I.

El gobierno del presidente López Obrador ha desdeñado el federalismo. A lo largo de este sexenio se ha respetado la asignación de los recursos fiscales que corresponden a estados y municipios, pero las aportaciones del presupuesto federal han disminuido cerca de un tercio. La administración federal ha preferido controlar la dispersión de recursos de los programas sociales, centralizar la reforma educativa, gestionar el sistema de salud de manera directa, militarizar la seguridad pública, cancelar programas y revertir el flujo de transferencias hacia estados y municipios. Por lo demás, el presidente ha elegido qué obras de infraestructura apoyar en cada entidad, dejando en claro que se trata de su decisión personal.

Los triunfos del partido oficial y de sus aliados en las contiendas electorales locales no han modificado ese trato. Aunque las y los gobernadores de 23 entidades federativas han emanado de las filas afines al presidente y se dicen partidarios de la Cuarta Transformación, la centralización de las decisiones no ha variado. En los umbrales del final de este sexenio, no hay duda de que la fuerza del presidente ha sido proporcional a la creciente debilidad de los gobiernos locales.

Empero, sería inexacto suponer que esa ecuación de suma cero entre el gobierno de la República y los gobiernos estatales nació con este sexenio. En toda la historia mexicana, más presidencialismo ha equivalido siempre a menos federalismo, y viceversa.

II.

El federalismo mexicano nació del conflicto y ha vivido atenazado por las tensiones locales. Sus mejores momentos han correspondido con la debilidad de los gobiernos nacionales de turno, pero en ninguno hemos logrado consolidar instituciones capaces de sobrevivir en el largo plazo, ni de apaciguar las dificultades con los poderes centrales, ni de asentar una distribución sensata de competencias. Mientras más potente ha sido el liderazgo presidencial, más irrelevante ha sido el papel del federalismo. Quien busque predecir el futuro político de las entidades federativas, debe empezar por prever el poder que ejercerá la presidencia de la República.

Desde el origen, nuestro federalismo se planteó como una salida coyuntural ante el riesgo de la desintegración que amenazó el nacimiento de México. En aquellos años atribulados de ensayo y error, que corrieron de 1821 a 1824, las élites políticas locales exigieron el espacio de autoridad propia que ya les había sido reconocido (así fuese a medias) por la conformación de las diputaciones provinciales que nacieron con la efímera Constitución de Cádiz, promulgada en 1812 y cancelada apenas dos años más tarde.

Como sabemos de sobra (aunque nos guste olvidarlo), quienes consumaron la independencia no fueron “los héroes que nos dieron patria” —esos a quienes recordamos las noches del 15 de septiembre, desde el Porfiriato—, sino los criollos que se negaron a aceptar la derrota de Fernando VII y la imposición de unas Cortes liberales que les eran ajenas. Los así llamados Tratados de Córdoba fueron, en realidad, un pacto para romper con los liberales y restaurar a la monarquía. Así, el trono de México le fue reservado a Su Majestad o quien él designara entre los de su sangre, pero como eso era imposible —pues el Rey ya había sido sometido en España—, Agustín de Iturbide se invistió como emperador. Y en ausencia de normas propias (como lo relató en su momento Nettie Lee Benson en La diputación provincial y el federalismo en México), aquel criollo imperial recurrió al reconocimiento de las abolidas diputaciones provinciales para tratar de establecer un gobierno nacional con el respaldo de los notables y los poderosos de cada región.

En los umbrales del final de este sexenio, no hay duda de que la fuerza del presidente ha sido proporcional a la creciente debilidad de los gobiernos locales"


Mauricio Merino

III.

Desde ese momento y hasta muy entrado el siglo XIX, el federalismo se planteó como una salida para apaciguar las revueltas locales y, a la vez, como una amenaza a la integración nacional. Desde las provincias (como se les llamaba entonces a las que luego serían entidades federativas) se defendió con ahínco la solución federal; y desde las élites militares y eclesiásticas, al gobierno unitario. Unos se decantaron por el liberalismo que ya se había impuesto en Europa y en Estados Unidos y otros por la consolidación de la herencia de la Colonia. Con tino, Jesús Reyes Heroles (El liberalismo mexicano) identificó a ese periodo como “la sociedad fluctuante”, por el ir y venir entre la solución federal obligada por el conflicto y la solución unitaria exigida por los aparatos políticos nacionales, en una disputa que se desplegaría en once asambleas constitucionales hasta 1857.

Sin embargo, tampoco fue la Constitución liberal del 57 la que estableció el régimen federal de manera definitiva, pues después de su promulgación vendría la siguiente batalla por la hegemonía nacional, atizada por la invasión francesa y el establecimiento del Imperio de Maximiliano de Habsburgo. Vivimos entonces una guerra civil itinerante e intermitente que no terminaría sino diez años después, cuando los liberales encabezados por el Benemérito Benito Juárez —con el respaldo del gobierno de los Estados Unidos— vencieron en 1867 a los conservadores imperialistas.

A despecho del sentido común, los liberales vencedores de aquella contienda que había comenzado siete décadas antes tampoco lograron un arreglo político suficiente para apaciguar al país. Los presidentes Juárez y Lerdo, protagonistas de aquellos años, lidiaron con revueltas, alzamientos, proclamas y rebeliones con una intensidad semejante a la que ya había vivido el país, aunque esta vez la disputa ya no fuera con los conservadores. Una vez establecido el régimen federal y proclamada la vigencia de la Constitución liberal, lo que vino fue la necesidad de establecer la autoridad del gobierno de la República y eso exigió, inexorablemente, concentrar el poder y someter a quienes se rebelaban desde los gobiernos de los estados. Pero no fue sino hasta el Porfiriato cuando esa tensión se decantó, por fin, por la solución intermedia que marcaría todo el siglo siguiente: el federalismo en la piel, pero el centralismo en las venas.

IV.

Para serenar los conflictos, el sistema político mexicano se consolidó sobre la base de una dualidad que ha prevalecido hasta nuestros días: el respeto a la formalidad del federalismo, controlado por los aparatos políticos dirigidos desde el poder nacional. Dos planos distintos: el aparente, con gobernadores, poderes legislativos y tribunales estatales honrando la soberanía interna de los estados; y el real, con redes de alianzas, lealtades y arreglos pragmáticos para garantizar la dominación desde la Presidencia de la República. Esa fue la aportación principal de Porfirio Díaz a nuestra cultura política: la construcción de una dictadura que respetaba las formas de la República democrática; un régimen centralista, que controló el territorio con la obediencia de los gobiernos locales; un congreso que legislaba lo que el presidente ordenaba; y un poder judicial que aplicaba la ley, en la medida en que no contradijera al señor presidente.

Quien busque predecir el futuro político de las entidades federativas, debe empezar por prever el poder que ejercerá la presidencia de la República"


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La Revolución Mexicana se levantó, en principio, contra esa dualidad. Reclamó que las normas constitucionales se cumplieran y se enfrentó a la contradicción que encarnaba el dictador liberal. Empero, tras la derrota del aparato político que respaldaba a Porfirio Díaz y la traición del Ejército al presidente Madero, estallaron casi al unísono varias revoluciones que se habían fermentado por décadas. La Revolución se volvió plural con el fuego de la violencia en casi todos los puntos de la geografía nacional. Los Venustiano Carranza, los Pancho Villa, los Emiliano Zapata, los Carrillo Puerto, los Obregón emergieron en el segundo momento de la lucha armada, pero —tal como les sucedió a los liberales de la República Restaurada— a los revolucionarios también los venció la ambición. Al cabo de casi veinte años de guerra y conflictos, todos los líderes principales fueron cayendo entre sus disputas: todos, excepto Plutarco Elías Calles.

El líder sobreviviente no apeló a la letra de la Constitución. Lo que hizo fue convocar a la construcción de un nuevo aparato político que, sin vulnerar la piel del sistema, hiciera correr por sus venas un nuevo pacto de respeto recíproco e intercambio de favores y privilegios. Nadie propuso que se modificara el diseño del régimen o que desaparecieran las entidades federativas. Pero el nuevo partido nacional revolucionario hizo posible que cualquier nuevo intento de rebelión regional se apagara. Poco a poco, el sistema se fue perfeccionando hasta convertirse en la “monarquía, absoluta, sexenal, hereditaria por vía transversal”, según la descripción implacable de Cosío Villegas, que llegó a ser en los años setenta del siglo pasado.

V.

La alternancia en la presidencia de la república tras las elecciones del año 2000, abrió un nuevo intervalo en el que las instituciones formales, las que establece la Constitución, volvieron a respirar el aire de la pluralidad política. La derrota del PRI en la presidencia de la República no significó la caída de su aparato político en las entidades ni en los poderes legislativos, de modo que el presidente Vicente Fox no tuvo el respaldo de la mayoría de los gobernadores. Fue un presidente débil frente a sus oposiciones que, a su vez, se atrincheraron en los gobiernos locales.

Durante los primeros años del siglo XXI, el renuevo del federalismo volvió a ser un tema fundamental de la agenda política del país. Los gobernadores, incluyendo al entonces Jefe de Gobierno de la capital del país, se convirtieron en el principal contrapeso a las decisiones tomadas por el Ejecutivo Federal. En esos años, los gobiernos estatales se convirtieron en la punta de lanza de la descentralización y en el espacio político más codiciado por los partidos políticos. Pero una vez más, la potencia de las entidades no desembocó en la consolidación de sus instituciones, ni en la profesionalización de sus administraciones, ni en la democratización de sus decisiones, ni en la transparencia los recursos que usaron. En el nuevo equilibrio surgido de aquellas elecciones de fin de siglo, no se consolidó el régimen federal sino el poder propio de los gobernadores y sus partidos. Y aunque el gobierno de Felipe Calderón intentó revertir esa tendencia, especialmente en materia de seguridad pública, el choque constante con los gobiernos de los estados acabó minando la autoridad de la presidencia.

La derrota del PRI en la presidencia de la República no significó la caída de su aparato político en las entidades ni en los poderes legislativos"


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El regreso del PRI fue el resultado de esa confrontación orquestada desde los gobiernos locales. Y a su vez, significó la vuelta al presidencialismo. La ausencia de métodos democráticos de gestión pública en los estados, el peso excesivo de los gobernadores, los intercambios facciosos de puestos y presupuestos locales y la multiplicación de los actos de corrupción acabaron minando la promesa federalista con la que nació el nuevo siglo. Y más: los excesos y los abusos de los aparatos políticos partidarios pavimentaron el camino de la rebelión que sobrevendría en las elecciones presidenciales del 2018, encabezada por el candidato que ofreció derrotar para siempre a la vieja clase política y con ella, inevitablemente, la nueva versión del federalismo capturado y corrompido por los titulares de los gobiernos locales y sus aparatos electorales.

VI.

No habrá otra oportunidad para renovar el federalismo, mientras el gobierno de la República prefiera el control político partidario y deseche la construcción deliberada de instituciones políticas estatales capaces de albergar una gestión democrática, transparente, profesional y abierta al escrutinio de sus resultados. No la habrá, mientras el federalismo no se convierta en un proyecto asumido y encabezado, paradójicamente, por el gobierno central. No lo habrá, mientras la presidencia del país siga siendo el eje de las decisiones fundamentales y siga concentrando la mayor parte de los poderes.

Nadie debe culpar al presidente López Obrador de haber creado esa ecuación de suma cero entre la Presidencia de la República y las entidades federativas. Pero nadie puede, tampoco, suponer que el federalismo renacerá entre las cenizas, mientras prevalezca el proyecto de transformación encarnado en una sola persona. Nunca tuvimos un federalismo consolidado y, a juzgar por las circunstancias actuales, no lo tendremos por mucho tiempo. Más vale admitirlo: México es un país presidencialista, unitario y gobernado por aparatos políticos sucesivos. El federalismo ha sido y seguirá siendo, acaso, un espejismo en el horizonte.

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