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Voraz: un cuento de la chilena Bernardita Bravo Pelizzola

Presentamos uno de los cuentos que integran el libro Voraz (La Pollera Ediciones, 2024), de la escritora chilena Bernardita Bravo Pelizzola

Bernardita Bravo obtuvo el segundo lugar en la categoría de cuento dentro de los Premios Literarios del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile en 2025. Crédito: feriadeeditores.com.ar
28/12/2025 |01:08Bernardita Bravo Pelizzola |
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Tus hijos estaban en casa, terminaríamos en la cama igual. Tu mujer había muerto hace poco, pero eso no nos importaba. Había sido buena contigo, conmigo, no nos importaba. El mayor preguntó si quedaba mayonesa, la otra tenía la boca sucia, restos de palta y pan. Estaban ahí sin estar, eso es lo que hacen los niños cuando se sienten más o menos solos.





Tú me rozabas la pantorrilla torpemente, porque así te habías movido siempre, como alguien que acaba de salir de un túnel y debe acostumbrarse a la luz. El mayor consiguió lo que quería, abriste el refrigerador y la mayonesa seguía ahí, lista para servir, durar y botar. Pasa con casi todo: la conservación está sujeta al deterioro. Le damos importancia a la duración de los objetos, la comida, los besos de alguien que pasado un tiempo se esfuma. Nos harán tanta falta esos labios, creemos.

La menor no sabía usar bien la servilleta. Ya aprendería para luego olvidarlo. Hay cosas que debemos olvidar si queremos crecer. Yo permanecía quieta: pronto e inevitablemente sería un pez contorneándome fuera del agua, esperando que lo pescaran. Hay varias formas de atrapar un pez. Algunos son difíciles de capturar aunque sea común tenerlos dentro de una pecera, agrupados junto a otros peces sin mayores problemas. Se adaptan. Yo permanecía quieta, tú masticaste un pedazo de carne y dijiste «Está dura la carne», y al mismo tiempo empujaste mi rodilla un poco más allá. Le preguntaste a tus hijos si veían alguna serie. El mayor te nombró una que no conocíamos y agregó: «Me tiene loco». El mayor tendría algo donde enfrascarse más tarde.

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Crédito: Liliana Pedraza

*

Cuando estaba viva, tu mujer me había ofrecido más de una vez llevarme a la ciudad. Yo siempre caminaba, no estábamos lejos y era la costumbre, la mayoría lo hacía. La costumbre provoca eso, que todo se vaya haciendo previsible y familiar y de pronto siniestro. Yo le había dicho que sí en alguna ocasión, hacía mucho calor o mucho frío, ya no recuerdo, quizás solo fue por decir algo: sí, no, para decir lo contrario. Podías respirarla, a tu mujer. Tenía un olor como todos lo tenemos, pero dentro del auto se percibía mejor. Incipiente y sutil, como si viniera de una secreción interna.

*

Tus hijos no siempre estaban contigo, a veces se quedaban en la ciudad con su abuela, con el colegio, con la vida que deben hacer los niños si decides que se alejen del campo. Era cosa tuya y de ellos también, los niños saben elegir y no les creemos. Pernoctaban en tu casa los fines de semana, porque a ti te debían importar, debías estar con ellos al menos eso, los fines de semana. Estaban ahí y tu cama también, ese día, donde terminaríamos. Lo sabía yo antes de tocar el timbre.

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Apenas me senté a su lado tu mujer me preguntó: «¿Tú no manejas?», con su acento extranjero y desenfadado, parecido al mío. Abrió el cajón del lado del copiloto para sacar sus anteojos de sol. «Me gusta caminar», respondí, aunque no era verdad, porque yo ya no decía la verdad. Condujo el resto del camino en silencio. Ya me habías dicho que hablaba lo justo y yo me quedé pensando en eso, en qué era hablar lo justo, o si tenía algún sentido medirlo. Me bajé con un pedazo de tortilla porque ella hacía unas tortillas saladas y agridulces, dependiendo de dónde dieras el mordisco. «Toma, llévate una, tienes cara de comer poco tú». Me bajé con la convicción de que las mujeres que se están muriendo lo ocultan, en la medida de lo posible.

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Tú ya no sólo me rozabas, ejercías directa presión. Me empujabas como para decirme, esto es lo que antecede a mi cama, a mi capacidad de tocarte. No la tiene cualquiera, pienso yo. No basta con tocar: hay que tocar bien. Te lo había dicho riéndome, aunque hablaba en serio, en nuestros tiempos a solas, escasos y cortos, sin darte mayor explicación. Existe la falsa creencia de que los hombres necesitan la información literal. No siempre es así. En mi tierna juventud, un enano de circo fue capaz de entender a ojos cerrados lo que yo quería. El circo de paso de todos los años traía un número nuevo, el del enano, y yo terminé en su camarín obteniendo de él todo lo que siempre he requerido desde entonces. Se puso una venda en los ojos para comenzar y eso bastó para dar inicio a nuestra dádiva. Se anula un sentido y otro se despliega mejor, así de instantáneo en el enano, su capacidad de tacto, condescendiente y frenético en esas partes de mi cuerpo. Pero no basta con eso. El enano me voló la cabeza al igual que a tu hijo la serie. El placer siempre es más astuto que una, se te adelanta. Al día siguiente tenía sus pequeños dedos marcados en una de mis nalgas. No quería que se fueran nunca más, pero se fueron.

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Tus hijos se comían el postre, no podíamos acariciarnos y tú estabas ardiendo. Yo estaba por sobre ti en ese aspecto, así había sido siempre. No eras el enano y yo no era tu mujer. Mientras las maneras de subsistir entre dos no son muchas, las formas de arder son numerosas, no se remiten solamente a escenas como esta. Cuando pequeña, mi hermano mayor me peinaba después de la ducha. Esas cerdas del cepillo tocando suavemente mi espalda, lento, porque yo le decía a él, «Más lento, por favor, Manuel», provocaban también esa agitación que no era solamente contacto de las cerdas con mi piel. Era más que eso. Las formas de arder viven dentro de un amplio entramado donde la palabra se vuelve elemental y unívoca. Salir de ese entramado requiere de un trabajo imposible. Cuando ya sabes eso, no sé si se vive bien, pero se vive mejor.

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No lo volví una costumbre porque no quería entablar un lazo, la amistad superficial de dos mujeres que viven en un pueblo y no pertenecen a él. No me interesaba. Pero las veces en que acepté su aventón y fui su copilota tuve una conducta ejemplar. Dejé que me interrogara con impertinencia, pero me estorbaba más que siempre me regalara algo de comer hecho por ella, como si el alimento, imprescindible para nuestra subsistencia, simbolizara un compromiso entre ambas. «¿Y tú no tienes familia?». Le hice un resumen pobre: la familia no admite resúmenes. Me dio un pastel de canela que sabía a otra cosa. Me dijo que iba apurada a un chequeo de salud. Ahí fue cuando arremetí. Con mi falta de candidez y las piernas bien cerradas.

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Tus hijos ya habían terminado de comer y se instalaron en el living. Era su casa, podían tumbarse donde quisieran, prolongar inusitadamente la noche, prender la tele y estar despiertos más rato del debido. Les ponías reglas así como le ponías reglas a todos, difusas y llenas de un afecto torcido. El mayor tomó la guitarra y la menor comenzó a jugar con las tapas que reunían para reciclar. Creo que todo ese montón de tapas caía al mismo basurero municipal donde caía toda nuestra basura. Tú no bebías leche aunque tenías una vaca, pastaba ahí a la deriva, la señora Irisse hacía cargo de ella junto a los otros animales de la cuadra, los tres perros de la casa esquina, porque Mario ya estaba viejo y tuerto y sobre todo mal genio, y los chanchos de la familia Estévez, porque el último mes ya habían sumado un quinto hijo: nadie tenía ganas de ocuparse de los chanchos. Agua y comida estaban al alcance de la vaca. «Tiene tanta libertad de movimiento», me decías cada vez que la observabas de lejos, «pero no se inmuta». Me ofreciste aguardiente mientras yo le preguntaba al mayor qué le gustaba tocar. Si le preguntas a un adolescente qué es lo que lo satisface, no será fehaciente –su verdad todavía es demasiado fiel a lo que lo rodea–, pero algunas sutilezas te ayudarán a detectar si será capaz de abrazar a alguien y dejarla sin aliento. Si recordará, cuando sea anciana, ese tipo de asfixia ambivalente donde morir y vivir nunca han estado tan próximos. Hazle preguntas a un adolescente y aquello que mantiene tu vida erguida, saldrá de ti como un espectro o como una sombra de la que debes sacar lo que hay dentro cuando puede que no haya nada.

Siempre pensé que te importaba tu propio bienestar por sobre el del resto y no me equivoqué. Nos parecemos. Tu hijo, si te observara atentamente durante todo un día, diría que la piedad abunda en las bocas desalmadas.

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Tu mujer me respondió escueta cuando le pregunté si tenía algún problema de salud importante. «Voy a hacer me unos exámenes, no nos preocupamos mucho», me dijo. Yo estaba habituada a otra cosa, lo esperable era la preocupación: si se te secaban los ojos era signo de deshidratación y si había deshidratación, había enfermedad. «No nos preocupamos»: junto contigo y sus hijos conformaban un bloque. Yo debía saber eso. Los bloques son compactos y duros pero siempre, siempre se cuelan ínfimas partículas.

Ella estaba pálida y con ojeras pero tenía pleno dominio del camino y la velocidad. Su pelo brillaba. No le pregunté si era así de buena en la cama: dominante, rápida, lustrosa. Quién sabe. Y si lo piensas, ¿qué importaba? Como si ser buena dijera algo sobre lo que pasaba dentro de ella cuando estaba en la cama, contigo, o sin. «La vida me ha dado el don del hambre, pero no el derecho a saciarlo», me dijo una vez una mujer en la barra de un bar, me invitó un wiski y dejamos el lugar cuando los pescadores ya se habían ido, tambaleantes, sin saber si debían llegar directo al puerto o era mejor pasar por casa, por los lamentos de sus mujeres que de madrugada levantaban al resto, por el chorro de agua fría que los despertara de una vez. Estaba amaneciendo cuando nos separamos. «Como si una se conformara con chocolatitos», me dijo la mujer y se alejó por la avenida. Hacía frío y aparecían los primeros perros.

A veces tenías la mala costumbre de hablarme de cosas muy íntimas que incluían a tu mujer. Yo te dejaba hablar sin decirte que no todo se cuenta, pero enderezaba tus desvíos.

No creo que dos personas puedan tener la misma versión sobre un hecho aunque hayan experimentado sensaciones similares. Nuestra pasión era recíproca, pero no podemos explicarlo más que diciendo eso, que era mutua, palabras semejantes atrapadas en un pozo sin agua, en el montón de tapas sin reciclar.

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Al bajarme del auto le dije a tu mujer: «Cuenten conmigo». Ya sabía que avanzaba progresivamente hacia el mal: ella, yo, el bloque entero. La enfermedad no te transforma. Ese es un consuelo barato. La enfermedad sólo da cuenta de que la vida puede volverse muy fea y dolorosa y luego, si logras sobrevivir, tu gratitud es en cierto modo falsa. Ya te caíste al pozo sin agua y eso no se borra. Las llagas, aunque imperceptibles, se evidencian en cada conducta posterior: ni siquiera tú lo notas, o si lo notas lo disimulas bien. Yo podía detectar la muerte antes de que llegara, y en otros tiempos podía hacer «algo bueno» para evitarla. No vale la pena ahondar, son cosas que se traen desde pequeña: se tienen, se usan hasta que se pierden y se diluyen cuando eres simplemente una mujer con la carne viva.

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El mayor empezó a hacer acordes sin tono. La menor se apoyó en el asiento del sofá y dijo que tenía frío. Su culo huesudo sobre el suelo de baldosas heladas ya no resistía. «Vayan a acostarse», ordenaste tú mientras bebíamos pequeños sorbos. Me mostraste una nueva semilla que habías hecho germinar dentro de un macetero pequeño, perfectamente cuidado, mejor que tus hijos.

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No podemos obtener resultados de exámenes médicos ajenos, pero si tienes a alguien conocido, casi todo se puede: yo tenía a Ángela. Ángela era pequeña y delgada pero su mirada anidaba la energía necesaria para hacer lo que hacía. Había vivido gran parte de su vida en ese pueblo, en ese centro de salud, supervisando la realización y entrega de exámenes a su manera. Y su manera se había convertido, con el tiempo, en la manera de todos. Así es como se van esparciendo los hábitos en una comunidad. Alguien comienza, otro continúa, el siguiente obedece y los demás no se dan cuenta de que repiten con inconsciente devoción.

«Ah, la alemana esa. Efectivamente se hizo varias pruebas. Llenó varios tubos de sangre y la pusimos bajo dos de las máquinas». Ángela era recelosa aun cuando entre nosotras existía un pacto tácito. Éramos escurridizas cuando se trataba de extremar las cercanías. Tú también sabías de eso, acercarte tanto a alguien hasta rozar el miedo y detenerte.

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Yo no deseaba que nadie fuera infeliz, yo necesitaba saber para saber qué hacer. Ángela me dijo que podía conseguir sus resultados, pero no lo que yo le estaba pidiendo. «Son cosas muy distintas». Me miró con esos ojos llenos de resquemor porque la vida no había sido buena con ella: «No porque sabes lo que he hecho, tienes derecho a hacer algo peor». Me dijo sin más, como si nuestros pedestales tuvieran distinta altura. Como si hubiesen existido pedestales.

«Es lo que hace cualquiera en mi lugar», me defendí inútilmente, porque ella no tenía idea cuál era mi lugar y tampoco preguntó, y porque no cualquiera haría lo que yo quería hacer. Creemos que somos un río por el cual avanzamos hasta llegar al final de la vida. Pero ser un sólo río es casi imposible. Una tiene cauces por los que no sabes que te vas a abrir. Le ofrecí una buena suma a Ángela sin saber por qué, no me sobraba la plata y jamás había sobornado a nadie. Hablé como si no fuera yo la que especificaba una gran suma, un arrebato cargado de conciencia y cinismo que vuelve a cualquiera repugnante. ¿Quién era yo para alterar resultados, desencadenar una seguidilla de acontecimientos y exigir saber algo que no debía? Ya nos habíamos acostado tú y yo, demás está decirlo. No era por eso. Quién era yo.

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Ángela me entregó los resultados un par de días después y era evidente. No estaban buenos. Alguna enfermedad generalizada se esparcía en ese cuerpo y en esos papeles, como un cáncer. Está en todas partes.No había que ser expertaen exámenes médicos,cuando hay algún dañose sabe. En los papelesy en esa madrugada tibiadonde de golpe entra una ráfaga. Tú ya me lo habías contado: «Creo que mi mujer está enferma, se le duerme la mitad del cuerpo de repente, la taza de té se le cae, queda paralizada ahí de pie y pierdela memoria, pero ella dice que no. No detectala laguna». Enumerabas sus anomalías con un dejo de angustia, y luego me metías la mano por debajo del pantalón.

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Lo que yo quería era que le entregaran unos exámenes completamente limpios. Los de un cuerpo sano. Que no sintiéramos lástima por ella, que nadie se deshiciese en cuidados. Yo no quería tu atención ni tener que contenerte, no quería ver a tus hijos deshechos. Ya sabía en exceso de infancias trizadas por órganos dañados y heridas del alma. Me parecía mejor ese tajo abrupto que pone fin a una vida y da inicio a otra dentro de la única que existe. Me creía el gran dios que mueve los hilos como quiere, sagaz y experto en redirigir cauces. Que muriera de prisa, ahorrarles meses de esos tratamientos que prolongan la agonía.

Ángela tendría que esmerarse. Le pagué una primera mitad con un fajo grueso de billetes sellados con un elástico grueso, prefería tener un mínimo resguardo. Sabía hace tiempo que el consultorio incurría en malas prácticas, con ella a la cabeza. Nos habíamos enfrentado una vez en la calle, mis ojos inyectados de una rabia anterior que ella no supo leer porque no tenía por qué. «La vida aquí es miserable, extranjera, no te metas donde no perteneces», había sacado mis manos de encima de manera violenta, tal como las mías presionaron sus hombros. Ambas creíamos que con la fuerza física podíamos blindar al resto. La fuerza física no son solamente golpes, presiones fuertes nacidas de la ira. Es igual a lo del ardor. Yo podía, por ejemplo, aplicar mi fuerza sobre ti en la cama, un vigor específico, otra forma de sentirse viva.

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En el consultorio estaba todo bien diseñado para que al menos por un tiempo nadie descubriera nada. Cuando recién llegué al pueblo, me sentaba a almorzar rodeada de trabajadores para aprender bien español: al escucharlos podía empaparme del idioma de manera profunda. Con profunda no me refiero a la riqueza de palabras, sino de escenarios posibles, de comportamientos, de lo que se dice y lo que se calla, de cómo se dice lo que se calla, de cómo hay que hablaren ese lugar donde tienes que pertenecer, o en ese lugar donde trabajas y te estás pudriendo. Almorzaba todos los días en el pequeño local junto al consultorio que se llenaba de funcionarios, ávidas hienas como lo sería yo también. Qué importaba, a fin de cuentas. No es que la vida fuera miserable como creía Ángela, no. La vida está llena de resuellos y temblores que la hacen digna. El problema es que las hienas somos vitales para el ecosistema y a la vez, o por eso mismo, nos aprovechamos de las presas que otro animal ha devorado.

Los funcionarios se robaban medicamentos que después marcaban como sin stock y no hacían el requerimiento para volver a obtenerlos. Les daban placebos a los enfermos que, por supuesto, se enfermaban más aunque algunos, por unos pocos días, se sintieran mejor, creyendo que las pastillas habían hecho efecto. Una máquina no funcionaba: «Ya le instalé la luz falsa, quedó igualita la intermitencia», dijo una técnica mientras trituraba los huesos de un pollo asado. Llegaron incluso a inyectar insulina de más o de menos: «Así apuramos la causa». No tenían fiscalización de nadie porque el municipio tenía al consultorio botado y libre, una combinación peligrosa porque somos seres humanos: necesitamos reglas aunque estén mal redactadas. Los funcionarios, mientras engullían menús diarios que venían en unos platos gigantes que alcanzaban para dos, hablaban de sus planes de fin de semana, de enredos con los turnos y de algunos enfermos, y yo oía muy atenta. Que a la chola drogadicta había que dejarla morir de a poco, total nadie la vendría a buscar, quela sonda del viejo desnutrido estaba tapada, «A mí no me toca destaparla». Yo comía en silencio sin dejar nada en el plato, así me habían enseñado y con la misma tenacidad, aprendí a hablar español y encaré a Ángela, la amenacé creyendo que podía evitar una acusación, y que si todo continuaba, podía intervenir. Pero me equivoqué. Así funciona la cadena: nos consumimos unos a otros de diferentes maneras, nos contagiamos de gestos y de actos. Las hienas se parecen a los perros y a las lobas.

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Una vez te exigí jugar a lo siguiente: debías tocarme y yo permanecer inmóvil. Un pez que se propone no nadar dentro del agua, pero tampoco aletear afuera. Sin redes ni nudos: eso hubiera facilitado la tarea y el desafío era justamente lo que me excitaba. Tener la posibilidad de moverme pero no hacerlo. Partiste suave y lento, arriba del calzón sobre mi clítoris. Podría haber tenido un orgasmo sólo con eso, pero quería más. Que no se me moviera ni un pelo y que tú avanzaras, con la lengua, con velocidades y pausas, aunque las pausas me ponían furiosa, como una niña a la que le han quitado su chupete o su dulce. «Sigue», te obligaba antes de que todo se fuera al carajo. Quería permanecer inmóvil y que mi último bramido, si hubiera sucedido esa noche, la noche en que estaban tus hijos, los asustara. Pero estábamos en la cama de un desconocido, en una fiesta de alguien que vivía en la ciudad y yo te acompañé para eso. Tú me lo concediste. No podía evitar gemir pero el bullicio de la fiesta no se interesaba en mí. No me contuve y abrí un poco más las piernas. Luego, mi cuerpo entero se endureció como una piedra de río, completamente mojada y aterida por el golpe de un caudal que trae más piedras. Entró de pronto una mujer joven que ninguno de los dos conocía, y ella no dijo nada y yo no me avergoncé.

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Ángela me llamó para decirme que ya había hecho su trabajo. Que tu mujer había retirado todos sus exámenes, justo a tiempo, que de llegar un poco antes habría sido imposible, pero que el plan «se llevó a cabo según lo convenido»: «No se observan», predominaba en los resultados. Una seguidilla de «no se observan» y «negativo». Para que me quedara tranquila. Exámenes limpios.

Ese día me llamaste y me dijiste «Está sana». «¿Estás seguro?», te pregunté, «con todo lo que me has contado…». «Es lo que dicen los resultados», me respondiste sin vacilar. La gente confía en eso, en los resultados de las cosas, pensé yo. En la noche nos reunimos y no hablamos de nada.

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Tu mujer empeoró desde el momento en que tuvo los papeles en la mano. Ahí estaba Ángela, dejando que todo ocurriera. Ahí estaba yo, dejando sin cura a tu mujer. «A ratos se siente muy mal, queremos pedir otra opinión», me contaste luego de un par de semanas. Lo esperable es que hicieran algo al respecto, pero no hicieron nada, nunca supe por qué. Eso me atemorizó. Durante esos días evité verte e incluso llamarte. Fingí estar atrasada con mis traducciones pero te mandé un par de mensajes de aliento, dando por sentada una buena comunicación. Pasaron diez días más y el paisaje que tenían delante se difuminaba, dejaba de ser paisaje.«Creo que se está muriendo», me escribiste una madrugada y yo quise responderte: «Ya lo sé».

Nadie supo de ustedes. Se encerraron en la casa y puedo tener una idea de lo que conversaron, de cómo le hablaron a tus hijos. De las caricias, los silencios y los sollozos. Las frías planificaciones o algún momento de comunión entre esos cuatro espíritus removidos. Puedo tener una idea, una torpe representación mental en mi afán de colarme en esa casa de persianas cerradas. Cuando salieron, partieron a la ciudad y retornaron tres días después. «Es mejor que muera aquí», tu voz en el teléfono era tenue. «Sí», te respondí.

Después de horas de trámites, velorio y entierro, quisiste ir a caminar. Las cuevas de los conejos habían proliferado desde que habíamos hecho ese recorrido a pie, la callecita aledaña a la ruta principal. Hice un chiste básico sobre la reproducción de los conejos, quería diluir en ti ese tiempo plagado de confusión y dolor. Pero tú no le diste cabida. «Me voy a quedar solo con dos adolescentes», «Crecerán», dije rápidamente. Sonreíste y me diste la razón: «Es cierto, pero me aterra».

La brisa tibia que tanto me gustaba se intensificó de pronto y esta vez no te toqué. Bastaba con que estuviera ahí a tu lado. Y a mí solo me bastaba esa brisa.

Caminamos en silencio hasta llegar al final de ese sendero donde los arbustos crecían y detenían el paso. Las hojas brotaban libres y las observamos como si no fueran hojas: en ellas no había bordes, a diferencia de nuestros encuentros y nuestra manera de movernos, nunca exentos de crueldad y cariño. Las hojas absorbían una vida que ignorábamos a pesar de necesitarla.

Nos devolvimos algo cansados, pero tu respiración sonaba aliviada y yo estaba lista para el siguiente paso. Los del pueblo retornaban a sus hogares caminando, como de costumbre. Nos unimos a ellos.

*

La menor te llamó desde su habitación. No podía quedarse dormida. Quise decirte cuéntale un cuento, cántale algo, pero yo no era su madre ni su padre ni tu amante. Cerré los ojos y pensé que quizá sera buena

idea que tuvieras una oveja. «No creo, una oveja, ¿para qué?», me miraste extrañado. El mayor hacía rato que ya no se oía. Los hijos comienzan a cerrar puertas a medida que crecen. No solo las de su habitación. Yo no tenía hijos pero era cosa de observar.

Me puse encima tuyo y solo dejé que nuestros cuerpos se frotaran. «No entres», te dije. Tuve un orgasmo, solo uno, fuerte y paralizante porque estaba sobre ti. Tú no tuviste nada pero como siempre, fuiste solícito. Cuando me tumbé a tu lado me contaste en voz baja que tu mujer cumplía años mañana. Usaste el presente, como si ella viviera y tus hijos estuvieran oyendo: «Olga está de cumpleaños». Yo había gemido despacio, o eso creí. «La celebraremos por la tarde, compré una torta. ¿Nos acompañarías?». A mí no me gustan las tortas. «No sé, me estoy quedando dormida». No te dije que me iría al alba y que no volvería más. Lo sabía desde que toqué el timbre para terminar en tu cama.

Desperté a las 6 a.m., antes de que ustedes amanecieran. Puse mi mano sobre tu frente y te di las gracias. Dijiste durmiendo algo incomprensible que pareció ser lo mismo: gracias. Recogí mis cosas y cuando bajé las escaleras encontré a tu hija en el mesón de la cocina, con la cara prácticamente metida dentro de la torta de lúcuma que yo no probaría. Las manos también, los dedos llenos de merengue y saliva. Nunca la había visto comer así, con imperiosa voracidad. De pronto la niña levantó la vista y me vio. Me sonrió plácida, como quien se mira en un espejo y se encuentra bonita.