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La muerte de Dios (tercera parte)

Sobre el desafío que implica el triunfo de las ideas de filósofos como Nietzsche, Sartre y Derrida

La nihilista del pintor franco-polaco Paul Merwart (1882)./ Wikimedia Commons
10/08/2025 |01:04Hugo Alfredo Hinojosa |
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La Muerte de Dios es el Santo Grial de la adolescencia y del pensamiento fatídico que tiende a las telenovelas; no lo digo en un sentido negativo, pero debemos continuar con el análisis para entender que no se trata de la muerte del mundo en sí. En el pensamiento moderno, Dios ha sido problematizado hasta el punto de ser visto no solo como un constructo cultural, sino también como una potencial amenaza a la libertad humana. La idea de Dios, en su formulación tradicional, a menudo implica un marco de autoridad absoluta, un sistema de normas que puede percibirse como un castigo o una restricción a la autonomía del individuo.





En las tradiciones religiosas, particularmente en el judeocristianismo, Dios aparece como el creador omnipotente, omnisciente y omnibenevolente, cuya voluntad establece las leyes morales y ontológicas del universo. Esta concepción, profundamente arraigada en textos como la Biblia o el Corán, coloca a Dios como el fundamento último de la realidad y de la ética humana. Sin embargo, esta autoridad absoluta puede percibirse como un mecanismo de control que limita la libertad del individuo. El concepto de pecado, por ejemplo, introduce una noción de transgresión que implica castigo divino, lo que puede interpretarse como una coerción psicológica y moral. La idea de un Dios que juzga, premia o castiga según el cumplimiento de sus mandatos establece una relación de dependencia en la que la libertad humana queda subordinada a una voluntad externa.

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La crítica más contundente a la figura de Dios como restricción de la libertad humana llega con Friedrich Nietzsche en el siglo XIX. Nietzsche proclama la "muerte de Dios”, una metáfora que no solo señala la pérdida de fe en las instituciones religiosas, sino también la disolución de los fundamentos metafísicos que sustentaban la moral tradicional. Para Nietzsche, Dios no es solo una figura religiosa, sino el símbolo de un sistema de valores que reprime la vitalidad y la creatividad humana. La moral cristiana, con su énfasis en la obediencia, la humildad y el castigo por la transgresión, es vista por Nietzsche como una “moral de esclavos”.

La “muerte de Dios” implica una liberación, pero también una crisis. Sin Dios, el ser humano queda desamparado ante la tarea de construir sentido en un universo absurdo. Este vacío existencial, lejos de ser un castigo, es una oportunidad para la emancipación, pero solo si el individuo asume la responsabilidad de su libertad. La figura de Dios, en este sentido, no solo es un obstáculo por su autoridad normativa, sino también por su papel como proveedor de un sentido prefabricado que exime al ser humano de enfrentar la contingencia de su existencia.

Ahora bien, el siglo XX, marcado por las guerras mundiales y el horror del Holocausto, intensifica la crisis de la figura de Dios. El existencialismo, especialmente en la obra de Jean-Paul Sartre, radicaliza la idea de que la ausencia de Dios es la condición de la libertad humana. Sartre argumenta que la existencia humana es radicalmente libre porque no está predeterminada por ninguna esencia divina. La frase “el hombre está condenado a ser libre” encapsula esta visión: sin un Dios que fije el propósito o los valores, el individuo debe crearlos desde cero, lo que genera angustia, pero también una libertad absoluta. Albert Camus es un autor fundamental que vale la pena revisar, al igual que William Golding; es importante leerlos a fondo, pues entender su literatura ayuda a visualizar el existencialismo desde otro escenario de nuestra naturaleza.

Esta libertad no es un regalo, sino una carga. La idea de un Dios que observa y juzga puede ser opresiva, pero también proporciona un marco de seguridad y sentido. En su ausencia, el ser humano enfrenta la “náusea” de un mundo sin propósito intrínseco, como describe Sartre en su novela homónima. La figura de Dios, en este contexto, aparece como un mecanismo de control que, aunque limitante, ofrecía una ilusión de estabilidad. La liberación de esta figura implica asumir la responsabilidad total de las propias elecciones, lo que puede percibirse como un castigo en sí mismo debido a la angustia que genera.

La secularización del siglo XX, acelerada por los avances científicos y tecnológicos, refuerza esta percepción de Dios como un obstáculo a la autonomía. La ciencia, al explicar fenómenos antes atribuidos a la voluntad divina, reduce el espacio de lo trascendente, mientras que movimientos culturales y políticos, como el marxismo, critican la religión como un instrumento de opresión. Karl Marx, en el siglo XIX, ya había descrito la religión como el “opio del pueblo” [sin vislumbrar que su ideología también derivaría en opio], un mecanismo que aliena al ser humano de su capacidad para transformar su realidad. En este sentido, la figura de Dios se convierte en un símbolo de pasividad frente a las injusticias sociales, un castigo implícito que perpetúa la sumisión.

Hacia el final del siglo XX, la posmodernidad introduce una nueva perspectiva sobre la figura de Dios. Filósofos como Jacques Derrida y Jean-François Lyotard cuestionan las grandes narrativas, incluidas las religiosas, que pretenden ofrecer verdades universales. En este contexto, Dios deja de ser una figura monolítica para convertirse en un signo fragmentado, interpretado de múltiples maneras según el contexto cultural e individual. La deconstrucción de Derrida, por ejemplo, no elimina a Dios, sino que lo reinterpreta como un “significante vacío”, un concepto que puede ser rellenado con significados diversos, pero que ya no ejerce la autoridad absoluta de antaño.

En la posmodernidad, la disolución de esta figura libera al individuo, pero lo enfrenta al desafío de navegar un mundo sin certezas absolutas.

Empero, Dios, como símbolo de autoridad absoluta, puede percibirse como un castigo que limita la autonomía al imponer normas y significados externos. La “muerte de Dios” nietzscheana, la angustia existencialista y la secularización del siglo XX liberan al ser humano de esta autoridad, pero lo enfrentan a la responsabilidad de crear su propio sentido en un mundo sin garantías. Esta libertad, aunque emancipadora, no es una victoria absoluta, sino un desafío continuo que exige al individuo asumir el peso de su existencia en un universo sin un Dios que lo guíe o lo castigue.