Eran tardes frescas, agradables, amistosas y multitudinarias. Un grupo de personas, la mayoría de ellos escritores con uno o varios libros publicados, se reunía frecuentemente en La bodega, un restaurante de la colonia Condesa en la que se comía bien, se bebía mejor y las tardes pasaban muy rápido.
Era la década de los ochenta y en plena efervescencia de las múltiples conversaciones de pronto irrumpía la risa de todos a propósito de un chiste, anécdota o chisme revelado en voz alta y que involucraba a uno de los comensales.
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Uno de esos comensales era Rodrigo Moya. A quien ya le reconocían su “avanzada” edad y no era para menos, pues era el mayor de todos: Vicente Leñero, Rafael Ramírez Heredia “el Rayo Macoy”, Silvia Molina, Aline Petterson, Gerardo de la Torre, Hernán Lara Zavala, Joaquín Armando Chacón, Joaquín Diez-Canedo, “el gordo” Mendoza, Marco Aurelio Carballo, Bernardo Ruiz, Guillermo Samperio, David Martín del Campo y varios comensales más, que de manera inconsistente acudían los jueves a La bodega.
En ese restaurante y varios de esos jueves se llegaron a congregar más de treinta personajes de la literatura, la escritura, la cultura y la vida para charlar, simplemente para charlar y disfrutar de la compañía de los otros. Elaborando proyectos de toda índole: literarios, laborales, revolucionarios, burocráticos, de viaje o de fiesta.
En ese entonces no recuerdo si Rodrigo seguía fumando, pero lo que recuerdo con nitidez es su presencia en medio de la mesa que iba, poco a poco, imponiendo el tema y ritmo de la conversación. Seducía con anécdotas que soltaba de poco a poco y lograba germinar el interés entre los otros; reclamaba el servicio del restaurante y podría afirmar categóricamente que era de mala calidad la comida o la bebida, argumentando su rechazo al aludir a la preparación de las cubas o al color de las verduras.
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Allí lo conocí y empecé a acercarme tímidamente a esa figura que podía contradecir a todos, imponer su narrativa, rechazar los argumentos y discutir de todo: literatura, historia del mundo y México, guerra, pistolas, mar, clases de perros, arqueología, deportes, alpinismo, senderismo, colecciones, artes plásticas, cine, teatro, fotografía, fotógrafos, ambientes culturales, política, partidos políticos, sindicalismo. No presumía, no ostentaba, no deseaba ganar la discusión. Simple y llanamente conversaba y debatía.
El azar de la vida hizo que los proyectos de trabajo y de vida nos acercaran. Primero fue eso: jugar squash. Nos organizamos un grupo de amigos para jugar los lunes por la noche en un squash de Coyoacán: David Martín del Campo, su hijo Pablo Moya, un servidor y Rodrigo Moya. De esas noches de juego recuerdo una característica de Rodrigo Moya: su pasión. Se empeñaba en cada punto dar su máximo esfuerzo y sonreír, siempre sonreír si ganaba o perdía el punto.
Por esos tiempos, Rodrigo Moya nos rentó, a un grupo de trabajo, una oficina en la casa de Cruz Verde, misma en la que editaba y producía la revista Técnica Pesquera. Y a partir de la frecuencia del squash y la oficina en Cruz Verde, logré que Rodrigo me invitara a comer en su casa los sábados. Sábados de comidas placenteras en compañía de Susan Flaherty, su esposa, y algún otro invitado sorpresa. Sábados de escuchar música, ir al cine o simplemente volver a charlar. Y en esa casa de Fernández Leal descubrir que Rodrigo conocía a todos, los había conocido o tratado, había interactuado con artistas, literatos, guerrilleros, líderes sindicales, líderes de partidos políticos de México y América Latina. Era una delicia y un gozo su compañía
Lo mismo era para educar a sus perros (llevarlos a nivel de concurso), un par de bellos Airedale terrier, coleccionar orquídeas (también de concurso), mostrar y explicar su colección de conchitas de mar cuidadosamente clasificada y ordenada en un par de vitrinas de su casa (solicitada por varios museos del mundo). También podía darte una cátedra sobre la pesca en el mar, en los distintos mares, ríos y lagunas; explicarte el tipo de pesca de cada sitio o conversar sobre las dificultades que tenía con una de sus máquinas de impresión o argumentarte porqué el basquetbol no le gustaba: le parecía un deporte que sólo lo practicaban seres con el defecto de ser demasiado altos.
Rodrigo Moya vivía con intensidad y con los cinco sentidos, pleno y a cien kilómetros por hora. Estar cerca de él era una suerte de carrera en la que no podías rendirte, pues él no se rendía. ¿A qué horas leía, investigaba, coleccionaba y escribía? Era un misterio. Lo recuerdo en sus casas de Fernández Leal, Cruz Verde y la última morada, la de Cuernavaca, en la que de vez en vez me solía invitar a comer.
Ordenó su archivo, un archivo impresionante que mereció la atención de todos los investigadores de fotografía en México y en el mundo. Con una sencillez, pero con disciplina logró que su trabajo fotográfico fuera reconocido y querido. Llegó su momento público y, al fin, el mundo de la fotografía revaloró todo su trabajo. Llegaron las exposiciones y los libros, los homenajes y los reconocimientos. Le escatimaron el Premio Nacional, a mi juicio.
Entrañable Rodrigo te recuerdo con tu sonrisa, tu cabello blanco y esa sutil forma de ser un Titán con la sensibilidad social a flor de piel.