El momento en que Cristina Rivera Garza dijo en voz alta, convencida y con firmeza, que era escritora, fue hace veinte años, cuando era responsable de un taller de escritura binacional entre Tijuana y San Diego, en el que como ejercicio sus alumnos cruzaban la frontera de ida y vuelta. En una ocasión, a los oficiales de inmigración les pareció sospechoso ese caminar, detuvieron al grupo y preguntaron quién era la responsable. Cristina Rivera Garza pronunció su nombre y dijo: “Soy escritora”.
“No es una coincidencia que esa declaración sucediera en compañía. Era una urgencia”, recuerda la escritora ganadora del Premio Pulitzer de Memorias y Autobiografía 2024, por El invencible verano de Liliana, novela que narra el feminicidio de su hermana y que la colocó en la mira internacional.
El taller binacional que impartía a inicios de los 2000 era para Rivera Garza una actividad “un poco secreta”, una labor que no compartía con amigos porque no se creía del todo que fuera escritora a pesar de que ya había ganado su primer Premio Sor Juana Inés de la Cruz por Nadie me verá llorar.

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“Ser mujer escritora sigue siendo complicado, hay muchos obstáculos, pero ya no es la rareza de finales del siglo XX. Al compartir esa práctica (de escritura) con otros, es cuando el nombre surge con mayor facilidad”, platica durante su visita a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
En entrevista, la escritora confiesa que Liliana la mantiene muy ocupada; estuvo en Madrid donde se realizó la adaptación al teatro de El invencible verano de Liliana y actualmente trabaja en el guion del documental que se hará sobre esa misma obra.
“Liliana sigue haciendo de las suyas, anda de un lado para otro y tengo que andarla siguiendo”, comparte.
En sus recientes libros, la juventud es un tema presente. En Lo roto precede a lo entero (El Colegio Nacional) recupera las ideas que escribió en su blog y ahora, reunidas, muestran las prácticas lectoras de la autora y su proceso de escritura.
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“Les llamo infraensayos. Son una especie de viñetas, textos cortos que vienen de una época muy productiva en mi vida, de hace años cuando tuve mi primer blog. Yo no sabía, no tenía manera de saber, pero se convirtió en una especie de escritura pública y, para alguien que escribe, poder publicar en el instante era una tentación que no pude resistir. Ese blog después se convirtió en un archivo. Y me di cuenta de que había esta serie de exploraciones muy rápidas, como flash fiction, de cosas que todavía creo”, señala. Este libro es el sedimento que se ha quedado con ella, añade.
Escribes, por ejemplo, que el futuro del papel depende de la lectura, no de la escritura.
Sí, en algunas cosas la provocación está muy dura. Hay otras que son más irreverencias. En la cuestión del libro, hubo esta época en que todo el mundo pensó que desaparecería. Estamos viendo que eso no es cierto, que regresa con gran fuerza, que nuestro énfasis en lo material lo está haciendo regresar más, que estamos oyendo discos en vinil, que nos gusta el sonido de la aguja ahí, que no queremos sonidos perfectos. Entonces, qué bueno que dije eso. Sí estaba atenta a lo que estaba pasando. Son pequeños ensayos que forman parte de mi arsenal y de mi práctica.
Para algunos, no hay otra cosa más amenazante que comunidades de lectores porque la lectura modifica percepciones.
Sí, y te abre a la imaginación. La gran virtud de la escritura es ese proverbial salto de ponerte en los zapatos de otros. Habitar el cuerpo de otro. Encarnar, decimos ahora; acuerpar, decimos ahora. Es el mismo arrojo que te permite visualizar otro mundo. Yo sigo creyendo en eso, en que independientemente de lo que se trate el libro, el libro te saca de ti mismo.
Los libros se cierran, pero se siguen desenvolviendo, empiezan su propia historia, se van desenrollando y se transforman en otra cosa, en conversación, disputa, obra de teatro, en un saludo en la calle... Me encanta que el libro sea indomable y que realmente sepamos poco de lo que le va a pasar cuando pones la palabra fin porque el destino depende de otro.
Hablando de modificar el pensamiento, ¿qué opinas de los comentarios del director del FCE sobre la literatura hecha por mujeres?
Es un comentario de una gran torpeza sobre una cuestión muy delicada. Estamos sosteniendo muchas y muchos una conversación fundamental para nuestros tiempos que tiene que ver con el género, con formas de dirimir la violencia de género, y eso por supuesto que compete al trabajo de la escritura.
Yo creo que es muy importante participar de esta conversación con lucidez, generosidad y sapiencia política porque a todos nos importa vivir en sociedades sin violencia —creo que todos nos beneficiaríamos— y la desaparición de la violencia de género empieza por no contribuir a la desigualdad ni a las jerarquías tan férreas que es de donde surge esa violencia.
Entonces, hay pésimos escritores hombres, hay buenos escritores hombres, hay pésimas escritoras mujeres y hay buenas escritoras mujeres. Creo que hay que afinar nuestro aparato conceptual para no caer en cosas tan delicadas como esta. Siempre he dicho que los que leemos por calidad literaria, leemos a mujeres y a hombres. Los que leen por cuestión de género, solo leen a hombres.
¿También eso habla de la visión y retos que tienen los editores?
Estamos viendo muchos más libros de mujeres en los estantes, en las conversaciones, pero todavía no son suficientes. Se habla de este boom de mujeres y muchas mujeres incluidas en este boom han sido supercríticas al respecto y con justificada razón porque hay mucho trabajo por hacer. Tenemos que insistir con editores, con burócratas, con todos y todas las que tengan algo que ver en el proceso de selección y publicación de libros. No es un asunto saldado, esto no es una cosa del pasado. Eso es un problema de hoy y hay que enfrentarlo como tal con miras al futuro.
En Terrestre hablas de la imposibilidad del viaje por la violencia.
Estamos en un contexto de la llamada guerra contra el narco y una de las consecuencias más palpables ha sido la reapropiación del territorio. Lo que eso significa para las nuevas generaciones es la imposibilidad de poner el pie, de atravesar material y corporalmente el territorio.
Terminé de escribir El invencible verano de Liliana y me quedé con la idea de que no todas las chicas murieron, que un buen número de mujeres jóvenes enfrentaron la violencia de género y sistémica y se las arreglaron para marcar el territorio. Nuestras ancestras salieron al mundo, se arrojaron, se arriesgaron, enfrentaron una serie de cosas; algunas, por desgracia, nos las arrebataron en el camino, pero otras siguieron.
¿Hay un interés por la migración?
Estamos viviendo en un mundo en el que el poder ha transformado la migración en un problema. No debería serlo, pero lo que ese discurso conlleva es la cerrazón y la petrificación de muros. No es casualidad que estuviera escribiendo Terrestre justo en este contexto porque quien camina sobre el territorio no obedece a bordes geopolíticos; quien va explorando el territorio y en su búsqueda atraviesa esos bordes, sin darse cuenta o a propósito, es en todo caso un desafío. Caminar es un desafío.
Vivimos en sociedades que nos mantienen en coches por largas horas y en situaciones inverosímiles. Por eso caminar, volver a tocar la superficie de la tierra con el pie, realmente parece una cosa inaudita. Me interesa saber qué nos ha dejado de pasar cuando lo dejamos de hacer, además de engordar, claro. En la ciudad hay viajes, también en las sierras y a las orillas del mar. Es decir, la geografía específica puede cambiar, pero el acto de la exploración corporal nos trae la provocación de la imaginación y el deseo.
Hay una violencia geográfica...
En sus orígenes, el capitalismo tuvo que crear terrenos planos para poder producir la agricultura industrial. Siempre esto que llamó agreste era lo que se le resistía y no por casualidad gran parte de los movimientos de resistencia a lo largo de la historia han encontrado sus refugios en las montañas, en los lugares que se les dice agrestes, se les dice hostiles, cuando realmente vistos desde la otra perspectiva, son hogares y lugares de refugio.
Una experiencia de la que partí para uno de los relatos es muy personal. Yo estudié sociología en la UNAM y tuve que hacer, como todo el mundo, servicio social. Lo hice con un movimiento urbano popular que existió en una colonia que se llamó Belvedere, al sur de la Ciudad de México. Estuve mucho tratando de pensar en cómo honrar una experiencia de ese tamaño. Algunos años pensé que tendría que ser una novela larga, pero después me metí en este texto que es más compacto.
¿La juventud te significó una etapa fuerte en cuanto a deseos?
Éramos muy jóvenes en términos de edad, pero en el fondo muy viejos. Los jóvenes que tienen esa edad ahora, no sé si se habrían metido en cuestiones tan masivas que implicaban un compromiso tan entero. Lo que me interesa de la noción de juventud tiene que ver con la gran generosidad radical de abrirse hacia el mundo sin, todavía, una cuestión de ganancia o de consumo. Decía Knausgard que los jóvenes son los únicos que tienen tiempo para considerar las grandes preguntas de la vida; ¿qué soy?, ¿a qué vine a la Tierra? A lo mejor tiene razón, pero me interesaba esa radical apertura que es una generosidad y una atención sobre el mundo.
Hay algo que viene junto con pegado, una noción y una práctica de complicidad: ¿qué es la amistad? Ese amor desinteresado, muy intuitivo, carnal y feroz. Esa es una energía que me parece que es definitoria de la juventud.