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Tuvo la precocidad de los grandes y parecía, desde luego, un personaje del Renacimiento: pintor, narrador, poeta, director de cine, documentalista notable y grandísimo amigo (si todavía los hay), Claudio Isaac Rueda fue una inédita reunión contemporánea de talento, creatividad y generosidad que ayer, de manera injusta y prematura, la muerte ha interrumpido.
Un día descubrió, entre las piedras de agua de río, la forma prodigiosa de pintar una conversación literaria que entabló consigo mismo (uno de los mejores lectores que he conocido) y con sus amigos, y creó una colección de piedras de río con los rostros de sus autores favoritos, algunas de las cuales me llevó de regalo una mañana a mi oficina y que para mi emoción y asombro, alumbran mi casa y todas las mañanas, al verlas me iluminan.
¿Cuánto no nos hizo unirnos Gómez de la Serna, Conrad, Pound, Valéry, Cortázar, Byron?
Entre esos muchos amigos que Claudio multiplicaba con su presencia, Margarita y yo nos volvimos destinatarios privilegiado de cartas, cuadros, regalos increíbles, piedras de río, recados, palabras generosas y abrazos, que lo hicieron siempre la presencia imprescindible, literaria, creativa, plástica, con la que marcábamos los días importantes del año y de la vida.
A los 25 años, luego de filmar varios cortos y de haber sido ya asistente de dirección de Arturo Ripstein, dirige en 1982 El día que murió Pedro Infante, una película que Claudio, con un extraordinario sentido narrativo, supo hacer que describiera a una generación que creyó en cambiar la realidad y que logró profundas transformaciones “hasta culturales”, dijimos un día, esas que en apenas unos breves años, la estupidez institucionalizada ha destruido, sin que exista esperanza pronta de que regresen. Pero eso, qué bueno, ya no lo sabrá el gran Claudio.
Hijo del memorable Alberto “El Güero” Isaac, otro gran cineasta, periodista y caricaturista legendario, y de la artista plástica Lucero Rueda, Claudio abrevó de ellos y de su tío Abel Quezada, y de su amigo y maestro Luis Buñuel, el arte, la generosidad y el humor, y con el desparpajo de saber que fue el hombre más guapo y amoroso de su generación, realizó los mejores testimonios documentales sobre Octavio Paz y Jaime Sabines, que hizo junto con Sara Elías Calles. Esas dos grandes piezas documentales son reconocidas ahora como los mejores trabajos de estos escritores por el mundo cultural y audiovisual y él tuvo el cuidado de dejarnos claro que era dueño de los derechos de autor y de permitirnos gratuitamente su transmisión, violentando, como sabía que hacíamos con constante imprudencia, todos sus derechos de autor.
Como escritor nos sorprendió con libros de integridad sorprendente: Alma húmeda y Cenizas de mi padre, entre otros, son dos grandes testimonios que serán recordados entre el género contundente y feroz de la memoria literaria.
Entre él, su entrañable Jaime Kuri (quien seguramente ha clausurado un gran territorio de su corazón este día, como muchos de nosotros) y yo, inventamos una serie documental que describía nuestras obsesiones, héroes literarios y personajes entrañables: Palabra empeñada, que hicimos en TV UNAM y que es, sin duda, un legado maravilloso de su forma breve de mirar la eternidad literaria y la amistad.
Mirarlos a él y a su esposa juntos, la extraordinaria y bellísima artista y maestra Tihui Gutiérrez fue, en los últimos bellos años de su vida, no solo un disfrute estético, sino también una forma de la felicidad. “Qué seres más hermosos”, decíamos al verlos; y mirar la belleza de su hija, fue una evidencia de los cientos de años con los que la belleza se construye y se renueva. Ahora saber que no lo abrazaremos de nuevo, y que no lo veré más nunca, es una forma contundente de la devastación personal que con ferocidad la realidad nos asesta.
Este país desolado, es ahora el México que ya no tiene la luz de Claudio Isaac.