A tres décadas de su primera edición, La corte de los ilusos, primera novela de Rosa Beltrán, sigue cosechando lectores y propiciando reflexiones en torno a la naturaleza del poder. En 260 páginas los lectores somos testigos de cómo en 1822, tras la guerra de Independencia, Agustín de Iturbide es coronado como primer emperador mexicano. Usando los privilegios de la ficción, Beltrán nos permite conocer de primera mano cómo Agustín I vive la difícil cotidianidad del poder. Así nos enterarnos de sus anhelos y, sobre todo, de sus preocupaciones. Al flamante emperador le inquieta el creciente descontento que cunde entre la población e incluso entre sus tropas, cuya lealtad refuerza acuñando monedas especiales que son arrojadas a puños entre los inconformes. No por casualidad la novela inicia en el momento en que se está confeccionando el traje con el que Agustín I asumirá su cargo. Corren tiempos difíciles: tal es la estrechez de la patria que el emperador asume su título con insignias que en realidad son baratijas que “no valen gran cosa”. Igual que en el célebre cuento de Hans Christian Andersen sobre el traje nuevo del emperador (relato mencionado varias veces a lo largo de la novela) no son pocos quienes advierten la debilidad del nuevo imperio, aunque se cuiden de no decirlo. Nadie puede negarlo: pasar de colonia a imperio es una historia que promete, sobre todo si el naciente imperio tiene problemas tan graves como una triple epidemia de viruela, sarampión y escarlatina. Pasar de colonia a imperio es una historia que promete si las calles de la capital están llenas de inmundicias y pululan las ratas. Pasar de colonia a imperio es una historia que promete cuando tienes detractores como Miguel Ramos Arizpe, defensor del federalismo y crítico del poder absoluto, o como cierto fraile dominico liberal llamado Servando, quien escribe hábiles versos donde se satiriza al emperador y a su corte.
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Distinguida con el Premio Planeta-Joaquín Mortiz, La corte de los ilusos evidencia una acuciosa investigación: al inicio de cada capítulo encontramos pasajes de documentos de la época, desde el catecismo del Padre Ripalda hasta fragmentos de un Manual de Baile de Salón, pasando por un conjunto de “Máximas morales dedicadas al bello sexo” redactadas por un militar. No obstante, Beltrán no se limita a recrear en clave narrativa lo asentado en documentos oficiales y/o eclesiásticos: mediante un hábil desplazamiento del punto de vista, conocemos también los deseos, las inquietudes y las angustias de las mujeres que formaban parte de la Corte. Desde el inicio sabemos, por ejemplo, lo que piensa Madame Henriette, modista francesa encargada de vestir a la familia imperial, quien conoce a Agustín desde que era “un petit garçon que se meaba en los calzones”. Una vez más, el emperador va tan desnudo que no engaña ni a su propia modista. Conocemos también las penas y los anhelos de Nicolasa, hermana mayor de Agustín, quien no escatima esfuerzos para impulsar la carrera de Antonio López de Santa Anna, joven brigadier con una marcada afición por la danza y la poesía. Incluso atestiguamos las turbaciones de Rafaela Iturbide y Quirban y Doyl, Marquesa de Alta Peña, quien a pesar de su rango está prendada en secreto de uno de los más acérrimos enemigos del emperador. “Lo que hice en esa novela fue subvertir los planos y cambiar el punto de vista. Poner al hombre público en el ámbito de la vida doméstica y acercar los reflectores a las mujeres”, ha señalado Rosa Beltrán respecto a su novela en un artículo publicado en 2010 en la Revista de la Universidad. Su estrategia es efectiva: en la novela es fácil advertir la enorme influencia que mujeres como María Ignacia Rodríguez de Velasco (La Güera Rodríguez) o la ya mencionada princesa Nicolasa tuvieron en la vida política del país. Si bien los preceptos de la época ordenaban a las mujeres “sonreír y callar”, no tardamos en darnos cuenta de que sin la mano diligente de la emperatriz Ana María, la vida misma del palacio imperial habría sido imposible.

Las virtudes de la novela no terminan allí. Como señala Brian L. Price en El culto a la derrota (Del Lirio/UAM, 2021), las novelas históricas, en especial aquellas que abordan episodios del siglo XIX, ofrecen una excelente oportunidad para cuestionar las bases sobre las que se construyen nuestras sociedades contemporáneas. Leídas con atención, tales ficciones no nos hablan solo del momento histórico que narran, también pueden decirnos mucho del momento en que son publicadas e incluso del momento en que son leídas. Tales reconstrucciones históricas, sostiene el doctor Price, adquieren un significado más profundo “cuando son comprendidas como parte de los debates contemporáneos en torno a la globalización, el neoliberalismo y la continua existencia de la nación”.
Recordar que la primera novela de Rosa Beltrán apareció en 1995 no es asunto menor, pues a mediados de los noventa un entusiasmo recorría Norteamérica: la entonces muy reciente entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) contemplaba la eliminación de barreras arancelarias y la creación de “la zona de libre comercio más grande del mundo”. Con esas medidas se auguraba para la región un crecimiento económico inusitado. Hoy corren tiempos distintos, pues desde las más altas esferas del poder se imponen aranceles bajo los mismos argumentos que décadas atrás se esgrimieron para quitarlos.
Como El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez, la certera novela de Rosa Beltrán nos recuerda que, al margen de las ideologías, una de las mayores tentaciones del poder está en el autoengaño: el manto del poder “obligaba a engañarse a quien lo llevaba puesto. Si el Emperador debía elegir entre quienes le propinaban un amor o un odio desmedidos (…) ¿por qué iba a elegir a los segundos? Ninguno de los dos grupos estaría dispuesto a darle una visión justa de lo que ocurriera y, en cambio, sufriría mucho más de hacer caso a sus detractores”.Es lógico: a ningún emperador le gusta que le recuerden que va desnudo.