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Había llegado a un barrio muy alejado y totalmente desconocido para mí, en busca de una tienda de ultramarinos privada de la que me habían hablado maravillas en una de las colas que había hecho. Me encontré con una tienda de aspecto polvoriento y hasta promiscuo, pero no exenta del encanto de aquellas chabolas de los arrabales que había llegado a conocer durante los primeros años de mi infancia, y en las que, además de peladillas y aceite a granel, jamón de Praga y mechas para lámparas de queroseno, azúcar de patata y papel matamoscas, se vendía vainilla en rama, mermelada, levadura y harina de maíz. En su semioscuridad profunda siempre olía a canela, a rancio y a petróleo en una nostálgica mezcla. Pero, esta vez, bajo los celofanes manchados por las moscas y en los estantes embadurnados y antiguos, se divisaban magníficas tartas de chocolate decoradas con nata, montones de caviar de Manchuria, grandes chorizos de Sibiu y enormes aceitunas. Recuerdo que compré de todo, con cierta desgana y un sentimiento de desconfianza; como si no estuviera segura de que fueran reales y esperase que fueran a desaparecer de un momento a otro dejándome con la miel en los labios y el dinero en la mano. Nada de eso ocurrió. Me disponía a salir, contenta, por supuesto, pero también un poco ofendida, porque era evidente que los demás clientes, arrabaleros y gitanillas, compraban apáticos e indiferentes y acostumbrados a la abundancia. Su indolencia me hacía pertenecer —aunque sólo en secreto— a un mundo inferior y me transmitía el temor de haber entrado ilegalmente en sus dominios, de los que me podían expulsar en cualquier momento. Así pues, me apresuré hacia la salida, vacilando un poco porque en el marco de la puerta se apoyaba, casi bloqueando el paso, una mole de hombre con el rostro congestionado y sudoroso, con un mandil de goma grande que le llegaba hasta las botas, en las que había introducido los pantalones de un uniforme difícil de definir. El hecho de que el coloso estuviera de espaldas a mí y mirara hacia fuera, me hizo pensar —¡qué optimista!— que yo escapaba a su atención. Así que intenté deslizarme sin ser observada por el estrecho espacio que quedaba libre. Casi lo había logrado cuando, sin apenas moverse, la mano del gigante me agarró del brazo.
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—¡Camarada! —le dije—, ¿cómo se atreve? —Pero creo que mi voz no resultó muy convincente, y recuerdo que, en realidad, ya contaba con ello—. Le ruego que me
suelte inmediatamente —añadí. Sin embargo, lo que estaba sucediendo no me extrañaba, y la falta de asombro equivalía casi a un consentimiento que disminuía notablemente la intensidad de mi protesta.
El hombre se tambaleó un poco —lo cual me hizo pensar que estaba borracho— y me arrastró fuera, al centro de un descampado en el que crecían algunos arbustos y que se abría entre las casas bajas típicas de la periferia, con largos patios recubiertos de vides. Su mano sudaba sobre mi brazo desnudo y, al intentar soltarme, se deslizaba arriba y abajo,ensuciándome la piel. Cuando se paró —en una extraña posición—, consiguió atrapar uno de mis zapatos entre sus inmensas botas, inmovilizándome así un brazo y un pie, y aunque intentaba alejarme de él hasta casi descoyuntarme los miembros, sentía, pese a todo, cómo me invadía su insoportable hedor de gordo borracho, fumador y sudoroso. No decía nada, ni me miraba siquiera, sólo me sujetaba imperturbable, con tanta indiferencia que empecé a pensar si no me habría confundido con otra persona.
—¡Señor! —grité, pensando que tal vez lo halagaría este apelativo. Lo hice en un tono mucho más alto de lo que hubiera exigido la proximidad entre nosotros, porque me parecía difícil penetrar su impasibilidad y, además, albergaba la esperanza de poder atraer con mis gritos la atención de alguien dispuesto a auxiliarme—. ¡Señor!, yo a usted no lo conozco, y probablemente usted tampoco me conoce a mí; por favor, suélteme inmediatamente; le ruego que, por lo menos, me mire para convencerse de que no me conoce y de que tiene que soltarme.
Tal como esperaba, el vocerío atrajo a algunos curiosos. O, tal vez, no eran más que los clientes que se apresuraban hacia la tienda. De todos modos, pensé que estaba salvada.
—¡Socorro! —les grité viéndolos acercarse—. ¡Ayúdenme! No conozco a este hombre, no sé qué quiere de mí. Se ve que está borracho o, tal vez, loco. Les ruego que me ayuden a soltarme la mano y el pie.
Pero ellos se quedaron a una distancia prudencial, mirando curiosos y sin ninguna intención de intervenir. Hacían comentarios y suposiciones propias de unos espectadores a los que no se puede oír desde el escenario.
—¡A saber lo que habrá pasado entre ellos! —dijo uno que, probablemente, venía de algún patio cercano, porque todavía llevaba en la mano unas tijeras de podar vides y tenía los dedos manchados de tierra.
—No conviene mezclarse en los asuntos entre un hombre y una mujer —añadió otro que llevaba en la mano un bolso de plástico, señal de que iba a la compra.
—Pero no es mi marido, ni siquiera lo conozco, no lo he visto en mi vida —dije a voz en grito, desesperada y sin acabar de creer que pudieran considerar marido mío a aquella montaña de grasa, que apestaba a vino ordinario. Al mismo tiempo, me di cuenta de que no me creían. Yo hablaba casi disculpándome y eso me perjudicaba, mientras que la pasividad inarticulada de aquella bestia parecía causarles mejor impresión. El número de curiosos había crecido y, además, el público había cambiado: los mirones del comienzo, aburridos de tanto fisgar, habían sido reemplazados por otros, recién llegados, que proseguían con los mismos comentarios y ante los que yo reanudaba, cada vez más desesperada, las llamadas de socorro. En realidad, algunos se acercaban corriendo, como si se apresuraran a salvarme, pero, una vez llegados, se paraban, descubriendo, quizás, en la escena vista de cerca, algo que les impedía hacerlo. No entendía lo que estaba ocurriendo y, sobre todo, no reparaba en cómo era posible que la incompatibilidad entre mi carcelero y yo no fuera evidente para todos... ¿Cómo podía haber alguien que, después de vernos, aún pudiera suponer que había una relación entre nosotros?
—¡Ayudadme! —repetía, cansada de mi propia voz, mientras intentaba liberar mi brazo, amoratado e intensamente dolorido—. ¡Liberadme! ¡No conozco a este hombre, no sé quién es, no tengo nada que ver con él! ¡Liberadme!
Lloraba desde hacía tiempo, decidida a no hablar más cuando, entre lágrimas, me pareció ver en el gran círculo de espectadores la figura conocida de un compañero de redacción. Me sequé rápidamente las lágrimas con la manolibre, porque ya hacía tiempo que había soltado las compras, que estaban ahora tiradas en el suelo, desempaquetadas y llenas de polvo. Sí, realmente era él. Nuestras miradas se cruzaron y me saludó con un exagerado respeto, totalmente inadecuado dada la amistad que nos unía.
—¡Qué suerte —grité— que hayas caído por aquí! ¿Tú también has oído hablar de esta tienda? Mira lo que me ha pasado. Un borracho oligofrénico la ha tomado conmigo.
Ayúdame a soltarme de sus garras.
Pero mi compañero no se movía, me miraba intensamente como si hubiera querido transmitirme un mensaje que temía pronunciar.
—Este es mi destino —le dije, esforzándome por reír—. Tengo un verdadero talento para atraer, sin querer, a todos los locos. Sabes que también en la redacción preguntan a menudo por mí todo tipo de psicópatas. ¿Pero a qué esperas? ¡Ven a ayudarme! ¿Víctor, te has vuelto loco tú también, a qué esperas?
Pero inmóvil, me miraba con infinita tristeza, lamentando que lo obligara a hablar.
—No puedo ayudarte —me dijo, pronunciando las palabras con claridad un poco pedante, como si fuera a hablar en un escenario o a través de un micrófono—, es muy fuerte; lamento mucho que no te des cuenta de la situación en la que te encuentras.
Y mientras decía esto, no parecía ni incómodo, ni avergonzado lo más mínimo por su cobardía, sino, todo lo contrario, estaba casi ofendido por mi insistencia carente de tacto.
—Pero sois muchos —vociferé exasperada ante tanta cobardía—, no tenéis más que sujetarlo para que yo pueda soltarme la mano.
—Siento que no comprendas la situación —repitió con la misma dignidad y sin bajar unos ojos que continuaban transmitiéndome algo que yo no lograba entender. Es extraño que, aunque todo parecía una pesadilla, nunca, en ningún momento, se me ocurrió pensar que aquel acontecimiento no fuera real y que estuviera soñando. Al contrario, todo me parecía real, incluso demasiado real: las caras de los que me miraban, las palabras que me llegaban, el hedor del que me sujetaba y su silencio vacío y carente de significado; lo ridículo de la situación es que no conseguía, sin embargo, anular la desesperación y que no era más que una imitación torpe, pero convincente, de una pesadilla.
En mi creciente exasperación, como una fuerza que aumenta por momentos acompañada por una precisión surrealista de los sentidos, vi entre el público, diezmado por la monotonía del espectáculo, a dos soldados muy jóvenes, probablemente recién alistados, con las mejillas
todavía infantiles y los cuellos desnudos —desprotegidos de la melena recién cortada— emergiendo blancos y frágiles de su uniforme.
—¡Chicos! —los llamé, al descubrir su mirada amistosa y dispuesta a solidarizarse con la mía—. Ayudadme vosotros; no es posible que tengáis miedo también. El ejército ha sido
siempre valiente y no se ha dejado intimidar por bestias y cobardes. ¡Salvadme!
Y para mi infinita y todavía desconfiada alegría los vi avanzar y acercarse, aparentemente halagados —llegué ingenuamente a pensar—, dado que había confiado en ellos y los había llamado. Pero, a menos de medio metro, se apartaron con precaución del absurdo grupo escultórico que formaba junto con mi carcelero y, de repente, uno de ellos osó lanzarse contra aquel gigante, y sacar del bolsillo trasero, que el mandil dejaba al descubierto, un cuchillo de
hoja no muy larga, triangular, afilada por ambos lados. Y, como si no arriesgara nada, empezó allí mismo, en la inmediata cercanía del gigante, a examinar el cuchillo, a probar su filo, tocándolo, y después se lo dio a su compañero para que lo examinara también. Luego, como conclusión de su análisis, los dos introdujeron cuidadosamente el cuchillo en el bolsillo de donde lo habían sacado y me dijeron amigablemente, en un tono sigiloso y conspirador, como si me comunicaran un secreto que pudiera salvarme:
—No se le puede atacar, está armado. —Muy cariñosos, y satisfechos de haber cumplido honradamente con su deber, se alejaron con premura: ya tenían otra misión.
Me callé un rato. Dejé de forcejear, agotada por el esfuerzo y por mi incapacidad para comprender. En el silencio que se había impuesto, se oían, ensuciadas por la saliva y pronunciadas como en sueños, las injurias impersonales del borracho, no dirigidas a nadie en concreto. Los espectadores se dispersaron un tanto decepcionados. Víctor se quedó, mirándome de una manera tan profunda como críptica. También había un hombre alto, evidentemente un intelectual, junto con algunas viejas del vecindario que se compadecían del borracho y que hacían comentarios a gritos sobre mi vestimenta y el color de mi pelo, encantadas de que yo pudiera oír su desaprobación.
No podía esperar nada más y tampoco podía imaginar cómo iba a acabar aquella historia. Un cansancio sin límites se había apoderado de mí y tenía ganas de dejarme caer, sostenida exclusivamente por el puño cerrado que, como unas esposas inalterables, me aferraba el brazo por encima del codo. Entonces, mi mirada se cruzó con la del intelectual y este se dirigió a mí en un tono deferente y un tanto suplicante, como si nada de aquella escena que estaba viviendo fuera insólito ni hubiera existido; como si yo tuviese que ayudarlo.
—A usted la conozco, pero no sé de qué —dijo, y luego me preguntó sonrojado y un poco incómodo—: ¿Ha trabajado, tal vez, en la Casa Scânteii o quizás, en la policlínica Sahia? Atónita, asentí con la cabeza y murmuré en voz baja, sin ninguna esperanza: —¡Sálveme, por favor, sólo tiene que ayudarme a soltar el brazo! No conozco a este hombre y no sé qué quiere de mí. Fingiendo no haberme oído, levantó la mano como para
frotarse la frente, pero en el último momento renunció y, de repente, exclamó alegre: —¡Oh! Ahora recuerdo; no tiene que contestarme, no la conozco, sólo se parece a alguien, tiene un extraordinario parecido con una persona.
—No sé a quién me parezco —murmuré—, pero ¡ayúdeme, por favor, se lo suplico, ayúdeme!
Totalmente sordo, fascinado por su propio descubrimiento, seguía mirándome ensimismado, incluso sumamente encantado, y dando vueltas a mi alrededor.
—¡Un parecido asombroso! De hecho, quizás, usted también haya oído hablar de ella; seguramente le han dicho más veces que se parece a Ana Blandiana. Es un parecido absolutamente fascinante.
—No —le dije, con una leve esperanza y un tanto avergonzada por lo que no había hecho nunca hasta entonces—, no me parezco; soy yo misma, me llamo Ana Blandiana.
Me alegro de conocerle, pero, ahora, por favor, ayúdeme. No obstante, no hizo nada. Se paró y me miró de una manera indefinida, con una incipiente aversión. Mi decla ración parecía haberle estropeado la alegría de la similitud recién descubierta, o, tal vez, no sabía si debía creerme o no. Viendo que vacilaba irritado, sin saber cómo retirarse, se apoderó nuevamente de mí la desesperación, una especie de desesperación desvergonzada, desprovista de la menor reticencia, y empecé a gritar con una voz histérica que hasta entonces desconocía, y con una necesidad de exhibición inimaginable:
—Señor, no se vaya, no me deje. Soy yo misma, Ana Blandiana; me ha visto en la televisión. Si no me cree, se lo puede preguntar a mi compañero de redacción. —Y con la certeza de que no me iba a creer, ya que Víctor había desaparecido entre tanto, seguí gritando, ahogada en sollozos, con un terror que iba en aumento—: Puedo recitarle poemas, puedo decirle cuándo nací y los libros que he publicado, de dónde viene mi pseudónimo, lo puede comprobar en cualquier diccionario de literatura contemporánea.
Tenía la sensación de que me estaba desnudando, arrancándome a trozos la ropa y sintiendo cada vez más frío, pero no podía parar y desgarraba los últimos pedazos, los últimos harapos. Y, mientras lloraba e imploraba, intenté agarrarme a la manga de aquel hombre, que, contrariado e incómodo, se alejaba mascullando:
—No, sólo me ha parecido. En realidad, no se parecen tanto. Le ruego que me disculpe, estas confusiones me pasan a menudo. ¡Suélteme, por favor, suélteme!
Pero yo seguía sujetándolo desesperada y, como sentía que los dedos se me quedaban dormidos, agarré con la otra mano el borde de su chaqueta. Entonces me quedé de piedra: tenía las manos libres. Y el pie también. El tipo que me tenía prisionera me había soltado y, cambiando de posición, buscaba algo debajo del mandil, en los bolsillos de los pantalones. Luego, sacó un pañuelo grande y se limpió la cara como si empezara a despertarse. Se encontraba, además, a unos pasos de mí, de modo que, por un instante, pensé que nunca me había agarrado. Me miré rápidamente el brazo recién liberado, pero sólo descubrí un leve moratón redondo, del tamaño de un brazalete, menos ancho de lo que esperaba. Y, curiosamente, comprobar esto me produjo cierta humillación, pues no sabía, en absoluto, desde cuándo estaba libre ni cuánto tiempo había estado en poder de aquel hombre. Liberé mis dedos dormidos y me alejé despacio, sin ruido... Un paso, luego algunos más. El gigante se limpiaba ahora, cuidadosamente, la muñeca hinchada, como si alguien lo hubiera agarrado y le hubiera hecho una herida.
Las vecinas hablaban de otra cosa y el intelectual arreglaba su traje con aire ofendido. Nadie se fijaba en mí. Por un momento sentí el impulso de darme la vuelta y de huir, para demostrarme a mí misma que era verdaderamente libre, pero al instante me di cuenta de que nunca más lo sería si no era capaz de explicarme por qué, durante aquella pesadilla, no lo había sido. Y me detuve.