A un año de estar al frente de la Ópera de Bellas Artes, podemos decir que la presencia de Marcelo Lombardero ha sido muy afortunada. Con todo y sus asegunes. Para cerrar esta primera temporada a su cargo, eligió una ópera mexicana, La leyenda de Rudel, de Ricardo Castro (1864-1907). Coincidentemente, el Centro Nacional de las Artes también cerró su propuesta operística anual con otra ópera mexicana, Paso del Norte, de Víctor Rasgado (1959-2023). Ambos montajes contaron con Rennier Piñero como director de escena, quien ha hecho por nuestra ópera más que muchos de nuestros registas. Les cuento:
Estrenada en noviembre de 2011 en el Teatro Macedonio Alcalá de Oaxaca, Paso del Norte consta de once escenas con libreto de Hugo Salcedo y “está basada en una historia real sobre un grupo de inmigrantes que, salvo uno, fallecieron sofocados tras quedar atrapados en el vagón de un tren cuando se dirigían a Estados Unidos”. La reposición, ofrecida del 21 al 23 de noviembre en el Teatro de las Artes por el paradigmático México Opera Studio (MOS), afincado en Monterrey, tuvo que modificar su distribución escenográfica para poder dejarle un rinconcito sobre el escenario al ensamble de vientos y percusión espléndidamente concertado por Alejandro Miyaki ya que –como dio a conocer este diario- las lluvias inhabilitaron el foso, y si de por sí el Cenart no tiene lana ni para papel en los baños, menos va a tener para enmendar semejante desperfecto.
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Lo admito: el lenguaje musical de Rasgado supera mi entendimiento, y aunque la “escuela” de Donatoni nunca fue my cup of tea, en esta ocasión hubo un par de escenas cuyo lirismo me conmovió y, dramáticamente, es una partitura que “acompaña” bien la trama. De los becarios que intervinieron, destacaron por su solidez y belleza tímbrica Kathia Alejandra (María) y Juan Arnulfo Tello (Sobreviviente). Con todo y ello, no fue lo que escuché lo que me atrapó, sino lo que ví: una puesta puntualmente trazada por Piñero, quien también “metió su cuchara” en el diseño de la escenografía, notablemente iluminada por Esaú Corona. Tan fue así, que tras asistir a la primera función, quise volver a la última.
Esta primera incursión del MOS en la cartelera capitalina superó todas las expectativas y si hubo algo que lamentar (además del foso), fue la pobre asistencia del público. ¡Cómo se añoran los buenos tiempos en que Ricardo Calderón Figueroa dirigía el Cenart! La programación era de primer nivel y su difusión estaba acorde a ella; recintos, jardines y áreas públicas lucían impecables… y lo más importante: los artistas recibían sus pagos puntualmente.
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Hacía 73 años que no se reponía en Bellas Artes La leyenda de Rudel “con todo lo que ello implica”, precisión pertinente, considerando que el grupo Solistas Ensamble la montó varias veces a piano, manera como pude verla alguna vez en la Sala Ponce. Llegó a decirse que la partitura estaba perdida. En realidad, sólo se había editado la reducción para canto y piano, y es hasta ahora que, a ciento veinte años de que fue completada, saldrá una edición crítica de la partitura orquestal, bajo el cuidado del Cenidim, a partir del montaje presentado los días 7, 9 y 11 de este mes.
Dice el programa de mano que, desde que se estrenó en el Teatro Arbeu el 1° de noviembre de 1906, se cantó en italiano esta ópera concebida “en un acto y tres escenas, con música de Ricardo Castro y libreto en francés de Henri Brody, basada en la historia de Geoffroy Rudel, un poeta del siglo XII que se enamora platónicamente de la condesa de Trípoli. Emprende un arduo viaje para conocerla, pero llega debilitado por su precaria salud. Conmovida, la condesa lo encuentra fuera del palacio, y Jaufré muere en sus brazos tras confesarle su amor”.
En abril de 2022, el MOS presentó un par de funciones de La leyenda de Rudel en Monterrey, ya en francés, y con la parte orquestal reelaborada por Jonathan Salas a partir de la versión para canto y piano. Dicha puesta en escena estuvo a cargo del Maestro Piñero, puede verse en Youtube y fue bastante bien lograda. Siendo una ópera prácticamente desconocida, ¿quién mejor que él para dirigir tan esperada reposición? Habiendo compartido muchas veces mis impresiones sobre su muy respetable trabajo, celebré la invitación que le hizo la Ópera de Bellas Artes. No he visto en México una mejor puesta de Carmen que la suya, y fue por su trabajo que volví a ver una segunda función de Paso del Norte.
Con La leyenda de Rudel también volví a presenciar una segunda función, aunque los motivos fueron muy diferentes. Considerando lo ocurrido durante la primera función, habría sido injusto emitir una opinión. Aquello parecía un remedo de La obra que sale mal, sólo que aquí moríamos de pena y no de risa. “Todo lo que podía fallar, falló: toda la técnica, todos los proyectores, todas las entradas, todos los servers de todo, y eso que se había probado. El colofón fue cuando los traps de uno de los escotillones no abrieron y fue imposible montar la escenografía formal como es con el barco. No es para disculpar un ápice de lo que fue la función, porque fue lo que salió”, me confió un avergonzado miembro del equipo de producción.
Así que ahí voy de nuevo el martes y, ahora sí, la función corrió: la escena del barco fue memorable y la música de Castro, con ese maravilloso final de wagneriana ampulosidad, exaltó al público. Al final, la ovación no pudo ser más honesta. Los protagonistas causaron muy buena impresión: Dante Alcalá dio cabalmente voz y vida a Rudel, Jennifer Velasco (Ségolaine) y Gabriela Flores (La condesa de Trípoli) cantaron con pasión y solvencia, aunque, por momentos, la orquesta tapó los sutiles pianísimos de La Condesa, ya que a pesar de todas las loas que le echan en el programa al concertador, Benoît Fromanger, no se caracteriza por una cuidadosa gradación de sus dinámicas. Coloquialmente, diría que tiene tres botones: mezzoforte, forte y fortísimo; y según uno de sus atrilistas “o no sabía seguir a los cantantes, o ellos no lo seguían, pero nunca hizo hincapié en ir juntos; nos dio libertad y supongo que eso también caló en las dinámicas”. Lástima, porque Luis Manuel Sánchez hizo sonar al coro mejor que muchas veces.
Ahí no paró la cosa: no sé si habrá sido por querer ir más allá de aquella puesta que tan bien le salió en Monterrey o por la emoción “de llegar a Bellas Artes”, pero creo que Piñero incurrió en un par de detalles que demeritaron su trabajo, y eso que estos “sí salieron” desde la primera.
El primero, la innecesaria inclusión de los poemas que rompían la continuidad y no aportaban nada a la trama, salvo la oportunidad para que varias personas abandonaran la sala mientras los padecíamos. Además, la proyección “tridimensional” de los textos tiene mucho que dejó de ser un recurso novedoso. El segundo fue el lastimero ballet posterior al bellísimo Intermezzo Oriental. ¿Para eso necesitaron dos “diseñadoras de coreografía? Qué tan ramplón y predecible sería, que una de mis compañeras afirmó que “la tabla gimnástica de una secundaria rural en Acaponeta era más imaginativa”, y viendo retorcerse cual tlaconetes con sal a tantas odaliscas, sólo pude pensar que La leyenda de Rudel acabó siendo La leyenda del burdel.
Bien dicen que “menos, es más”. Volví a Paso del Norte por lo que ví y no por lo que oí, y con La leyenda de Rudel me pasó justamente lo contrario: volví por lo que oí, mas no por lo que ví. Such is life…