En Fue un simple accidente (Yek tasadef sadeh, Irán-Francia-Luxemburgo-EU, 2025), efervescente film 11 del autor total iraní mianehense de 65 años recién liberado de su arresto domiciliario Jafar Panahi (El globo blanco 95, No es una película 11, Tres rostros 18), mundial y unánimemente celebrada Palma de Oro en Cannes 25, el mecánico automotriz expreso político Vahid (Vahid Mobasseri) atiende a un cliente nocturno con pata de palo (Ebrahim Azazi) que, al lado de su esposa embarazada (Dalmaz Najafi) y una hijita de 6 años (Afssaneh Najmabadi), acaba de atropellar a un perro en el camino, y el buen Vahid cree reconocer en él a su feroz torturador en prisión Eghbal, arde en furia vengadora, lo secuestra al día siguiente, lo lleva a un desierto cercano donde cava una fosa y empieza a enterrarlo vivo, pero las negaciones de culpa aulladas por su ahora víctima le clavan la duda sobre su verdadera identidad, por lo cual lo mete atado y con mordaza en un baúl metálico de su camioneta para ver si su amigo el sabio vendelibros también expreso político Salan (George Hashemzadeh) logra identificarlo, pero éste sufrió la tortura con los ojos vendados y lo remite con la colérica fotógrafa de bodas asimismo extorturada Shiva (Mariam Afshari), quien primero se niega y luego acepta echarle una ojeada al posible monstruo de sadismo, junto con su explosiva amiga excompañera de celda Goli (Hadis Pakbaten), justo la engalanada novia que estaba retratando con su guapo prometido todoaceptante Alí (Majid Panahii), aunque la gigantesca duda prosigue sobre el ahora sedado Eghbad, y el indignadísimo grupo se aglomera en el vehículo de Vahid para ir a arrancarle una opinión definitiva al energuménico Hamid (Mohamed Ali Elyasmehr), la omnirresentida expareja de Shiva que, tras protagonizar agrios sainetes con ella y con dos policías corruptos, está a punto de matar cuanto antes y allí mismo al torturador asesino perfectamente reconocido, pero quienes se encargarán de ejecutarlo en el desierto serán la titubeante Shiva y un ablandado Vahid que, en un rapto de misericordia ha concurrido al llamado de la hija del asqueroso Eghbal para llevar a parir de urgencia a su madre embarazada, antes de la imperiosa escena final de un revolvente e inesperado perdón punitivo.
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El perdón punitivo se define sociopolíticamente por un extraño, absurdo y sin embargo sostenido afán de totalidad, o más bien, de totalidades, a cada episodio o lance fenoménico: totalidad psicológica de reacciones posibles ante la herida absoluta e inolvidable recibida, reacciones movidas por el odio individual y el resentimiento social, tanto como por el impulso físico e incontrolable de venganza y justicia sagradas; totalidad de posturas con respecto a la duda metódica y filosóficamente concebida como voluntad ambigua o averiguación de una imposible verdad superior que va a redundar en regia e inconmovible base narrativa; totalidad de discusiones ideológicas probables alrededor del fenómeno de la tortura (“Él es solo parte de un sistema” y demás); totalidad genérica, con numerosos tipos de configuraciones dramáticas compactadas en una sola, trátese de la comedia de equivocaciones, el acerbo drama regido por el azar, el folletón descarado, el costumbrismo neorrealista de la crónica de un pueblo, la tragicomedia señera cotidiana (en la genealogía de los yugoslavos Makavejev o Kusturica y los rumanos Puiu o Jude), la tempestad en un vaso de agua al estilo iraní de Kiarostami o del propio Panahi cuando se atrevía seguir filmando irónicas cintas denunciadoras pese a su arresto doméstico sin opción de salida ni exilio, la farsa negra alegórica y alucinada que jamás pierde la audacia ni la lucidez, el melodrama chantajista sentimental distanciado más delirante, la amarga requisitoria elevada a juguete rabioso y descorazonador, y la fábula moderna minimalista que se concentra en torno de una sola situación llevada a sus últimas consecuencias cual tema y variaciones quasi musicales.
El perdón punitivo apoya sin embargo el conjunto de su sentido en la erección de una totalidad monstruofílica/monstruofábica, con ese sádico monstruo torturador en primera línea significante y en segundas instancias encubiertas que resume en sí todas las vanaglorias patrióticas (presumiendo la prótesis sustitutiva de una pierna perdida en la guerra con Siria) y todas las prácticas conocidas locales de la tortura: colgar de los pies durante tres días, llevar a la familia del prisionero para ablandarlo, concertar simulacros de ahorcamiento de un cautivo o la desfloración de una presa virgen para que no pueda entrar al paraíso, entre muchas otras atrocidades tan inenarrables cuan retorcidas, aunque oportunamente invocadas como catarsis colectivas, ante ese monstruo ejemplar de un régimen criminal que ilusoriamente dará berridos descompuestos al confesar y admitir sus excesos autoprotectores terminantes.
El perdón punitivo recurre a una típica estructura de bola de nieve dramática para ir practicando sobre la marcha, sin temor ni reserva, la estética del momento perfecto, por medio de imágenes-pináculo, imágenes-desembocadura y sencillas imágenes-viñeta que equivalen a brutales cambios de tono, tales como la placidez de la axial hija de Eghbal dormidita en un corredor del hospital tras haber logrado salvar las vidas de su madre y su hermanito bebé, o la resiliencia de la pareja potencial de Shiva y Vahid sentados de espaldas en la parte trasera de la camioneta-cómplice luego de abandonar al exagente policial junto a un cuchillo sarcásticamente liberador en mitad del desierto físico y mental.
Y el perdón punitivo pasa sin transición ni respiro del grito desgarrado a una visión en apariencia anticlimática del héroe retomando su mecanizada vida diaria como si la quietud reconciliada y el sosiego político se hubieran vuelto esperanzadora y optimistamente posibles en esa sociedad desmembrada por fanatismos y sepultada bajo cicatrices irrestañables.
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