Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936–1972) rondó fronteras que difícilmente se pisan. Escribió, por ejemplo:
Figuras y silencios
Manos crispadas me confinan al exilio.

Ayúdame a no pedir ayuda.
Me quieren anochecer, me quieren morir.
Ayúdame a no pedir ayuda (Alejandra Pizarnik. En esta noche, en este mundo, p. 28).
Fue anunciando la cercanía de su temprana muerte:
Sombra de los días a venir
Mañana
me vestirán con cenizas al alba,
me llenarán la boca de flores.
Aprenderé a dormir
en la memoria de un muro,
en la respiración de un animal
que sueña (p. 25).
Estos versos podrían sugerir la forma como la leeríamos con los años. Ella quería escribir con toda su vida: “una escritura total”. Estaba en el extremo opuesto de la literatura como industria; estaba en el extremo del arte radical. Leamos por ejemplo esta prosa de Extracción de la piedra de la locura (1968):
"Puertas del corazón, perro apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿qué pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible. "
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Se trata, sí, de un permanente esfuerzo por “traducirse en palabras”. Y queda la esperanza del lugar común, expuesto por William Shakespeare en Hamlet: que sigamos soñando después de morir, esto es, que haya algo más, aunque el templo esté en ruinas y “olvidado” y el vino sea o esté “prohibido”.
En 1972, a los 36 años, la escritora decidió quitarse la vida. En un reciente filme de Rebecca Zlotowaki, Vida privada (2025), Jodie Foster encarna a una psiquiatra; la psiquiatra no se resigna a que una paciente muy cercana y muy constante haya resuelto suicidarse tras nueve años de tratamiento. Hay indicios de asesinato, y la doctora emprende peligrosas investigaciones.
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Conocí hace mucho dos suicidios literarios: los de Kiríllov y Stavroguin en Demonios de Fedor Dostoievski. Ambos personajes se matan como consecuencia consciente (Kiríllov) o inconsciente (Stavroguin) de su nihilismo. Largo es el proceso narrativo para que se justifique el acto violento contra sí mismo en cada uno de ellos. Por lo demás, Dostoievski enriquece el tema del suicidio cuando Kiríllov decide ofrecer su muerte a la causa, de modo que se echará la culpa de un crimen político y luego se quitará la vida para de ese modo librar de sospecha a los verdaderos homicidas.
Hace unas semanas se presentó la novela Ceniza en la boca (Madrid: Sexto Piso, 2025), de Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982). La presentación tuvo lugar en la Librería Juan Rulfo, del Fondo de Cultura Económica, en Madrid. Promotor del encuentro es el Círculo de Lectura organizado por Carlos Ceceña, Gabriela Núñez, Carlos Lozano, Yuri López K., Xólotl y otras personas que con gran entusiasmo se reúnen una vez al mes para leer un libro de literatura mexicana.
Comparto un pasaje de la obra, que ha recibido varios reconocimientos, como también los recibió Casas vacías (“el xlii Premio Tigre Juan y traducida a siete lenguas”, según se ve en la solapa). Ceniza en la boca comienza así:
"No lo vi, pero como si lo hubiera visto, porque lo tengo taladrándome la cabeza y no me deja dormir. Siempre la misma imagen: Diego cayendo y el ruido de su cuerpo al impactar contra el suelo. Entonces me despierto y pienso que no me pasó a mí, ni le pasó a Jimena, ni a Marina, o a Eleonora: le pasó a Diego; y una y otra vez, en mi cabeza el sonido, como un costalazo, como un cristal rompiéndose en pedazos y encajándose en un saco de arena de golpe, de repente, sin avisar. Seco, contundente, un encontronazo entre costillas, pulmones y asfalto. Así: pum. No, así: pooom. No, así: crag. No, así: drag, dragut. No, así: paaam, clap, crash, bruuum, brooom, gruuun, grrr, grooo… Y un eco. No, no hay un sonido que describa el ruido que se escuchó. Un cuerpo estrellándose contra el suelo. Diego queriendo ser estruendo, queriendo interrumpir la música de su cuerpo. Diego dejándonos así, con él suspendido entre nosotros. Diego, una estrella.
No lo vi. No lo vio mi mamá. Las dos estábamos lejos. Mi mamá más lejos que yo, porque mi mamá ya estaba lejos de nosotros desde antes de que Diego se suicidara. Mi mamá, nueve años fuera (p. [15])."
Bienvenida una escritora mexicana que en poco tiempo ha alcanzado tantas realizaciones, justo cuando la lectura vive momentos muy difíciles.