece con claridad —dice Iván, quien también es autor del prefacio de la compilación publicada por Sexto Piso— la dimensión ética de su persona, su obsesión por el fenómeno del mal; su obsesión por el destino de las almas, de los olvidados, de la gente anónima; su obsesión por la soledad, la muerte, la posibilidad de la esperanza o su ausencia; el poder y las injusticias más imperceptibles.

Gardea publicó prácticamente todo en vida: “En la academia, se le siguió estudiando de manera seria y dedicada. Y, al margen de la academia, siempre tuvo y ha tenido lectores serios, perspicaces, que han admirado su obra, incluso allende las fronteras de México. Lo que pasa es que no fue una figura mediática, y por otra parte, hubo una especie de oscurecimiento en los últimos años de su vida y los años inmediatos a su muerte. Es un fenómeno complejo con muchas aristas, y que tiene que ver con nuestra idiosincrasia, con rivalidades y olvidos intencionados, pero también con fenómenos de otro orden, como las transformaciones del mundo editorial, las reglas de cierto centralismo cultural vigentes aún en los ochenta y noventa, y por otro lado, con fenómenos más recientes como internet”.

Quien crea, abunda, que va a descubrir la narrativa de Gardea, se equivoca: su obra está a la espera de un redescubrimiento, una revaloración. Enlistados en desorden, críticos e intelectuales como Evodio Escalante y Christopher Domínguez Michael, y autores como Eduardo Antonio Parra, Yuri Herrera, Daniela Tarazona, David Toscana, Emiliano Monge y Mario González Suárez, han escrito sobre él o han mencionado el valor de su obra al ser entrevistados: “Es verdad también que otros guardaron un empecinado silencio, quizá por indiferencia o falta de interés, o porque no pertenecía a ningún grupo, como se decía antes, a ninguna capilla. Por otro lado, mi padre era un caballero lleno de pudor y decencia, ajeno a los desaforados —o sutiles— actos de autopromoción”.

Incluso había un aprecio de Juan Rulfo hacia su obra y uno fuerte y documentado de Gardea hacia Rulfo, cuenta Espinasa. “Uno lee Pedro Páramo o El llano en llamas y piensa que ya no se puede escribir algo en esta misma línea. Sin embargo, Gardea consigue un nuevo matiz, una nueva coloratura en esa narración: el tiempo está muy presente, no es un tiempo lineal, sucesivo, es distinto, denso, con mucho más volumen”.

Afinidades literarias y de carácter, complementa el ensayista y periodista cultural Vicente Francisco Torres, antologador del número 76 de Material de Lectura de la UNAM, dedicado a Gardea: “Al igual que Rulfo, él era parco y no le gustaba la gente que hablaba mucho. También hay semejanzas estilísticas porque, en ambos, se confunden los mundos de los vivos y de los muertos. La geografía de Rulfo es semidesértica y la de Gardea, francamente desértica”.

Torres también fue uno de los primeros intelectuales que catalogó a un grupo involuntario como los narradores del desierto (Gerardo Cornejo, Daniel Sada, Ricardo Elizondo Elizondo, Severino Salazar y, claro, Gardea). “A él le disgustaba esto de la narrativa del desierto, no por la geografía, sino porque no quería que lo asociaran con algunas personas de dicho grupo. En esa peregrinación de los escritores de provincia, que casi parecía obligatoria, él nunca vino a radicar a la Ciudad de México. (…) En autores posteriores, como Parra o Herrera, la geografía no es tan importante. La afinidad marcada que yo veo es entre Gardea y Toscana”.

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Iván complementa: la afinidad de almas es la de su padre con escritores como Onetti, Arguedas y Guimarães Rosa: “En el aspecto del uso del lenguaje, con novelistas como Carpentier y Lezama Lima”, precisa y lo describe como un hombre de relecturas empecinadas, con libros de cabecera como la obra de Calderón de la Barca y Oppiano Licario, de Lezama Lima.

El lugar de Gardea en la literatura latinoamericana es singular, retoma la palabra Torres; en él, dice, depende mucho la geografía de Delicias, Chihuahua, donde nació, y que en su obra se convierte en el condado ficticio de Placeres. “La literatura hispanoamericana se ha centrado más en las ciudades, que, en otros ámbitos; eso hace todavía más singular su obra”.

Conforme fue publicando —fue un autor prolífico, continúa Torres, que desde 1979 publicó un libro cada año y dejó títulos inéditos cuando murió— su estilo se ensimismó: novelas como La canción de las mulas muertas y El tornavoz son textos breves y complejos.

La evolución que va de las historias clásicas a los textos arriesgados de Gardea, que prescinden casi, por completo de la anécdota es descrita por Espinasa: de los primeros cuentos, “de composición anecdótica precisa”, donde se expone la intensa vida interior de sus personajes a una narrativa musical, casi abstracta y tan extrema que en determinados momentos podría asemejarse a la música atonal.

Por último, Iván Gardea espera que esta recuperación de la obra de su padre ayude a la fecundidad de otros escritores o al descubrimiento de una vocación; que la integridad, la disciplina y el amor a la literatura que tuvo Jesús Gardea sean el acicate de otros escritores.



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