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PRIMERA PARTE
TUDOR
Y vi un ángel poderoso que
proclamaba con fuerte voz:
«¿Quién es digno de abrir el libro
y soltar sus sellos?».
Apocalipsis 5, 2
Si te santiguas con tres dedos embadurnados de sangre, si te unges con sangre la frente, sobre las cejas (de donde se escurre un reguero a lo largo de tu nariz morena y aguileña hasta el bigote enroscado en la parte izquierda con hilo de oro, antes de gotear en las baldosas de malaquita de la fortaleza real), y dejas una mancha en el faldón de tu camisa de un satén tan blanco que parece dorado, y otras dos en los hombros con charreteras de ópalo, primero el derecho, luego el izquierdo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén, ¿se aceptará tu cruz? Te han dicho siempre que eres un hombre osado, y eso has sido desde que tienes uso de razón, pues así saliste del vientre de tu madre en el Archipiélago, una cruz de carne en la que muchos, incontables mártires, entregaron su alma, una cruz de soberbia y codicia en la que, con tus manos bañadas en sangre y en pólvora, con tus uñas apestosas, que siempre has llevado largas y que no limpias jamás para no olvidar ningún cuerpo, de mujer o de hombre, en el que las hayas clavado, fue al principio crucificado tu pobre espíritu, un fantasma de aire transparente, un aire transparente atravesado por clavos que grita de dolor, y flores de sangre que florecen arriba, abajo, a la derecha y a la izquierda, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Has sido un hombre sangriento, Theodoros, has hecho el mal a ojos de Dios, has comido con sangre y has bebido sangre, y por ello tu sacrificio no será aceptado, porque la vida de cada cuerpo está en su sangre. Durante toda tu vida has intentado conciliar la mirra y la sangre, en tu cruz clavaste otro tablón, abajo, en los pies, idéntico al tablón donde se extienden los brazos, y a ambos extremos colocaste unas ruedas con radios de bronce y transformaste la cruz en un carro de guerra tirado por cuatro parejas de caballos, y tú, señor de las arenas rojas africanas, tú, dios embustero, tú, profeta de la matanza, tú, Tewodros II de Etiopía, como nadie de tu estirpe había soñado que pudieras llegar a ser, pero como supiste tú desde el comienzo de los tiempos, como si no hubiera sido el Hijo de Dios, sino tú, un gusano, el partícipe de la Creación y hubieras visto a Satanás caer del cielo como un rayo, tú, el que vio su sueño con los ojos y cuyos ojos no pudieron soportar ni la maldición ni la bendición, tú, el último hombre en la faz de la tierra, sujetabas las riendas de las cuatro parejas de caballos, con las botas llenas de barro rojo plantadas en la madera blanca e inmaculada, como de abedul, de la cruz, haciendo ondear sobre los ejércitos encarnizados tu bandera verde-amarilla-roja con el león conquistador de la tribu de Judea en el centro, Moa Ambassa ze imnegede Yehuda, tú, león de los leones, rey de reyes…
De niño ya te preguntabas cuán poderosa será la fe si, con una fe del tamaño de un grano de mostaza, le dices a la higuera que se plante en el mar y ella saca las raíces y vuela con sus hojas temblorosas sobre montañas y valles y llega a la orilla pedregosa del mar —el mar del Archipiélago, del color de la esmeralda y del lapislázuli recién molido, otro no ha existido jamás en tu corazón ni en tu mente— y clava sus decenas, sus centenares de raicillas heridas y crudas en la carne gelatinosa de las olas, y prende ahí, una higuera en medio del mar, un espectáculo inaudito y desconocido, y da fruto, y el aroma de los higos maduros, blandos como senos, dulces como la miel, colma las islas. Eras un niño harapiento y mocoso que hojeaba Alixăndria¹ al fondo de un jardín descuidado, en un lejano país bajo los lémures celestiales, cuando brotó por primera vez en tu mente, pequeña como un grano de mostaza, la idea de que… Pero te dominaste entonces, atenazado por el pánico que marchitaba de repente lo más profundo de tu corazón, como si hubieras pensado que, si contaras con suficiente fe, no un grano de mostaza, sino mucha, mucha, como una monedita o el peso de tu cuerpo, podrías cambiar el curso de las estrellas en el cielo y podrías detener el sol y la luna como hizo Josué cuando el Señor lo entregó a los amorreos, y podrías hacer que un anciano regresara de nuevo al vientre de su madre para volver a nacer, o podrías mecerte sobre querubines, con una bóveda de zafiro a tus pies idéntica al cielo en todo su esplendor. Si se pudiera ver el destino del hombre, si cada hombre, cada mujer y cada niño tuviera una bandeja de oro en torno a la cabeza, como los santos pintados en las iglesias, entonces se vería el tamaño de su fe, pues algunos no tendrían ni un ápice de aureola, y en otros esa bandeja redonda, labrada en oro, sería tan grande que abarcaría no solo su cuerpo entero en la urdimbre de oro de su destino, sino también las casas y los árboles frutales y los campos de alrededor, y descendería incluso bajo el polvo, de tal manera que la tierra se volvería transparente y se vería allí el territorio de los muertos, los pueblos y los sembrados de los que gozan del descanso eterno. Y se vería asimismo a algunos que, destinados a no tener destino, se forjan solos su propio destino, pues ese es su deseo, y su deseo es férreo y tajante.
Desde que eras un niño te preguntaste, con la agudeza de tu ingenio afilado por Alixăndria y Esopia y Archirie y Anadan y Las mil y una noches con todas sus maravillas, y las historias interminables de tu madre, Sofiana, de la isla de Tinos, cuna de la ortodoxia del Archipiélago, coronada por el santo monasterio de Panagia Evangelistria, a los que se sumaron después los libros de Moisés y los Hechos del apóstol san Pablo y el testimonio de san Juan de Patmos y finalmente el Kebra Nagast, el libro sagrado de la Iglesia etíope tewahedo, te preguntaste de niño si voluntad y fe serían lo mismo, sin entenderlo entonces, aunque lo entiendes perfectamente ahora, aquí, en uno de los doscientos aposentos de la fortaleza de Magdala, donde tú, «el Esposo de Etiopía y prometido de Jerusalén», como tanto te gusta llamarte, vives los últimos instantes de tu vida: la fe viene de Dios; la voluntad, del Diablo. «Como pecado de hechicería es la rebeldía, crimen de terafín la contumacia», le dijo el profeta Samuel a Saúl cuando el Señor abjuró de él y se arrepintió de haberlo elegido rey. La misma energía, pero la primera brota de un corazón puro, la otra de una mente perversa e idólatra cuyo ídolo eres tú mismo. Te has postrado ante tus propios pies desde que tienes uso de razón, Theodoros, no has tenido otro Dios, y ahora, cuando todo ha terminado y las tropas de Napier han destruido la fortaleza y los cañones retumban todavía como la voz del Todopoderoso y los soldados registran todas las celdas en tu busca para arrastrarte de la barba y arrojarte a los perros y la emperatriz Tiruwok y su hijo están recluidos en sus aposentos, más soberbios y más despiadados aún que tú, dispuestos a cortar tu cuello de miserable hombre del pueblo, hijo de una vendedora de remedios para las lombrices, porque osaste deshonrar a una descendiente del sabio Salomón, e Ytege Yetemegnu, tu concubina con el vientre y las nalgas llenas de cardenales, pues hace años que no puedes acoplarte con una mujer si no es golpeándola con saña, ha huido con los ingleses, y no hay un criado ni un sacerdote a la vista, aunque uno de cada cinco hombres de Etiopía sea sacerdote; ahora, cuando no tienes escapatoria, pues la reina Victoria, en otra época tu amiga, te ha retirado sus favores, esa perra hereje y loca, y si te entregas acabarás en una jaula, transportado como un animal sanguinario, como un carnicero bárbaro por las callejuelas de Londres, donde serás finalmente ahorcado en medio de una turbamulta burlona como un ramillete de dientes estropeados; ahora, cuando sabes que en unos instantes serás apresado por unas criaturas con garras más largas y más negras que las tuyas y serás arrastrado a una de las infinitas estancias del infierno, angostas como armarios, con paredes de hierro al rojo vivo y llamas crepitando bajo tus pies con una furia destructiva, y que arderás ahí, colgado de la lengua y desollado vivo y sodomizado con un hierro candente y con los ojos reventados, y que el aullido que florecerá entre tus dientes será absorbido de inmediato por las paredes de cobre fundido, y esto no durante una hora, ni durante un día, ni durante un año, sino durante toda la eternidad, y tras la primera eternidad, durante otras mil eternidades, como vio con Sus ojos la Virgen María cuando descendió al infierno; ahora, el glorioso día de Pascua, en el Año del Señor de 1868, después de cumplir medio siglo en el que te has ocupado de una única cosa, conquistar el mundo a costa de perder el alma, te quedan tan solo la soberbia, el odio, la voluntad cruel de caminar sobre cadáveres, esta vez sobre tu propia carroña, todavía vivo pero muerto ya, muerto en tu mente y muerto para tus manos, que ahora tiemblan, mas no lo suficiente como para no realizar su cometido, y que buscan ya el frío del cañón, de la cresta y del gatillo como busca una boca un hilo de agua fresca.
Tienes encima de la mesa, revestida por un brocado rojo con escenas doradas del Pentateuco, una caja de caoba abierta en la que, sobre un lecho de satén arrugado, hay dos pistolas de duelo de una rara belleza, como los tallos de una flor nunca vista o como pequeños animales marrones, de piel reluciente como un espejo. La culata de cada pistola está adornada con un encaje de oro que ciñe el mecanismo del gatillo. Entre las pistolas colocadas cañón contra culata hay un espacio en el cual, hundidos en el satén fruncido, se encuentran varios accesorios de formas curiosas, brillantes como el azogue, y tres balas doradas. Es el regalo de la reina Victoria de unos tiempos mejores en los que, aunque no respondía con su graciosa mano a tus largas y enrevesadas misivas, pues en definitiva no eras para ella sino un salvaje africano que hace monerías en un trono arrebatado a otros, te enviaba siquiera de vez en cuando un cesto de quesos tan apestosos que se los dabas a los esclavos y a los cerdos y que ni ellos comían, o un reloj que estropeaste cuando le diste cuerda por primera vez con tus garras toscas, o una especie de instrumento musical que nadie sabía tocar en Etiopía, así que en las frecuentes ceremonias marcaban el ritmo golpeando la curvatura de caoba con sus manos negras de palmas rosadas, como si fuera un tambor, ignorando sus cuerdas y sus teclas de marfil, cuya función todos desconocían. Al menos las pistolas serían de utilidad, aunque fuera una sola vez, tras lo cual Napier se apropiaría también de ellas, como se apropiaría de Magdala, de sus tesoros, de los montones de colmillos de marfil, de los sacos de especias de los sótanos donde, para poder entrar, tenías que taparte la nariz y la boca con un pañuelo perfumado, pues de lo contrario el aroma de la madera de sándalo y el de la canela y el clavo y el ámbar y la mirra y el nardo y los siete tipos de pimienta te embalsamarían por dentro, te pararían el corazón, y el tiempo se detendría como en el Paraíso pintado en las paredes de tus iglesias excavadas en piedra, y no volverías a mostrarte sobre la faz de la tierra, bajo los deslumbrantes cielos africanos. Salomón, hijo de David —a cuya estirpe deberías pertenecer para tener derecho a gobernar la sagrada Etiopía, para no ser un ladrón del reino dos veces embustero, pues ni estabas inscrito en el libro de los santos de Israel como descendiente de Menelik, ni eras siquiera Kassa, el hijo de la vendedora de kosso contra las lombrices y las tenias de las tripas, sino un vagabundo de un país lejano—, había reunido el oro de Ofir y los cedros del Líbano, había levantado la Casa de Dios en la que puso el Nombre de Aquel que hablaba de entre los querubines, sobre el propiciatorio, y había recibido a la reina de Saba en sus palacios y finalmente en su regazo, para que así viniera al mundo Menelik, el fundador de la dinastía etíope, la más antigua sobre la faz de la tierra, pero no podía alardear de las innumerables riquezas acumuladas por ti en tan solo treinta años de reinado, Tewodros II, aquel que, si Dios le hubiera preguntado qué atributos desearía de Su mano, no habría pedido nunca, como Salomón, sabiduría y entendimiento, adecuados tal vez para los zapateros y los carpinteros, sino ser emperador y tener un poder ilimitado para ponerles un aro en la nariz a sus enemigos y extender ante sus pies las montañas altas y cubiertas de nieve de este mundo. Y, aunque Dios no lo hubiera querido, tú habrías sido de todas formas emperador por tu propia mano, habrías reinado igualmente sobre estos africanos negros como el ébano, de ahí su nombre de etíopes, pues el chiquillo harapiento de la brumosa Valaquia, que en los fríos otoños, acurrucado en los desvanes, leía Esopia, el libro sobre el negro y feo Esopo, el esclavo de Xantos, no sabía que su destino iba a llevarlo, ciego, al país de aquel, donde todos eran negros como él, pues eso significa Esopo, etíope, es decir, negro.
De tal manera que hace trece años, en la santa iglesia de la Virgen María de Dirasge, rodeado por decenas, por cientos de sacerdoes vestidos con lana multicolor que cantaban rítmicamente en tono gutural, mostrando unos dientes destrozados —los que aún tenían dientes— y saltando como langostas, como chamanes, de los que los diferenciaban tan solo los incensarios y las cruces torcidas, y agitando sus varas de bambú como si fueran lanzas, tú, el falso Kassa de Qwara y el falso descendiente de Salomón, te coronaste a ti mismo, a semejanza de Napoleón, con una corona bárbara de oro, marfil y madera de sándalo tallada, con el nombre, también este una impostura, de Tewodros II, para cumplir la profecía de que un rey con ese nombre vendría a convertir Etiopía en un país de cuento en el que fluirían la leche y la miel, el país de Cristo crucificado, el país de los mil años de paz. Tú, sin embargo, que antes incluso de llegar al trono hiciste temblar las vidrieras de la iglesia, a través de las cuales caía la luz sobre la muchedumbre de sacerdotes y niños desnudos y mujeres de mejillas pintadas con yeso, curiosos esclavos de Cristo, gritando que tú eras aquel, que ese día se cumplía la profecía; tú, el embustero mesías de un pueblo esclavo vendido, transformaste el antiguo imperio en un valle de lágrimas. En solo trece años destrozaste el pueblo del Kebra Nagast y llenaste la tesorería de riquezas de las que no quedará ni rastro, pues en unos pocos días los soldados de Napier, más criminales y más bárbaros que los tuyos, saquearán todo, todo, y desaparecerán tus tres coronas, y el icono milagroso de Kurate Re’esu con el rostro del Redentor coronado de espinas, tan poderoso que luchaba por ti cuando lo llevabas contigo a la batalla, como en otra época el Arca por las tribus de Israel, y las cruces de oro, y los jarrones de alabastro, y las cajas con puñados de piedras preciosas, y las armas sagradas de tus predecesores en el trono, todo ello será acarreado a las faldas de una Magdala en llamas, arrojado al azar, en montones, sobre mantas extendidas en la hierba y vendido a quien quiera y a quien no quiera a precio de baratijas. Tiruwork Wube, tu reina, que te odiaba más que al mismo infierno, la grandiosa y gélida descendiente del emperador Salomón, y vuestro hijo, Alemayehu, que habría debido sucederte en el trono pese a ser un mozalbete que a los doce años no se separaba aún de las faldas de su madre —algo que te hacía recordar cómo estuviste también tú bajo el hechizo de la tuya, Sofiana, la griega del Archipiélago que había acabado de sirvienta en la brumosa y agitada Valaquia, y cuánto perdura en tu nariz el aroma a tela desgarrada y a frío de su aposento—, serán raptados y trasladados a Inglaterra ante la indiferencia de todos, para morir allí en las brumas y las lluvias y la oscuridad de la pérfida Albión; serán introducidos en féretros cubiertos con fantásticos ropajes etíopes, terciopelos llenos de bordados que representaban los más gloriosos momentos de la dinastía salomónica, de más de mil años de antigüedad, y sepultados en la tierra fría de ese islote de piedra.
Tú ni siquiera de eso podrás disfrutar, pues te encontrarán desplomado en el piso, con el cañón de la pistola todavía en la boca y los sesos extendidos por la mesa roja, el suelo y las paredes, con trozos de cráneo y cuero cabelludo de los que colgarán todavía tus trenzas desparramadas por las losas de malaquita verde oscura, y los obispos del pueblo que habías gobernado sin legitimidad no van a perdonarte por haber alzado la mano contra ti mismo, un pecado mortal, porque solo Él puede dar la vida y arrebatarla cuando quiera y a quien quiera, y quitarte la vida significa privar al Señor de uno de sus siervos, de una vasija para el honor o para la vergüenza, según tuviera Él a bien para Sus caminos siempre inescrutables. Así pues, después de que te hayan encontrado los soldados y te hayan despojado de tus ropajes hasta dejarte desnudo, porque las vestimentas del emperador muerto se venderán caras, después de haber sido objeto de burla, después de que te hayan arrancado la barba y te hayan escupido y te hayan pateado los huevos arrugados y morados, serás enterrado por los ingleses, con salvas de escopeta, cierto, pero no en tierra santa y no como se entierra a los consagrados al Vivo en la tierra, sino como al vagabundo y el don nadie que eras. Pues no entraste en el fango sudoroso de Etiopía ni como Tewodros, coronado con sándalo y marfil, ni como Theodoros, terror del Archipiélago y déspota expoliador del Levante, sino, puesto que así te conoció el Señor en tu bautizo, como Tudor, el hijo de tu padre, Gligorie el Bonetero, siervo de Tachi Ghica, el boyardo de una estirpe de la que habían surgido también los príncipes de aquellas tierras, más de leyenda y ensueño que de geografía: la brumosa, nevada, salvaje e incomparable Valaquia, patria florida con aroma a durazno y a membrillo, con gallos cantores que traspasaban todavía con su voz de trompeta tu alma perdida. Y tus últimas palabras, mientras te recorrían unos sudores mortales en la celda que vería el final de tus días, sobre el peñasco de Magdala, bajo los retorcidos cielos africanos, serán solo en rumano, como en rumano hablabas en todos tus sueños, que, adondequiera que te llevaran tus pasos, las caravanas y los veleros, te situaban siempre en tu casa de Ghergani, en la hacienda de los Ghica o en su mansión de Bucarest, por donde discurría el Dâmboviţa con sus dulces aguas en las que se bañaban las doncellas y las ocas. Allí estaba, durante el medio siglo en el que has arrastrado tu sombra por la faz de la tierra, el único lugar al que has llamado casa, el único en el que tenías carne y huesos como las criaturas humanas, antes de convertirte en un fuego abrasador y en una vasija rebosante de sangre. Y ni siquiera en la gélida tumba de una tierra ardiente encontrarás el descanso verdadero, fueras quien fueras en tu corazón, porque entre las alhajas robadas por los ingleses de tu cuerpo todavía caliente —los pendientes de crisolitos arrancados de los lóbulos de las orejas y los hilos de oro que prendían la parte izquierda de tu bigote y la cruz de cristal caída del cielo en la provincia de Gojjam después de un súbito relámpago, que llevabas colgada del cuello en una cadena de eslabones de piel seca de jirafa, y el diente de oro de tu boca, comprado en un mercado del Líbano en la época en que Nura era tu diosa árabe y tu mujer serpiente, elegido entre decenas de dientes de madera, marfil, oro y sílex en una de las cajas del tenderete de un musulmán que vendía, además de dientes, puntas de flechas y de lanzas— se encontraba también tu anillo imperial, con el título real grabado en una plaquita de amatista, la piedra del día de tu nacimiento en Acuario, y nadie tuvo conocimiento de él, pues el ladrón te había untado el dedo gordo con grasa para poder sacarlo, y no lo devolvió ni bajo las más severas amenazas de la proclamación de Napier al día siguiente.
Pero varias semanas después de que fueras enterrado y tus parientes emprendieran el camino de los mares hacia la brumosa tierra de los ángeles, el anillo apareció en Wollo, entre los clanes de los perros infieles Mammadoch, que se creían descendientes del propio Mahoma y a los que, con la crueldad de un animal salvaje, casi habías exterminado años atrás, ordenando colgar de un árbol a su príncipe y cercenando las manos y los pies a los que no quisieron creer en la resurrección de los muertos de Nuestro Señor Jesucristo. Un hombre desconocido se había presentado, al parecer, en medio de los musulmanes con tu anillo en el dedo, afirmando ser tú, diciendo que los ingleses habían enterrado tan solo un saco de ropa y que ibas a regresar al trono de Abisinia para expulsar a los extranjeros y aplastarlos a ellos, hijos de la patraña, pero desapareció entre los musulmanes antes de que le echaran el guante y de que lo mezclaran con el polvo. Se presentó luego en Saba, de donde en otra época una reina hermosa y riquísima, Negest Makeda, había partido con su caravana hacia Jerusalén para convencerse de la sabiduría del rey Salomón; más adelante apareció en la iglesia de la Virgen María de Sion —situada en la ciudad más sagrada de tu reino, Axum—, donde alzó el dedo con el anillo de amatista hacia el techo y anunció de nuevo tu próximo retorno; se presentó después en otros mil lugares, bajo todos los árboles verdes y en todas las alturas, de tal manera que tu sucesor, el nuevo emperador Tekle Giorgis III, hijo del chiflado de Wollo, instalado por los ingleses en el trono del país después de que Magdala desapareciera devorada por las llamas hasta que no quedó piedra sobre piedra allá arriba, en la roca donde se había elevado tu poder, tuvo que enfrentarse a un ejército entero de Tewodros, nacidos de los miedos y las pesadillas de los infelices que habían vivido bajo tu yugo durante trece años como trece siglos. Miles de Tewodros, miles de leones de Magdala, miles de guerreros con corazas y cascos, con ojos de fuego y barbas ardientes como una hoguera que no se consume, a lomos de cruces transformadas en carros de combate, y que alzaban hacia los cielos africanos el dedo con el anillo de amatista, invadieron Etiopía como langostas de rostro humano, profetizando que Tewodros volvería muy pronto para someter a sus enemigos mortales. Solo después de que Giorgis fuera sustituido por Yohanis IV, el ejército de lémures se disolvería lentamente en el aire ardiente, como un espejismo sobre las colinas arenosas. Te trasladaron luego de tumba en tumba, para que se perdiera tu rastro y desapareciera de raíz tu adoración por parte de los que recordaban, como después de cualquier tirano, que en tus tiempos se vivía mejor.
¿Y acaso no se vivía mejor?, te preguntas ahora, cuando aún estás vivo, aunque hayas muerto ya en tu mente profética, cuando aún puedes ver con tus ojos crueles, tan puros en otra época en los amaneceres de Valaquia, tan bellos y masculinos en el fuego de minio y esmeralda del Archipiélago, cuando aún puedes palpar los cañones floridos de las pistolas que te regaló, por una broma del destino, la reina que jamás imaginó que fueras a quitarte la vida con ellas, cuando aún puedes oír el alboroto de los soldados que saquean tu fortaleza. Atormentado y solo, escribiste toda la mañana de aquel sagrado día de Pascua una epístola a tu enemigo, el general Robert Napier, un hombre curtido en las guerras en India y China, un hombre inmisericorde al igual que tú, aunque se consideraba portador de la civilización y campeón de la cristiandad, que había recorrido cuatrocientas mil millas desde Zula, donde había construido un puerto en el mar Rojo para poder invadir Etiopía, hasta Magdala, un país sin carreteras ni puentes, un avispero de guerreros con impenetrables montañas azules y cascadas de rugiente cristal y pueblos con mujeres blanqueadas con yeso y con quitasoles de parches coloridos, con iglesias excavadas en roca y monos con dientes de perro por doquier, con monjes desdentados en cada nicho, con las noches más estrelladas y más frías que en cualquier lugar de nuestra bendita esfera. Le escribiste a tu enemigo como si te escribieras a ti mismo porque no tenías a quien escribir, porque tu madre, Sofiana, se había convertido en monja de Cristo y tal vez hubiera pasado ya a la eternidad y, de cualquier manera, no le habrías escrito, pues ¿qué podías escribirle? ¿«Madre querida como la luz de mis ojos, debes saber que tu hijo se ha vuelto un infame y ha vendido su alma por unas monedas como hizo en otra época Judas Iscariote, que ha manchado de sangre el icono de la Santísima Virgen con el niño en el regazo, que ha quemado iglesias con sus santos y todo, que les ha cercenado las manos y los pies a unos cristianos todavía vivos, que los ha ahorcado y les ha arrancado los testículos solo por unos supuestos, unas imagina ciones y unos sueños, que ha deshonrado a princesas y reinas, que ha colocado bajo un yugo insoportable a su pueblo y lo ha azotado con látigos y escorpiones, que no se ha atrevido desde hace años a arrodillarse delante de su lecho junto a su reina altiva, pero llena de celo religioso, para rezar el padrenuestro con ella, que no ha habido mentira ni traición ni perjurio ni trampa tendida a sus semejantes que no haya cometido en el nombre y el desprecio de la ortodoxia, sobre la que tanto me hablaste en otro tiempo, cuando estaba pegado a tu cuerpo, más amado que la vida, cuando creía que sería un hombre bueno porque tú eras buena y mi padre era bueno»? Mojaste en cambio la pluma en el tintero y, apático y asqueado de la vida, le escribiste a tu acérrimo enemigo:
Yo, Tewodros II, Rey de Reyes y Emperador de Emperadores, León conquistador de la tribu de Judea, Esposo de Etiopía y prometido de Jerusalén, a Robert Napier, comandante de la armada de su Majestad la Reina de Inglaterra.
General, debes saber que gracias a Dios me encuentro sano, algo que le deseo asimismo a su señoría. Ahora estoy en tus manos, tal y como lo estarías también tú, sin espada y postrado a mis pies, si El que todo lo ve no hubiera deseado otra cosa, pues hizo que el gran cañón Sebastopol, en el que confiaba como en un arcángel celestial, reventara con la primera salva, para desesperación de mi ejército, que se vio así vencido y desarmado. Aquel cañón era milagroso y podía destruir con una sola salva un escuadrón entero y, de haber funcionado, habría hecho añicos tu ejército. Así pues, despójate de tu soberbia y perdona a mi ciudad y sede del trono, porque ninguna victoria descansa en el poder de los ejércitos, sino en la voluntad de la Providencia celestial.
¿Qué? ¿Has venido a rescatar de mis manos a los forasteros que han llenado el país con sus Biblias, a los papistas y a los herejes protestantes que quieren enseñarnos los santos Evangelios? ¿Acaso no sabes que mi país tiene desde hace siglos un Evangelio, más antiguo y más sagrado que el vuestro, que se llama Kebra Nagast, Gloria de los Reyes, y que se saben de cabo a rabo aquí, en Etiopía, incluso los niños? Contiene la verdadera historia de Salomón, el hijo de David, y de la reina de Saba, sobre la que se funda la casa de los reyes de Etiopía y que vosotros desconocéis, pero que es verdadera y que conoce cada alma de mi gran imperio. Contienen además sus hojas muchos tesoros de sabiduría e historias floridas sobre los tiempos de los patriarcas, y los milagros que hizo Jehová cuando condujo a su pueblo al desierto, bajo la nube, y la verdadera historia del Arca de Dios. No hace falta otro libro sagrado, porque no existe bajo el sol otro como el Kebra Nagast.
¿O has venido tal vez con tus decenas de miles de soldados a enseñarnos cómo deben comportarse los cristianos? Hasta ahora no he visto en vosotros más que fuego, sangre, soberbia y embustes. Sí, he visto también sumisión absoluta, y orden, y una sola voluntad que yo he admirado, aunque sea la de destruirlo todo. Pues de vosotros, los pueblos de Poniente, hablaba el sueño de Nabucodonosor, interpretado por Daniel, cuando revelaba el cuarto imperio, el de hierro, el que destruye toda la tierra con el poder del hierro. Habéis sometido las Américas, habéis hundido China en una espesa nube de opio que la devora hasta la médula espinal. Incluso los peces del mar huyen de vuestros veleros al ver que no son las velas desplegadas, sino el alquitrán y el humo denso, los que los conducen, gracias a sortilegios alemanes, por la superficie de las aguas. Ahora le ha llegado el turno a la madre de la humanidad, mi negra y tatuada África, la de las mil tetas y mil lágrimas, de ser violada y saqueada por vosotros, que despreciáis las enseñanzas de Cristo, crucificado para ser el consuelo de los pueblos, como despreciáis la serpiente de bronce que Moisés levantó en el desierto.
Al arrebatarme hoy el trono, debes saber, General, que has aniquilado un sueño. Quería yo, Negus de los Negus y luz de Etiopía, hacer de ella un país donde fluyeran la leche y la miel, con los caminos llenos de mercaderes, con sus territorios pacificados, con las herejías arrancadas de cuajo. Quería ser bendecido por un pueblo que recibe las lluvias a su debido tiempo y que tiene las manos llenas de pan. Quería aplastar al dragón mahometano que envenena las tierras del norte para alzar la sagrada cruz sobre todo mi reino, feudo de los santos de la fe verdadera. Quería traer hasta aquí, y enraizarlos en nuestra tierra roja, el ferrocarril y los telares y las fábricas de armas, y erigir edificios grandiosos, como en las ciudades de Poniente, que no he visto con mis ojos, sino solo con la mente, y mi mente se maravilló con su grandeza. Quería sacar a mi pueblo de los terribles siglos de destrucción que nuestros sabios llaman Zemene Mesafint, la Era de los Príncipes, y guiarlo a la paz y la luz. Estimé los regalos de la reina Victoria, su inolvidable epístola dirigida a nosotros, y la bandeja de oro y el par de pistolas y la buena voluntad de Su Majestad, como el comienzo de unos tiempos nuevos, mas nuestra confianza se vio terriblemente traicionada. Unifiqué la Iglesia ortodoxa etíope tewahedo bajo el signo del Hombre-Dios Jesucristo, en cuya naturaleza hombre y Dios no pueden separarse, mientras que vuestros sacerdotes y los de los papistas cuentan de manera embustera y herética que el Señor habla en los Evangelios unas veces solo como hombre y otras solo como Dios. En mi reino, Cristo era Dios desde el vientre de su Madre, y he atacado sin piedad a los que, siguiendo la fe de Qibat, mienten diciendo que Él recibió su condición divina en el bautizo.
Si el maldito cañón Sebastopol no se hubiera resquebrajado con la primera salva, dejándonos sin el ala del ángel que nos habría concedido la victoria plena, yo habría vencido tu tenacidad y habría seguido adelante como un rey iluminado y bueno y justo, que sería recordado durante siglos y siglos, y en el trono de Etiopía no habría faltado nunca un descendiente de mi semilla. Pero por culpa de mis graves pecados parece que El que vuela sobre querubines no lo ha querido así, y se me ha asignado morir poco después de haber cumplido medio siglo en este mundo, en la tierra roja de Etiopía. Hoy me parezco a Job, desnudo y lleno de bubas sobre su montón de basura. Pero desde lo más profundo de mi ser y como última voluntad, te ruego por Dios que te apiades de Magdala y de la emperatriz, y de nuestro Alemayehu, para que tengas suerte en este mundo, como has tenido hasta ahora, y resultes vencedor en todas las batallas. Queda en paz, bajo el amparo de la Santa Trinidad y de la Madre de Dios, la Virgen María.
He escrito esta carta con mi mano, yo, el Rey de Reyes Tewodros II, en Magdala, el sagrado día de Pascua del Año del Señor de 1868.
Metiste la epístola en un sobre, la sellaste con lacre rojo y lo marcaste con la amatista de tu anillo. Luego, cuando el alboroto de los soldados que saqueaban el laberinto de estancias se acercaba, y los desgarradores gritos femeninos, tus muchas concubinas y las criadas de la cocina y las monjas de la enfermería, anunciaban su sacrificio a unos deseos impuros, y el olor a humo indicaba que Magdala estaba en llamas y que en unos pocos días sería tan solo un montón de cenizas en la cima de un peñasco antaño inconquistable, apoyaste la cabeza canosa y abotargada y grasienta entre las manos, cubriendo tus orejas con los dedos cargados de anillos, apretaste los párpados y te volviste a encontrar en el icono de oro y sangre de tu vida, borrosa y misteriosa como cualquier otra vida cuando la contemplas desde las ciénagas de la carne, pues desde arriba el dibujo se vuelve nítido como la palma de la mano y se pueden leer las letras de los crímenes, de los besos, de las caricias, de los destellos del cuchillo, de los paisajes con islas y estrellas, de los recuerdos y de los sueños insensatos, de los vientres rajados y de los intestinos sacados de vientres que apestan a cloaca y del relincho de los caballos y del almizcle de entre los muslos de las mujeres, y del miedo al Juicio Final, del que nadie escapa. Viste de nuevo tu vida en un momento interminable, como el ahorcado entre el aflojamiento de la cuerda y la rotura de la médula de los huesos del cuello, y lloraste de furia e impotencia. Fuiste el más pequeño de tu familia, a semejanza de Saúl y de David el de los salmos, esclavo en casa de unos boyardos que te hicieron el bien y a los que pagaste haciéndoles el mal, luego robaste por mares de zafiro y esmeralda y, finalmente —como la mariposa que sale húmeda del capullo y extiende luego sus alas de seda hacia el cielo—, llegaste a ser el último príncipe de la Era de los Príncipes y el Rey de Reyes bajo los deslumbrantes cielos africanos.
«Señor de los ejércitos —murmuraste en tu fuero interno, a solas, con los sentidos sellados—, ¿por qué me trajiste a este mundo si todo debe tener un final? ¿Por qué tejiste el hilo de mi vida en el bastidor de los días y de las noches? ¿Por qué engendras sin cesar, en cada instante, la inutilidad y el sueño de nuestras vidas en la tierra?» Y no recibiste respuesta alguna, porque tu efod no tenía Urim ni Tumim y porque, al igual que Simón el Mago, no has participado ni has heredado en la historia sagrada. La rebeldía, dice Jehová a través de la voz de sus profetas, es como el pecado de hechicería, y crimen de terafín la contumacia. El último rostro que atraviesa tu corazón es el de tu primera reina, Tewabech Ali, a la que llamabas Paloma cuando estabas a solas con ella y en ella, Paloma, una palabra valaca de la lengua en la que soñabas, la reina a la que amaste en tu corazón, pues viste en sus ojos los ojos de la mujer de tu vida en el cuadro que llevabas siempre encima como si fuera un icono.
Mientras recordabas su rostro moreno y sus labios de ébano y sus tetas de ídolo y sus vergüenzas como la pez, pero también la inocencia de sus ojos de yegua que brillaban bajo la pesada corona de perlas cuando reinaba a tu lado en un trono unido al tuyo, tomaste una bala del lecho de satén, la palpaste con los dedos, te la acercaste hasta ver en ella tu rostro barbudo y la depositaste sobre la mesa cubierta con encajes que representaban acontecimientos del Pentateuco. Sacaste de la caja la pistola de arriba; a continuación, los instrumentos para cargarla. De la pólvora no te separabas jamás, porque la mezclabas a veces, en lugar de la sal, con las viandas de la mesa, pensando que su olor a nitrato te fortalecería. Cargaste la pistola y admiraste su perfección: ¡si la hubieras tenido en Quíos o en Petra! ¡Se habrían arrodillado ante ella los palicari² y los negros como ante un icono milagroso! ¡Qué culata de palisandro con magistrales taraceas! ¡Qué filigranas de marfil! ¡Qué redecilla de oro en el mecanismo del gatillo, fabricado a su vez en un acero primoroso! Pesada en la mano, de confianza, portadora de una muerte buena, dulce como un fruto maduro. Levantas el martillo y se oye un leve ruido dentado, su aceite fino te mancha los dedos. Los primeros ingleses irrumpen en el aposento, con sus uniformes de fieltro azul, a la vez que un humo denso, nudoso, impetuoso, y unos aullidos como los del fondo de la Gehena, y solo entonces vuelves en ti y sabes que todo ha acabado y, asaltado por los escalofríos de la muerte, pero decidido y despiadado, rezas el padrenuestro en rumano, «que estás en los cielos…, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad…», pero tu corazón está petrificado y no se ablanda con las palabras de la oración a Cristo, y apenas has dicho amén cuando te introduces la pistola en la boca, sientes por un instante el sabor a hierro en la lengua, apoyas el extremo en el paladar, oyes que un soldado te grita algo mientras corre hacia ti con los ojos desorbitados, y entonces aprietas bruscamente el gatillo y el mundo se hace añicos y tu vida se acaba y tu historia puede comenzar, trenzada con todas las historias que brillan como los hilos de oro en el eterno bastidor de los días y las noches.
- Famosa novela popular rumana, de los siglos XVII-XVIII, en la que se narran los viajes y las hazañas de Alejandro Magno.
- Soldados voluntarios griegos.