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Leibniz, las hojas no están en blanco

Este texto aborda el pensamiento del visionario alemán que negó la mente como una tabula rasa y buscó un lenguaje lógico universal

Retrato de Gottfried Leibniz, por Christoph Bernhard Francke. Crédito: Museo Herzog Anton Ulrich
28/12/2025 |01:02Hugo Alfredo Hinojosa |
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Siempre he pensado que la vida es demasiado corta, así que vale la pena intentar hacer aquellas cosas que de verdad nos hacen felices, aunque eso traiga complicaciones y esfuerzo. Es más fácil decirlo que llevarlo a cabo, lo sé, pero creo que es mucho más duro vivir con el remordimiento de no haber dado ni siquiera el primer paso hacia nuestros sueños. Y pienso que, en mayor o menor medida, todos deberíamos aspirar a ser un poco como esos hombres del Renacimiento: personas sin límites aparentes, curiosas, polifacéticas y dispuestas a explorar todo lo que el mundo ofrece. Leibniz encarnó perfectamente ese ideal: fue uno de los últimos grandes polímatas de la historia, un genio que brilló en filosofía, matemáticas, lógica, derecho, historia, diplomacia e ingeniería, sin encasillarse nunca en una sola disciplina. Digamos que era muy curioso.





Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), junto a René Descartes y Baruch Spinoza forma el equipo estelar del racionalismo, pero él iba más allá: soñaba con explicar todo el universo con pura razón, con un orden claro y lógico que se pudiera entender como si fuera una ecuación gigante. Vivió justo cuando la ciencia moderna estaba despegando y todo el mundo discutía cómo sabemos lo que sabemos. Mientras los empiristas como Locke insistían en que todo empieza por la experiencia, Leibniz defendía a muerte que la razón llega mucho más lejos: hay verdades necesarias que no dependen de lo que veas o toques, y la filosofía tenía que ser tan rigurosa y demostrable como las matemáticas. De hecho, él mismo inventó el cálculo infinitesimal al mismo tiempo que Isaac Newton, así que no hablaba por hablar.

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Crédito: mente filosófica

El corazón de su filosofía es el principio de razón suficiente: nada pasa ni existe sin una razón que explique por qué es así y no de otra forma. Para él, esto era lo que hacía que el mundo tuviera sentido. Nada de azar loco ni caprichos sin explicación: todo tiene su porqué racional, aunque a veces nos cueste descubrilos. Y para rematar, recuperó el viejo principio de no contradicción de Aristóteles: una cosa no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo y en el mismo sentido. Con estos dos principios armó su sistema: las verdades necesarias (matemáticas, lógicas) se apoyan en no contradicción; las contingentes (lo que pasa en el mundo real) necesitan de razón suficiente para que las entendamos.

En el terreno del conocimiento, Leibniz le plantó cara a John Locke, que veía la mente como una hoja en blanco. Él decía: «Sí, la experiencia cuenta, pero no todo viene de fuera». En sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (una respuesta directa a Locke) soltó esa frase que se ha hecho famosa: «No hay nada en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos… excepto el propio intelecto». Es decir que la experiencia llega, pero la mente ya trae herramientas innatas para organizarla, como un software que viene preinstalado. Y ahora viene lo más alucinante: las mónadas, que explicó sobre todo en su libro póstumo, la Monadología. Las mónadas son las piezas básicas de la realidad, según el filósofo: sustancias simples, indivisibles, sin materia ni tamaño. Cada una es como un punto de vista único que percibe y refleja todo el universo entero desde su ángulo. Pero ojo: no interactúan entre sí. Nada de choques causales. Es, por decirlo, un principio que sostiene el orden del caos.

Entonces, ¿cómo es que el mundo parece tan coordinado? Aquí entra la armonía preestablecida: Dios, al crear todo, sincronizó las mónadas como relojes perfectos que marcan la misma hora sin tocarse. Cuando parece que tu mente mueve tu brazo, en realidad ambos procesos van en paralelo porque Dios los programó así desde el principio. Con esto Leibniz salva el problema mente-cuerpo sin caer en los líos de Descartes ni en el ocasionalismo.

La visión leibniziana de las mónadas, esas unidades simples e inmateriales que reflejan el universo entero desde su propio punto de vista sin interactuar directamente entre sí, ha encontrado una resonancia profunda y transformadora en el pensamiento de Gilles Deleuze, especialmente en su libro El pliegue: Leibniz y el Barroco (1988). Deleuze reinterpreta las mónadas no como sustancias cerradas y estáticas, sino como pliegues infinitos del espacio, el movimiento y el tiempo: cada mónada es un pliegue que envuelve el mundo entero en su interior, pero un pliegue dinámico, que se despliega y repliega constantemente, generando perspectivas singulares y multiplicidades.

Y hablando de Dios… para Leibniz era el ser más perfecto y racional posible. De ahí sale su idea más famosa (y la que más polémica ha dado): vivimos en el mejor de los mundos posibles. En su Teodicea argumenta que Dios, entre infinitos mundos que podría haber creado, eligió el que tiene más bien y menos mal posible, todo según las reglas de la razón. No niega el mal, claro: distingue el mal metafísico (ser finitos e imperfectos), el físico (el dolor) y el moral (el pecado). Según él, un mundo sin ningún mal sería más pobre, menos variado, menos perfecto en conjunto. Voltaire se burló mucho de esto en Cándido con su Pangloss diciendo «todo va bien en el mejor de los mundos» mientras le pasaban desgracias… pero la idea de Leibniz sigue siendo uno de los intentos más serios y sistemáticos de darle sentido racional al sufrimiento… yo pienso que tan solo intentó darle sentido a Dios.

Por último, Leibniz soñaba con una característica universal: un lenguaje lógico perfecto que expresara cualquier idea con claridad y permitiera resolver discusiones como si fueran cálculos matemáticos. No lo logró del todo, pero fue un visionario brutal para la lógica moderna y la informática del futuro.

Cuando estudié filosofía hace más de 20 años, recuerdo que nuestro profesor del seminario de Hegel nos contaba algo que se me quedó grabado: que después del 2030 empezarían a salir nuevos escritos de Leibniz, porque todavía están descifrando y publicando todo lo que nos dejó. Era un dato que sonaba a ciencia ficción, pero lo recuerdo perfectamente y no lo he olvidado. Los invito a investigar el tema: la edición completa de sus obras (la Akademie-Ausgabe) lleva más de un siglo en marcha y aún quedan miles de páginas de manuscritos por editar.