No habían empezado las Posadas, cuando una queridísima amiga me preguntó si ya había cerrado mis ciclos del año. Confieso que eso es algo que nunca me ha atormentado; a la vez, admito que he andado tan atarantado gracias al inmenso cariño con el que este año me arroparon los amigos durante los momentos difíciles, que –no me justifico-, entre eso y que lo urgente acaba postergando lo importante, caigo en la cuenta de que tengo rezagados en el tintero tres eventos que disfruté durante este último mes y de los que todavía no les he dado cuenta, así que, ¡acompáñenme a cerrar este capítulo del 2025!

El primero fue el concierto realizado el domingo 30 de noviembre por la Orquesta Juvenil Universitaria Eduardo Mata, a la cual he considerado desde hace años como la mejor orquesta de la Ciudad de México gracias a la capacidad pedagógica y disciplina que supo infundirle el Maestro Gustavo Rivero Weber, su fundador, quien ese día volvió a su podio tras la consumación del plan siniestro que urdieron para relevarlo arbitrariamente por alguien que carece de dichas virtudes, y por lo cual hoy deberíamos felicitar a Rosa Beltrán, ya que pecó de… inocente, al hacer caso de las razones extra musicales de los flamantes “asesores” que le aconsejaron implementar semejante trastada. En fin, mejor hablemos del concierto.

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Crédito: Alejandro Miyaki
Crédito: Alejandro Miyaki

El programa inició con una obra de Víctor de la Cruz, “compuesta bajo el auspicio de la Cátedra Extraordinaria Arturo Márquez de Composición Musical”, cuyo título no podía ser más revelador, dada la situación antes descrita: Las cosas, por su propio peso, caen. Más que sonorizar las obsesiones de este joven compositor nacido en 1995, celebro la capacidad con que logró colorearlas a través de los diversos timbres orquestales. Hago votos porque su segunda obra de gran calado cuente con un estreno tan auspicioso como éste, que precedió la participación como solista de uno de los mejores y más serios pianistas con que contamos actualmente en México, Alejandro Barrañón, quien interpretó el Concierto n. 5 de Saint-Saëns, conocido como “el Egipcio”.

No tengo cómo agradecerle a Barrañón el que me reconciliara con esta partitura que, si algo desborda –además del virtuosismo patente en su movimiento final-, es su cautivadora y refinada sensualidad. Si saco esto a colación, es porque la ocasión anterior que lo escuché en vivo estuvo a cargo de un prestigiado acompañante que habrá tocado todas las notas, pero, lamentablemente, lo masacró a trancazos. Permítanme puntualizar: por solvente que sea un intérprete, ser solista demanda de un refinamiento que puede verse deteriorado si, en la cotidianeidad, se prioriza alguna de las otras vertientes que ofrece el ejercicio pianístico profesional. Agradezco también que, como dijeran las tías de antaño, Barrañón confirmara “su exquisito buen gusto” con la elección de un encore como lo fue la transcripción realizada por Harold Bauer del coral de la Cantata BWV 127 de Bach, Herr Jesu Christ, wahr' Mensch und Gott, uno de los más contenidos y desgarradores de cuantos compuso.

Una muy madura interpretación la Séptima Sinfonía, Op. 70, de Dvorak puso punto final a la velada. Sin afanes de protagonismo ni coreografías exacerbadas, Rivero Weber logró que la música fluyera. Particularmente logrados fueron los movimientos centrales, el evocativo Poco adagio, y el Scherzo, cuya aparente sencillez ha hecho tropezar a más de un afamado director. Así, sí da gusto volver a escuchar a la OJUEM.

El sábado siguiente, 6 de diciembre, viajé a Toluca para escuchar a la Orquesta Sinfónica del Estado de México, que ofrecía un par de “imperdibles” dentro del décimo cuarto programa de su Temporada 153. El primero, la interpretación de la suite orquestal Guerra y Deploración, compuesta en 2010 por Jorge Vidales (1969) quien es, a mi parecer, el mejor compositor mexicano de su generación, y no solamente por ser felizmente reacio a esos “lenguajes” de ruiditos con que los Enríquez, Trigos, Rasgados y las Rodríguez, Chamizos y demás apóstoles de una pretendida modernidad tan fracasada –como, valga la analogía, lo son en otro ámbito el socialismo, el comunismo y el populismo- lograron alejar al público de los conciertos, más allá de embaucar a algunos posers que pecaron de incautos.

Estructurada en cuatro movimientos, esta suite presenta un reto mayor para el oyente: tras el “trancazo” que brinda la Fanfarria inicial –tan impactante, que arrancó una espontánea ovación a su término- los tres incisos posteriores van diluyéndose sonora y emocionalmente, dejándonos ante un vacío similar al buscado por Bartok en su Suite Op. 14, con lo cual la audiencia se queda con la incertidumbre de si ahí acabó… pues, tal como tras cualquier guerra, acaba en la nada. En el vacío. En apego al discurso, se logra el mensaje buscado por Vidales: ser “un lamento desolado por las víctimas de la guerra, que, de manera fatal, son todos los que arrastra a su paso”; desde la óptica del melómano común, le urge un final “con punch” que suscite el aplauso (¿fácil?).

Reconocida por presentar a los solistas y directores huéspedes más afamados que llegaban a México, los recortes presupuestales han orillado a que la OSEM replantee muchas cosas con miras en su sobrevivencia. Para ello, cuenta con dos puntos a favor: la visión y capacidad de gestión de Rodrigo Macías, su titular, y el alto nivel que todavía preservan muchos de sus atrilistas (no todos. Varios están ahí desde 1971 que la fundó Bátiz, y el tiempo cobra factura), lo cual le ha permitido programarlos como solistas. Tal y como ocurrió ahora con Ramón Meza, perteneciente a la destacada dinastía mexiquense de alientos, quien abordó brillantemente el Concierto para trompeta en Mi Mayor de Hummel bajo la batuta del otro imperdible de la noche, Alejandro Miyaki, en su debut como director huésped de esta agrupación.

Para coronar la ocasión, Miyaki asumió el reto de abordar una de esas obras que están en la oreja, el corazón y la memoria colectiva de todos, y dirigirla de memoria: la Quinta Sinfonía de Beethoven, tan popular que “hasta el perico la chifla” y ése, es su mayor riesgo, del cual salió airoso. Supo construirla motivo a motivo y lograr ese grandioso final que, mediante la acumulación, concibió su autor. Dicho sin demérito alguno, “un centavito más de emoción” habría sido bienvenido, pero, considerando la cautela implícita en un debut ante una orquesta de tan alto nivel, no puedo más que aplaudir este memorable logro.

Finalmente, el sábado 13 asistí al Centro Universitario Cultural para disfrutar mi cuota anual de El Cascanueces, a cargo de la Filarmónica de las Artes y su Compañía de Danza de las Artes, que contaron con la asesoría del gran Dariusz Blajer como coreógrafo invitado. No me cansaré de repetirlo: el esfuerzo que hacen es admirable. Más allá de las reducidas dimensiones del escenario –nada que ver con la amplitud del Auditorio Nacional-y de ser un ejemplo de lo que actualmente llaman “un exitoso emprendimiento” que no recibe un céntimo de nuestros impuestos, abordan este clásico de Tchaikowsky con profesionalismo, gozo y seriedad.

Nada de sucumbir ante guiños oportunistas como hacer de la Danza árabe “un homenaje a Gaza” y mafufadas por el estilo. No les digo más: mejor dense una vuelta ahora que retoman funciones en enero, del 3 al 11, y verán que salen dichosos como yo –pese al Grinch que llevo dentro- y, con suerte, también les toca que les sorprendan con el anuncio de que la función será dirigida por Enrique Patrón de Rueda, quien ¡vaya que algo sabe del asunto!

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