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No hay esperanza que quepa en este cuadro, un cuento de Guillermo Arreola

¿La locura, la culpa y la derrota son algunos costos en la búsqueda del arte? y ¿cuál es la retribución de los creadores? Son preguntas que aborda este texto

Crédito: Liliana Pedraza
21/12/2025 |01:04Guillermo Arreola |
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Los gravámenes a la vida del artista solían ser muy altos: pagaba con su cuerpo, con su carne; tenía que pagar con su historia. Si un artista lo era de veras, debía pagar con su propia piel y hasta con su mente, con sus sueños transmutados en locura o a la vera del martirio. La piel del artista ardía en el fuego purificador de su existencia, si acaso, y de las lágrimas de cocodrilo del público.





El artista era el ser que había reconocido que todo viaje conducía al vacío que había frente de sí y bajo sus pies, había reconocido que su final era la promesa de una supernova, o un éxtasis de metempsicois. El vacío alcanzaba un alto precio en la subasta del lenguaje, quizá tanto como el de la sexualidad o su silencio.

El artista era quien palpaba su propio pensamiento, quien se aferraba a su raíz en condiciones de decir: “no importa a dónde vayan todos, yo me quedo conmigo, adentro de mi vida y de mi muerte”, y no obstante siempre intentando vivir, fundirse en la imagen. Es que había reconocido también que somos sólo un juego de la vida interestelar.

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Surgía un artista, y se le confundía con noticias o con la posibilidad de otorgar a través suyo certificación visual o escritural a un credo, prestigio a una corte. Luego aparecieron los críticos proponiendo un enjambre de significados. La parte más frágil de los críticos siempre han sido sus propios ojos.

En Mi lucha Adolfo Hitler escribió: “no me explico cómo un buen día me di cuenta de que tenía vocación para la pintura... Pintaba para ganarme la vida y al mismo tiempo para aprender con satisfacción”. Creyó que le bastaba con dar una utilidad a la pintura para convertirla en redentora, y él ser el cimentador de una presunta belleza del bien a costa de instaurar a futuro un infierno en las superficies. Un infierno en los lienzos de la historia; un infierno en el árbol del bien y del mal de la palabra y de la carne.

Ignoraba Hitler que un artista era el ser que reconocía que todo viaje conduce al vacío que hay frente de sí y bajo sus pies; que reconocía que su final devendría en el estallido de una supernova.

El artista no creaba realmente para ganar o perder la vida ni para aprender; y sin embargo sabía que había que defender su cuerpo, pasara lo que pasara, como lo hizo Michelangelo Merissi da Caragavaggio frente a Ranuccio Tomassoni, a quien le suspendió el aliento, en 1606.

El artista era quien sentía su pensamiento y al sentirlo lo dejaba libre de inmolarse o levantar el vuelo en la hoguera de los sacrificios: no importaba a dónde fueran todos, él se quedaba consigo, adentro de su vida y de su muerte, y no obstante ya no luchando por sobrevivir sino sólo vivir. Es que había reconocido también que somos sólo un juego de la vida interestelar.

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Surgía un artista, se le confundía con noticias. Aparecía la Iglesia, la empresa, o los críticos de arte acaparando un enjambre de significados. Necesitaban dinero para pagar su apariencia. La maldición de los críticos de arte, o de los que detentan ciertas formas de poder evaluador, son sus propios ojos. Casi todos los críticos de arte del mundo han tenido problemas oculares. La maldición de la Iglesia, enmascarar y convertir en prohibitiva la carne sobre la que se sustenta el espacio opresor de su palabra. La maldición de la empresa es eterna.

Gian Giacomo Caprotti da Oreno, el llamado Salai (Satán o Diablo), hizo trapos con el desnudo corazón de Da Vinci; aunque no se sabe de cierto si también con su sexualidad. Salai habría de sangrar a Da Vinci monetariamente y aun así, o por eso, el genio compartió su vida con él durante veinticinco años. Muchas pistas sobre el arte ligado a su momento debió haber insinuado la carne de Salai a Leonardo, como para que éste encarbonara su efigie en un dibujo prodigioso así como para enmascarar con su rostro el de Lisa Gherardini hasta fusionar de tal manera los dos rostros en el de la prisionera del tiempo para siempre, la llamada Mona Lisa. Así era el arte: la consagración de un alma cimentada con la savia del misterio, que siempre paga. Hay data a la que nunca podremos tener acceso. Como nunca sabremos si tenía nombre el caballo al que Nietzsche, entre sollozos, se abrazó a modo de otorgarle cierto consuelo o para pedirle perdón, en representación legionaria, por los latigazos que le propinó un cochero. ¿Qué pudo haber dicho Nietzsche a un caballo maltratado antes de arrojarse de lleno a la locura? ¿O realmente dijo algo? Muchos saben que esto ocurrió en Turín el 3 de enero de 1889, pero nadie nunca sabrá por qué el arte, el del pensamiento en este caso, arrojó de su ala protectora a Friedrich.

El cineasta Béla Tarr creó una película a partir del colapso de Nietzsche frente a un caballo maltratado, al que se le ha mostrado insistentemente a lo largo de la historia como habitante de la no ficción de la locura. Asistí al estreno de la película de Tarr en la Cineteca Nacional en la Ciudad de México. Al final de la función, el director fue asediado por no más de tres periodistas. Recuerdo que Tarr fumaba mucho y a casi todas las preguntas que se le hacían respondía con un no con la cabeza. Su película El caballo de Turín en ningún momento ahonda en la figura de Nietzsche ni tampoco da cuenta de la vida del animal más que ligado a explotación humana. Toda locura nace del hervor de lo cotidiano. “Volverse loco no sirve de nada”, dice un personaje creado por Carson McCullers; no recuerdo cuál.

El artista abría los ojos, descubriendo la imagen o el sonido que iban encadenando las palabras, e incluso admitía la inexplicable presencia de la música en la así llamada representación de la realidad (la imagen también congrega música, solo que el formato de la superficie siempre está callado). Abría los ojos y tocaba a la puerta de un camino. ¿Qué otro había de ser sino el camino hacia la carne pletórica de revelaciones o a la puerta que conduce a, paradójicamente, una salida de la carne?

La conciencia de la carne era fundamental en la vida de un artista (y el correspondiente pago de aranceles existenciales que ello le originaba). “No se puede escribir un poema sin la conciencia de un cuerpo”, me dijo Alfred Corn, un poeta con grandes sustratos del pasado aún muy vivos. Mucho menos aún se puede traer a las superficies alguna imagen si no se está en posesión del cuerpo propio, aunque la mente mientras tanto se haya puesto en vuelo, o en fuga temporal. Para emprender cualquier búsqueda de uno mismo, de nuestra carne, se requería también una mínima noción acerca de la naturaleza depredadora del cuerpo humano. Fue muy humano el pintor Francis Bacon al capturar sobre lienzos varias imágenes de su amante George Dyer siendo devorado por sus propios nervios, por el desarreglo de los sentidos que no lo condujeron a nada más que a la muerte. Es que Dyer no era artista, no sabía cómo estar en la vida y la muerte simultáneamente, o quizá sólo era que no podía con lo asombroso de lo real: su propia carne, su carne que se rehusaba a pagar los gravámenes por un sufrimiento que no le competía, que no quería ni podía pagar y por lo tanto lo endosó a su mente. Francis Bacon, en cambio, sí sabía lo que era tener conciencia de la carne y su detritus y de su pago correspondiente: “Recuerdo que estaba mirando una cagada de perro en la acera y de pronto lo comprendí; ahí está, me dije, así es la vida”. Como lo sabía también el poeta Arthur Rimbaud. Que Rimbaud haya tenido como amante a un perro es lo menos interesante de su biografía, ¡si acaso fuera cierto! Lo de mayor relevancia nunca nos será develado, ni siquiera sus intercambios carnales con Paul Verlaine pueden dar cuenta del pago de impuestos a los que su vida tuvo que atender con su propia piel, porque está en la parte subterránea de sus palabras, de su poesía, o en un puñado de resbaladizas imágenes que habitaron su psique. Agniezka Holland llevó a la pantalla la vida de Rimbaud con Verlaine, enfocando su lente a un precipitado desenlace en la esquina de una imagen arrancada de un supuesto sueño premonitorio de Rimbaud: a través de la cámara sólo alcanzamos a ver una parte del camastro cargado por varios hombres, en donde yace el poeta, enfermo, en Harar, y yacerá más adelante en la película a cuadro completo, con una pierna tumefacta, la misma que luego le sería amputada, hasta quedar convertido el poeta, según su propia designación, en un muñón inmóvil. En lo que hay algo de veracidad, porque así lo escribió él, es que quería experimentarlo todo con su cuerpo y creía que un poco de destrucción era necesaria. “Hay que ser absolutamente moderno”, escribió Rimbaud, instando a inaugurar una nueva etapa del ser humano, pero sobre todo una nueva visión del artista: la renuncia. Pagó por ello, vaya que pagó, con la barbarie de calvarios que fue su corta vida.

Otro que pagó a golpe veloz y con toda su carne, y a muy temprana hora de su historia fue Egon Schiele. “El arte no puede ser moderno; el arte es eterno” escribió en una acuarela aguada y lápiz que pintó en una celda, en 1912. La obra aloja la imagen de dos sillas. Si Schiele conoció la prisión fue porque se le acusaba de secuestrar a una niña, de querer retener para sí la carne púber. Su condena a final de cuentas fue por realizar dibujos obscenos. Y naturalmente que la obscenidad tuvo sus asomos en las obras de Schiele, aunque fue el arte, el de su tiempo con todo y que para él el arte fuera eterno, lo que impidió a lo obsceno entrar por completo a la escena pictórica de sus cuadros. Quien lo tenía decidido desde un principio no cesaba en andar toreando el arte y sus extremos, otra forma de mostrar conciencia plena de la materia, y alzándose por encima de ella la savia del misterio. Nunca dejó Schiele de pintar sus cuerpos claramente hambrientos de mostrar sus carnes, las interiores e incluso las no tocadas ni por la enfermedad ni la miseria. Que su vida haya expirado a los 28 años por una gripa muestra un arte precipitado a colmarse con todo néctar del surtidero de la carne. “Un capítulo especialmente escabroso de mi ropero era la ropa interior”, le confió a su amigo y promotor Arthur Roessler, al aludir su situación material a los dieciséis años. Una frase propia de un poeta precoz en la procuración de enigmas para sus futuros biógrafos.

Oskar Kokoschka lamentaba que a Hitler se le hubiese suspendido su examen de ingreso a la academia de Artes. “Habría ahorrado al mundo muchas calamidades”. Adolfo se empeñaba en hacer arte a pesar de su incapacidad, y de que no se le abrían las compuertas como diplomáticamente actualmente se hace, y terminó llevando su frustrado empeño fuera de las superficies, hasta poner en escena al monstruo que habita y crece en alguna parte del sistema nervioso de todo ser humano. Ya Aristóteles aludía que el hombre necesitaba de las imágenes “para pensar en el tiempo lo que está fuera del tiempo”. Y Hitler es la prueba más contundente: buscó muchas imágenes de sí y las encarnó en los otros. No sabía que el artista era quien pagaba los más altos aranceles y no precisamente a las arcas de un Estado. Leonora Carrington sí que lo supo, incluso al estar en una etapa de su vida en la que pareciera no saber nada más que lo que sabía a través de la dislocación de todos los sentidos: el reino de Abajo, que no era más que un pabellón, no desprovisto de ciertos lujos, en un sanatorio psiquiátrico en Santander, a donde se le condujo tras ser declarada loca.

Las bienales de arte internacionales de hoy día se dividen también en pabellones, igual que solían estarlo los manicomios. ¿Fue una fuga psicogénica la de Leonora como lo que les ocurre a algunos de los personajes en las películas de David Lynch? Quizá, lo cierto es que su locura la llevó hasta dentro de sí misma y de los reinos que creó su cerebro y su sistema digestivo, con los que fundó una fortaleza desde donde defender su cuerpo, y recreó el mundo entero mediante la adoración de sí misma y el reconocimiento de que en ella se aglutinaba un poder cósmico para liberar a su país y a toda Europa del maligno poder hitleriano, ¡una artista queriendo ocupar el mismo lugar de Cristo! La locura de Leonora fue el pago, quizá uno de los más altos de los que se tenga memoria, de la que la artista no pudo sustraerse en una sociedad ya transida por la admonición rimbaudiana de ser completamente modernos, aunque en el Abajo de esa consigna, bien podrían aún bullir las palabras de San Juan de la Cruz, dando fe del éxtasis de ser mirado por lo intangible: “Cuando tú me mirabas, tu gracia en mí tus ojos imprimían”.

Mientras que Rimbaud escribió “Un poco de destrucción es necesaria”, el pintor Bram van Belde fue más contundente al afirmar: “Toda seguridad debe ser destruida”. El arte siempre va más abajo, tiene qué pagar más. Abajo, el lugar al que quería llegar Leonora Carrington.

Bram van Velde dijo “Toda seguridad debe ser destruida”, refiriéndose incluso a la seguridad que puede aportar el lenguaje, las palabras y a las que él, más que renunciar, se acomodó en su justa medida, tanto que cuando hablaba, si acaso, lo hacía como si el lenguaje fuese una extensión, desnuda e indefensa, de su propia pintura. Bram van Velde pagó los aranceles que le correspondían al ser arrojado a la miseria que lo acompañaría toda su vida. Aceptó la separación, el desprendimiento de una sociedad que había acatado la modernidad como la puerta al gran estercolero de lo que ya no estaría de moda. Y se entregó al Afuera, que aunque parezca en realidad un viaje interior no es más que el claro acatamiento de que si uno paga se debe incluso pagar desde una entrega total a la derrota, así esté uno roto en mil pedazos.

Aunque quizá más ilustrativo sería para los ávidos de la dilucidación y detractores del misterio algún dato sobre el funcionamiento del laberinto del oído, como el de Francisco de Goya y Lucientes, pintor de cortes, es decir de un ala de la Iglesia.

Poco se sabrá de las diligencias o contenciones sexuales, en un sentido de la actividad genito-muscular, del cuerpo de Vincent van Gogh que hayan incidido en su decisión de obsequiar su lóbulo mutilado a una prostituta. Esta imagen poderosísima de un instante de su existencia desafortunadamente no se pintó (aunque existe autorretrato con la oreja ya vendada, y es de 1889) y ha llegado a nosotros sólo a través de la anécdota y el registro biográfico.

Quizá la “locura” no pueda recordarse a sí misma, desde su memoria, o mirarse de frente, como el sol o la muerte. ¿Pero el cuerpo, recordará?

Que Bram van Velde encarnara la derrota y su consecuente pago desde Afuera quizá sea una muestra de que el artista tiene que defenderse como si estuviera defendiendo siempre su propio cuerpo y el libre albedrío de su sistema digestivo. Cosa absolutamente contraria fue lo que le ocurrió al mexicano Martín Ramírez quien, tras un colapso mental, se quedó a habitar su fuga psicogénica en un siquiátrico de Estados Unidos y desde ahí proclamó y emitió su correspondiente pago a su desacato de no ser moderno. Ramírez llenó su tiempo, ese espacio mental extremadamente comprimido en su caso, con paisajes de vías férreas, caballos y jinetes. Y claro, a escondidas siempre de la severa vigilancia de médicos y siquiatras. ¡Con su propia saliva tuvo que moldear los materiales con que trajo a la superficie las imágenes de ese presunto yo, al que arribó con gran ímpetu para no dejarlo jamás!, un yo bien diferente al yo que se le había asignado socialmente.

Crédito: Liliana Pedraza

“La pintura requiere una exigencia enorme, que la sociedad moderna ni se imagina”, dijo Balthus, como si se tratara de una exigencia divina, un camino o un tramo para llegar a lo intangible y hacer cuentas claras con la mayor representación del temor humano. “Estoy convencido de que la pintura es un modo de oración, un camino para llegar a Dios”, dijo. Cosa muy contraria a lo que el pensamiento de Lenin dictaba: “Balthus nunca fue pobre, aunque tuvo sus periodos de dificultad, que él exacerba hasta convertirlos en un argumento del calvario artístico”. A él el cobro que se le impuso tuvo que ver más con una categorización de sus imágenes, a las que el ojo crítico arrojó al pozo del erotismo, y por lo tanto, con el transcurrir del tiempo, en una sugerencia pornográfica. Vivía un poco obsesionado con las palabras con que los demás se habían acercado a sus niñas pintadas. “Mis niñas no son Lolitas desvergonzadas”, declaró. Y estaba en su derecho de esclarecer lo que no había surgido como los ojos de los demás suponían. Con escándalos se paga también. Pero en el caso de Balthus quizá el mayor escándalo es el que se forjó con su investidura mística desde la más sedosa comodidad del ermitaño.

Van Gogh no pintaba para ganarse la vida con satisfacción, ni para aprender lo que no podía aprender, ni tenía por qué, abismado como estaba, con empujón social de por medio, en el árbol de sus propios nervios y visiones. Sin embargo, sabía que había que pagar por la felicidad de pintar. De observar y registrar lo que no está ocupado.

Por supuesto, en el caso de Van Gogh el misterio del arte se vuelca hacia la aprehensión de la naturaleza y de la presencia o ausencia humanas en todo lo que de extremadamente vivo o perturbador pudo haberle parecido lo uno o lo otro, de los, en principio, indómitos colores en lo que él ve y con los que su vida misma se fusiona; del desplazamiento de la noche hacia la plena luz solar de Arles, en el sur de Francia, en confluencia con inciertas dislocaciones o reacomodos de sus sentidos a una realidad interior, vuelta cuadrilátero de combate entre el pensar o no pensar, entre una vocación para trastocar los estatutos del arte de su tiempo o en vivir, como única vocación, en función del triunfo del espíritu sobre cuerpo y mente.

Frente a la zozobra de la pobreza: la indiferencia, el rechazo de una sociedad incapaz de asir o admitir ya materializadas en pintura sus visiones en sus estados posiblemente “sin pensamiento”: la cromática nada de la eternidad, que bien podría sintetizarse como un intento de “vaciarse de mundo”.

La camisa de fuerza corrió por cuenta de la sociedad de su tiempo y de la historia.

Ya Francisco de Goya y Lucientes había paisajeado las aberraciones de su entorno y las surgidas de su propia psique, a raíz de choque entre razón social y avance de progreso de su tiempo: pago de aranceles. Pinta Corral de locos en 1794, cuando su “enfermedad”, esa indefinición científica, lo ha apresado desde dos años atrás. Y es precisamente en esta etapa de su mal en que crea gran parte de los Caprichos, aguafuertes y aguatintas en donde se fijan las visiones de su inconsciente.

La extraordinaria artista cubana Ana Mendieta, precursora (¿o iniciadora?) del body art, dijo: “tuve que decidir entre ser criminal o ser artista”. El filósofo alemán Theodor Adorno escribió: “todas las obras de arte son crímenes no cometidos”. Y qué bueno que así sea, digo yo. Francisco de Goya y Lucientes tituló a una de sus obras gráficas: “El sueño de la razón produce monstruos”. Frida Kahlo escribió en su diario: “Nunca pinté sueños, solo pinté mi propia realidad”. Egon Schiele escribió en uno de sus dibujos: “Reprimir al artista es un delito, es asesinar a la vida cuando germina”. Francis Bacon dijo a su entrevistador y biógrafo David Sylvester: “Intento construir imágenes partiendo directamente de mi sistema nervioso. No sé siquiera lo que significan la mitad de ellas… Mis pinturas tratan de un tipo de psique. Tratan de mi tipo de entusiasta desesperación”. La desesperación del artista, un gravamen más para pagar.

El público está callado, y mirando fijamente el color negro de sus pantallas. Quizá pregunta en dónde se encuentra él en todo esto.

Amanece.

Hay otro infierno encimándose en el infierno de los gravámenes.

Hay siempre otra historia.

Y el público llora lágrimas de cocodrilo.