Ocho escritores e intelectuales de diferentes generaciones: Adolfo Castañón (1952), José María Espinasa (1957), Carmen Villoro (1958), Malva Flores (1961), Ernesto Lumbreras (1966), Carlos Ulises Mata (1970), Geney Beltrán Félix (1976) y Mijail Lamas (1979) hablan sobre el legado de, un referente de la de la segunda mitad del siglo XX, quien falleció ayer a los 92 años y cuya obra mereció algunos de los premios más prestigiosos de la literatura en el país (el Xavier Villaurrutia en 1970, el Nacional de Poesía Aguascalientes en 1974 y el Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura en 1988, entre otros).

Lizalde publicó sus primeros poemas en antes de cumplir los 20 años de edad, cuando “se empieza a dar a conocer en suplementos y revistas, y ya era un enfermo de literatura. Una edad temprana en la que llegó a considerar con seriedad dedicarse a profesiones distintas: ser filósofo o cantante de ópera.

El poeta al que conocemos hoy es al de los libros que llamamos tardíos. Seguramente muchos recuerdan la declaración de Octavio Paz, a finales de la década del 70, cuando dijo que la aparición milagrosa de Lizalde se cumplió con la publicación de El tigre en la casa (1970) por la Universidad de Guanajuato”, señala Carlos Ulises Mata, ganador del Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas en 2001 por La poesía de Eduardo Lizalde.

Para el ensayista Adolfo Castañón, Lizalde fue un escritor cuya obra recorrió, “a lo largo de su evolución, las distintas etapas de la poesía mexicana. Por ejemplo, Lizalde escribió un libro, Cada cosa es Babel (1966), que es en parte un homenaje a Gorostiza, Cuesta y Pellicer, y a esta idea del poema extenso. Después publicó El tigre en la casa, el poema emblemático en el que homenajea a autores mexicanos: López Velarde, Villaurrutia, Bonifaz Nuño, Chumacero, y a otros de la literatura universal. Pienso que su obra estaba imbuida un poco de este espíritu profético y poético del poeta florentino Dante Alighieri”. Mijail Lamas, poeta y editor de Círculo de Poesía Libros —que en 2014 lanzó la colección Valparaíso México con una reedición de El tigre en la casa—, añade a la nómina de clásicos mexicanos, poetas místicos y simbolistas como William Blake, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Conde de Lautréamont, referentes de ese espíritu dantesco. “¿Qué es un profeta? Aquel que ve. En ese sentido, Lizalde ve, en los poemas de La torre enferma, los interiores de la vida mexicana a través del submundo”, precisa Castañón.

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Su particularidad es su carácter poético ácido, a veces con sesgo epigramático, así como abordar el poema reflexivo, señala José María Espinasa, escritor y director del Museo de la Ciudad de México.

Mientras que para el poeta Ernesto Lumbreras, en libros como La zorra enferma (1974) y Caza mayor (1979) se revela una cima de la poesía mexicana, “un autor por siempre imprescindible en la tradición de nuestra lírica. Allí está el gran iconoclasta de los valores prestigiados por el amor romántico y la ideología política, mordaz y feroz, tierno e irreverente”, pero que no debemos obviar o minimizar su prosa.

“Hay un cuentista por redescubrir en Eduardo Lizalde, aquel narrador que hizo su aparición con La cámara (1960). Pero también un ensayista y articulista notable como quedó confirmado con la compilación en dos volúmenes de Tablero de divagaciones (1999)”, dice Lumbreras, y agrega que “es en resumen un imprescindible de las letras mexicanas e hispanoamericanas”.

Lizalde es un escritor que no hemos terminado de descubrir, señala Ulises Mata. “No he leído un solo artículo inteligente y completo que haga justicia a su obra en prosa y a su vertiente como melómano. Fue uno de los grandes conocedores de la ópera mexicana y mundial, desde sus orígenes y hasta lo más reciente que se estrenaba en Nueva York, por ejemplo. Esos terrenos son una promesa de lectura y un compromiso que tenemos con su legado”.

Castañón lo recuerda como un museógrafo de la ópera. “Era un gran conocedor de este universo. Sabía quiénes eran los protagonistas, cantantes, discos, grabaciones. Un conocimiento que para mí tiene que ver con una vocación atraída por los misterios de la voz humana. Esa voz que es capaz de transfigurar al mundo. Podemos decir que su voz era voto: su voz no sólo era opinión, sino acción y en ese contexto yo creo que Eduardo era un hombre capaz de mover montañas de información y de pasiones”. Contexto en el que para el ensayista, ganador en 2008 del Premio Xavier Villaurrutia, hay otra vertiente, relacionada con una visión poco optimista de la Historia. “Era una visión política crítica, pero matizada, que yo compararía con la de Fuentes. No por nada a Lizalde le dieron el premio Carlos Fuentes”, dice Castañón.

El narrador Geney Beltrán Félix se refiere a la obra de Lizalde como un abanico conformado por “ensayos vibrantes, inteligentes, reunidos en Tablero de divagaciones, una suerte de ‘contranovela díscola’ de la Revolución Mexicana: Siglo de un día, y su escritura memorialística es muy valiosa: Autobiografía de un fracaso es un implacable viaje por su propia juventud, sus entusiasmos políticos y sus primeros caminos en la lírica. Es un grande de ese Siglo de Oro de las letras mexicanas que fue el siglo XX”.

Sobre Autobiografía de un fracaso, Castañón recuerda que en 1949 Lizalde funda, con Enrique González Rojo y Marco Antonio Montes de Oca, un movimiento de vanguardia: el Poeticismo, “del que años después escribiría en un libro filosófico y crítico, un libro testimonial. Él se arrepiente, critica, desmonta ese movimiento, aunque yo pienso que el título Autobiografía de un fracaso cabría muy bien para definir la odisea de la trayectoria de Lizalde, quien no temió hacer la autobiografía de sus fracasos poéticos y eróticos. No olvidemos que El tigre en la casa no es un libro de amor, sino de desamor”.

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Maestro y estrella de rock

Adolfo Castañón recordó que Lizalde fue miembro del Partido Comunista “y salió tal como José Revueltas. Esto quiere decir que Eduardo era un hombre valiente con un alto relieve ético. No es extraño, entonces que en esta crítica a la izquierda él haya simpatizado con Paz, una simpatía que no era sólo política, sino poética y humana”. Sobre su personalidad, ve en Lizalde a alguien que se interesó por la obra de los escritores jóvenes y les abrió espacio de forma generosa, tal como sucedió con el ensayista Gabriel Bernal Granados.

Algo que Lamas complementa con una anécdota:

“Cuando publicamos El tigre en la casa en Valparaíso, era muy interesante ver a lectores muy jóvenes que se sabían los poemas de Lizalde de memoria, parecía un artista de rock”.

Por su parte, la poeta Carmen Villoro asegura que Lizalde es un gran poeta y por ello su muerte es una gran pérdida y “nos va a hacer mucha falta, creo que durante muchos años fue el más grande; siempre fue un referente para todos los que nos dedicamos a la escritura. Muy admirado, muy leído por todos nosotros, considerado como un maestro. Tuve el agrado y el privilegio de conocerlo personalmente, no de asistir a sus talleres, no de tenerlo como maestro académico, pero sí como maestro en la lectura que he hecho de su obra espléndida, con esa lucidez con la que habla de la ciudad, de las emociones, de los objetos”.

Para Malva Flores, también poeta y ensayista, Eduardo Lizalde “fue el primer poeta que me deslumbró. Gracias a su poesía entendí que existía una manera de ver el mundo distinta a la que conocía, pero no sólo de verlo, sino de crear otro, gracias al poder subversivo de la lengua, a su rigurosa canción. Su muerte me entristece grandemente. Ha sido, y seguirá siendo uno de mis poetas más amados”.

Eduardo Lizalde, adiós al poeta que enseñó a ver otros mundos
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