En México desde 1914 el “Día de la raza”, o en España desde 1892 el “Día de la hispanidad”, han ido matizando sus significados, pero sin escapar del maleficio del gran embuste de la historia: la raza. No por casualidad, en la década de 1930 el geógrafo Wilhelm Faupel, filonazi por un tiempo y director del Ibero-Amerikanisches Institut de Berlín, gustaba de celebrar los “días de la raza” cual triunfo del pensamiento alemán en Iberia e Iberoamérica. Y por las mismas fechas don Pedro Henríquez Ureña ansiaba un 12 de octubre con menos raza y más cultura, pero se rendía ante el poder “raza”: “el Día de la Raza bien podría llamarse el día de la cultura hispánica… pero sería inútil proponer semejante sustitución, porque el vocablo `cultura´, en el significado que hoy tiene dentro del lenguaje técnico de la sociología y de la historia, no despierta en el oyente la resonancia afectiva que la costumbre da al vocablo raza” (Obras completas, tomo 9, 2014).
En efecto, quizá sólo la idea de “raza” compita con la de “Dios” por el título de “cosa más etérea pero más mandona en la historia”. Por Dios mucho bien y mucho mal le cayó a la humanidad. Nada bueno ha traído la idea de raza, pero mandar, ha mandado: por siglos refería a la cría de caballos o a “tener algo” de moro o judío y así “raza” bien sirvió para mantener linajes, para esclavizar, segregar y matar en imperios y naciones. A mediados del siglo XIX, “raza” deviene en una cosicosa aún más mandona, transformándose en verdad biológica y en dos siglos de jurisprudencia “científica”. Con esa “ciencia” se sostuvo la esclavitud en Brasil hasta 1888 o en Estados Unidos hasta 1865 y, después, el apartheid estadounidense hasta 1965 o el sudafricano hasta 1990. La “verdad” de la raza casi exterminó la población judía de Europa (1933-1945) y justificó, entre los siglos XIX y XX, salvajadas contra poblaciones nativas en los imperios belga, francés, inglés y español.
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Del poder de la idea de raza no se libraron ni los grandes exponentes del antiimperialismo de principios del siglo XX, como J. A. Hobson, ni los “mestizofílicos” contumaces, como José Vasconcelos –ambos despreciaban racialmente a judíos, negros y chinos. Lo de Vasconcelos era un “que se mueran los feos” basado en la lujuria cual innato mecanismo de control biológico-estético de la especie humana: “Por encima de la eugénica científica prevalecerá la eugénica misteriosa del gusto estético… los muy feos no procrearán, no desearán procrear; ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna?” (La raza cósmica, 1925). A su vez, entre fines del siglo XIX y la década de 1940, la pareja indigenismo/mestizofilia presumía de haber escapado del embrujo mandón de la idea de “raza”, pero sucumbió al embrujo: indigenismo/mestizofilia de varias maneras implicaba no-chinos, no-negros y desindianización de México. Uno de los “grandes momentos del indigenismo”, creía Luis Villoro en 1950, sería su desaparición y la de los indígenas cuando la raza ya no contara: “El indigenismo debe postularse para perecer; debe ser una simple vía, un momento indispensable, pero pasajero, en el camino. Sólo en el momento que llegue a negarse a sí mismo, logrará sus objetivos; porque ese acto será la señal de que la especificidad y distinción entre los elementos raciales ha cedido su lugar a la verdadera comunidad” (Los grandes momentos del indigenismo en México, 1950).
Poco ha importado que indígenas de las Américas o negros de todo el mundo o biólogos, antropólogos o historiadores hayan mostrado lo falso, injusto y arbitrario de la idea de raza. Hasta hoy, raza y racismo no han perdido su peso ni en México ni en Estados Unidos ni en Sudán. Creo que esta inapelable e inmensa verdad al mismo tiempo impulsa y debilita la lucha por un México, por un mundo, no racista. Porque, por un lado, esta verdad hace indispensable denunciar y luchar contra el poder de la raza. Pero, por otro, ese indudable poder hace creer que racismo y antirracismo han sido y son siempre los mismos, aquí y en todas partes. Y es que el racismo es de esas verdades absolutas que invitan a pasar por alto especificidades de tiempo y espacio. Sin considerar esas especificidades, los antirracismos por venir estarán destinados a seguir tirando de la noria racial que llevamos siglos girando.
Racismos y antirracismos se han ido construyendo mutuamente; una cosa no se entiende sin la otra. La “raza” manda, pero nunca ha sido lo mismo a lo largo del tiempo y del espacio. De los manuales medievales para la cría de caballos a los sofisticados cálculos de porcentajes de impureza para otorgar la ciudanía o para prohibir matrimonios en Estados Unidos, o de la lucha antiesclavista de cuáqueros estadounidenses a la revolución legal de los derechos civiles en la década de 1960, o de Bartolomé de las Casas al multiculturalismo canadiense… en todos estos racismos y antirracismos, la raza fue un constructo cambiante y arbitrario, siempre adaptándose a distintos aquís y ahoras.
Hasta hoy, varios antirracismos tarde o temprano han acabado por revelarse formas de racismo. Las Casas fue el protector de los indios, sí, pero hace tiempo que está claro que lo fue para mejor dominarlos y cristianizarlos y dando por buena la esclavitud de africanos. Juárez era indígena, sí, y las Leyes de Reforma intentaron la ciudadanización de todos los mexicanos más allá de razas, pero, a la luz del antirracismo de hoy, el de Juárez resulta irrespetuoso de la diversidad, despojador de los viejos derechos, de las costumbres y tierras indígenas. A su vez, la mestizofilia posrevolucionaria fue --en ese momento mundial en que Rassenkreuzung justificaba ser víctima de la Solución Final en Alemania o de segregación legal en Estados Unidos-- una forma global de antirracismo que sin embargo hoy es considerada genocidio. Y el multiculturalismo de la década de 1990 es hoy el enemigo jurado del antirracismo académico estadounidense o del neoindigenismo y del nuevo afroesencialismo mexicanos. Lo más seguro es que el futuro descubrirá que nuestro actual antirracismo antimestizo, indigenista y remarcador de identidades étnicas fue otra forma de racismo.
Existieron varias formas de racismo en la Mesoamérica prehispánica, en la Nueva España o en el México independiente. Hasta la década de 1970, era un lugar común traer a cuento el mito del mestizaje (como si en Estados Unidos o en España no hubiera habido mestizaje) para sostener la extinción del racismo en México. Hoy es distinto. Hoy el del mestizaje cual antirracismo à la mexicana es menos mito que el del mestizaje como genocidio, como “falsa conciencia” que ha ocultado el perenne racismo mexicano. No creo que haya que afiliarse ni a la vieja mestizofilia ni a la nueva mestizofobia mexicanas para aceptar que el mestizaje (genético, cultural) fue y es un hecho, a veces cruel e injusto, pero irreversible; y que el racismo persiste en México sustentado con marcas étnicas, pigmentarias, lingüísticas o xenófobas. Nada de que enorgullecerse. Lo cual no quiere decir que México haya sido o sea Kentucky o Johannesburgo o Juba.
Creo que en el último siglo dos factores han marcado los racismos y antirracismos mexicanos:
a) El peso axial de Estados Unidos: eje imperial y vecino; eje mundial de las discusiones de los problemas de raza en los siglos XX y XXI; eje de un pasado, presente y futuro compartidos entre Norteamérica y el Caribe, con una conflictiva y larga coexistencia, con políticas antimigratorias aliadas frente a judíos o chinos, con racismos compartidos en contra de lo negro, de los indígenas de Norteamérica, y con antirracismos interconectados (Franz Boas y Manuel Gamio en Nueva York o México; Robert Redfield y A. Villa Rojas en Chicago o Tepoztlán o Yucatán; o las actuales colaboraciones académicas o de ONGs entre México y Estados Unidos).
b) La relevancia de lo que hoy parece un largo impase de más o menos sesenta años (entre 1930 y 1980) de relativa estabilidad y tremendo éxito modernizador, industrial y cultural, que hizo de México el del “nacionalismo revolucionario”.
En México, es difícil abstraer las discusiones de raza de estos dos factores. Una larga historia de millones de mexicanos y descendientes de mexicanos en Estados Unidos, de una total integración económica y humana, ha hecho de México algo muy gringo, y al revés. Somos gringos, hablamos gringo, en especial en cuestiones de raza. Y los gringos igual: en la década de 1940, hubo indigenistas gringos à la mexicana, y hoy el racismo del Make American Great Again reencuentra en lo mexicano la gasolina que siempre estuvo allí –como también siempre estuvo y está allí el antirracismo integrador de los mexicanos-. Por otro lado, como demuestran los últimos siete años en México, es difícil deshacerse del entramado del nacionalismo revolucionario, a cuyos mitos y maneras la 4t ha recurrido como quien reza a la santísima Virgen de Guadalupe porque no conoce otra. Así, hoy declarar que el mestizaje fue y es genocidio es tan gringo como gringa era la mestizo-filia del nacionalismo revolucionario en la década de 1940. Y el indigenismo 4t se para sobre el viejo armatoste del nacionalismo revolucionario que malabareaba a la vez indigenismo y mestizofilia, aunque, hasta ahora, los malabares identitarios de la 4t parecen esconder una de las bolas, la de la mestizofilia; esa bola no se ve, pero ahí está porque tampoco hay otra opción aceptable para nuestra inevitable “gringuidad” y para nuestra peculiar construcción de mitos, instituciones, clientelas y “cultura nacional”. Hoy por hoy, en español mexicano o en inglés gringo, es más fácil rehabilitar los dejos del viejo indigenismo en México, o sacar del armario al nativismo purista blanco en Estado Unidos, que reconstruir un Estado de bienestar mexicano o estadounidense que inevitablemente tendría que ser mestizo: más allá de purezas raciales de cualquier color y mestizo entre Estados Unidos y México, reconociendo la innegable y total integración humana y económica entre ambas naciones. Pero en los lenguajes racistas y antirracistas de hoy, de izquierdas y de derechas, de México o de Estados Unidos, ni la impureza, ni la promiscuidad, ni la no-raza son pronunciables.
¿Qué hacer? Bien a bien, no sé. Está claro que las y los historiadores –no presidentes o presidenciables-- tenemos poco impacto en los “grandes problemas nacionales”. Pero creo que hoy cualquiera forma de antirracismo ha de considerar al menos cuatro fatalidades:
En fin, de estudiar varios racismos y antirracismo a ratos imagino lo que los filósofos analíticos llaman a thought experiment (un experimento mental): ¿Y si volvemos a lo esencial, a la desigualdad económica, educativa? Imaginemos, pues, una hipotética 5t: un México dedicado por dos décadas a la masiva redistribución de la riqueza vía una cuádruple revolución --fiscal, educativa, de infraestructura y salud--, haciendo uso de toda la tecnología posible pero independientemente de razas, etnias o identidades, sólo nivel de ingreso y acceso a educación y salud –ya sé, ya sé, casi imposible, aunque menos en México que en Estados Unidos, pero anyway por eso es sólo a thought experiment--. Las luchas identitarias, étnicas o raciales que surgieran o no después de esta revolución, serían el problema de raza que habríamos de enfrentar. Y ahí ya veríamos qué racismos y qué antirracismos (a según el sapo la pedrada) surgieran --que surgirían, como en Noruega por la inmigración africana, o como en el mundo por la intrínseca maldad humana, pero ya veríamos. Claro, los tiempos no están para experimentos, ni prácticos ni mentales. El sonambulismo suele imperar cuando la inercia de los tiempos es la de la insensatez desatada.