Una selva y un mar del Pacífico, verdes los dos, como hechos de la misma sustancia. Madrugadas negras e insondables. El corazón de una maraña salvaje, robusta y primitiva, hecha de malezas descontroladas, sonidos confusos y rumores amplificados, colores apocalípticos, alimañas casi mitológicas, árboles como gente monstruosa. En esa Noche negra (2025) vive Rosa, que alguna vez fue mujer de ciudad y hoy habita un infinito que la acorrala y —parece— quiere atraparla en sus entrañas. Su pareja, Gene, se va por unos días para buscar una visa y resolver su situación de irlandés en tierra colombiana. Ella, en su soledad no buscada, cree que “le picó el bicho de la selva" y vive temerosa, inerme y cercada anticipando la amenaza con visiones que la persiguen, imaginando lo peor de esos ojos que “la espían sin que ella pueda verlos”.

La de Rosa es una vida atravesada por el miedo a la locura que cree haber heredado de la abuela y el abandono persistente de los hombres de su mundo; una oscuridad interior que es tan propia como la noche; el terror ante los espíritus y el secreto que la selva desea preservar; el dolor como castigo; la angustia, criatura de patas largas que le crece en la garganta; la violencia de los débiles contra otros que lo son aún más.

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¿Qué fue lo primero que apareció en su cabeza cuando pensó en escribir Noche negra?

Lo primero fueron la casa y la mujer: una mujer sola en medio de la selva en una casa a medio construir que no tiene aún las cubiertas de las ventanas y la puerta. Es una imagen sugerente que puede resumir la novela: una novela sobre la soledad, los miedos y la inquietante naturaleza alrededor.

En La perra ya había hecho un ejercicio narrativo muy rico describiendo la selva y un entorno no urbano. ¿Cómo desarrolló la investigación y las lecturas que alimentaron esta novela?

Viví nueve años en la selva del Pacífico colombiano, en un lugar muy parecido al de la novela. Ese lugar me sirvió de inspiración y los nueve años que pasé allí funcionaron como trabajo de campo. El lote donde vivía era grande y mi exesposo y yo lo convertimos en un jardín botánico. Me dediqué a clasificar y aprender sobre las plantas y los animales que lo habitaban. Tenía un blog de fotos donde iba consignando mis hallazgos. Mi ex (cuando aún era mi esposo) tuvo un problema médico y se tuvo que ir tres meses. Esos tres meses los pasé sola, con mi perra, mi gata y mis gallinas, en una casa que no estaba terminada, si bien sí tenía la puerta y las cubiertas de las ventanas. Esas experiencias fueron mi principal investigación. Por otro lado, para ambientar los años universitarios de Rosa y su pensamiento político estudié la historia de la violencia en Colombia desde el principio de los tiempos hasta los años ochenta, en que transcurre la novela. La paz, la violencia: testigos de excepción, de Arturo Alape, fue una de las lecturas que más me sirvieron. Lo recomiendo. Es un libro que todos los colombianos deberíamos leer. También leí sus ficciones, los libros testimoniales de otros exguerrilleros como Antonio Navarro Wolff, Vera Grabe y María Eugenia Vásquez y los excelentes trabajos de investigación de Patricia Lara, Germán Castro Caycedo y Darío Villamizar. Finalmente, hice algunas consultas sobre el comportamiento de los murciélagos a biólogos especializados para crear al que se instala en el patio de Rosa, para saber qué tipo de murciélago, si un vampiro como ella cree o alguno de otro tipo.

Hay un riquísimo y poderoso trabajo escritural alrededor de la mente de Rosa, alimentado no solo por lo que piensa, sino además por sus recuerdos, sus sueños, sus vívidas visiones y todo aquello que anticipa. ¿Cómo fue el trabajo narrativo ahí?

Para hacer esta novela llené muchas libretas. Tengo algunas para el contexto histórico, donde iba a anotando lo que aprendía en los libros sobre la violencia en Colombia y la historia desde los años cuarenta (cuando nace Rosa) hasta los años ochenta (cuando transcurre la novela). Y luego tenía una gran libreta sobre Rosa que comprende ese mismo periodo histórico. En esa libreta anotaba, a medida que los iba creando, la historia de sus hitos y sus traumas: cuando entró al colegio, cuando su abuela olvidó recogerla por primera vez, cuando entendió por qué a su abuela no le gustaban los vecinos y ciertas profesoras, cuando vio cómo unos niños mataban al murciélago, cuando se enamoró de Fermín en la universidad, etc. Así, poco a poco, fue haciéndose una persona compleja y yo fui entendiéndola. No tengo en la vida real mujeres cercanas de la edad de Rosa. Mi mamá era menor que ella, lo mismo que mis tías maternas. Mi papá y mis tías paternas son mayores. Entonces me costaba encontrar referentes. Como dato curioso, me sirvió mucho el trabajo de la Biblioteca de Escritoras Colombianas, del que soy editora. Allí pude leer mujeres nacidas en la misma época que Rosa y conocer sobre sus vidas y su pensamiento.

Otro asunto muy bello es esa especie de correlato del estado psíquico y emocional de Rosa: la geografía y el paisaje mismo.

En la ciudad se nos olvida que dependemos de las fuerzas de la naturaleza y que estamos a merced de ellas. Tenemos llaves por las que sale el agua, bombillos que nos dan luz de noche, techo y paredes que nos protegen del viento y la lluvia… La ciudad está siempre iluminada y no advertimos las fases de la luna ni su influencia sobre nosotros. Cuando llegué a vivir a la selva, y no teníamos luz en la casa ni había un gran centro urbano cerca, me sorprendió la oscuridad en las noches sin luna y la claridad en las de luna llena; vi cómo el pasto y las uñas crecían más rápido con la luna creciente, cómo la madera cortada en ese tiempo se pudría rápido, cómo por las noches yo no podía parar de escribir y no dormía hasta que llegaba la luna nueva y caía rendida; dependíamos de las mareas para pasar al pueblo y del estado del mar parar viajar a la ciudad; era inútil hacer planes para el día siguiente porque podía llover con una ferocidad que imposibilitaba cualquier trabajo o acción… En resumen, entendí que yo era parte de la naturaleza y estaba determinada por ella, aún en la ciudad, aunque no me diera cuenta. En Noche negra quise recordarnos esto: no somos distintos ni especiales y no estamos separados de la naturaleza; le pertenecemos y todo lo que hacemos, pensamos y sentimos es una manifestación de ella.

También es muy interesante ese suspenso permanente que sostiene durante toda la novela, esa idea de que todo está a punto de ocurrir (dos estrellas que están por apagarse, la última línea de sol, “el último aliento de un desahuciado”).

Me gustan las historias sencillas y cotidianas en las que todo el tiempo estamos temiendo que algo malo suceda. Tenía a Rosa en su cotidianidad y un gran elemento para construir esa sensación de amenaza: la selva. Cuando vivía allá, nativos del pueblo, hombres y mujeres fuertes, me contaban que ellos nunca habían subido al acantilado. Les preguntaba por qué y me decían que porque la selva les daba miedo. “Uno siente como que lo están mirando”. Es cierto, la selva tiene algo de siniestro. Entonces traté de aprovechar eso al máximo: construir los ruidos que no se sabe de dónde viene ni qué o quién los produce, la oscuridad, la espesura, los animales peligrosos como las serpientes, las arañas y las fieras, el calor asfixiante, la sensación de que hay algo o alguien observándote… También tenía a los vecinos, que apenas se va el marido de Rosa cambian y pasan a mirarla con otros ojos: se ponen coquetos y hay un par que empiezan a acecharla.

A través esta historia nos encontramos con las que Melba Escobar llama “las heridas, los errores, las vergüenzas de nuestra primera tribu, que es la familia”. ¿Cómo le dio estructura a esos fantasmas y dolores familiares dentro de la novela?

Creo que la respuesta a esta pregunta, aunque no lo parezca, se relaciona con la anterior. Rosa se queda sola y empieza a sentir varias amenazas sobre ella: la de la selva y la de los hombres, que mencioné antes, pero además otra peor, la más terrible de todas: ¿Qué pasa cuando nos quedamos de verdad solos y en silencio? Por silencio me refiero al silencio de la civilización. ¿Qué pasa cuando nos quedamos de verdad solas y en medio del bullicioso silencio de la naturaleza? Que empezamos a oírnos y a encontrar eso que tratamos de tapar con la televisión, la radio, internet y el contacto con los otros: nuestro dolor. Nuestro miedo más profundo, me parece, es a nuestro propio dolor, el primigenio, que llevamos desde antes de nacer y cargamos en los genes y en la historia familiar.

Otro asunto clave es que usted sobre la mesa el asunto de las violencias que se ejercen sobre las mujeres, y la manera en que Rosa actúa al respecto (la necesidad instintiva, aunque también pensada y estratégica de “actuar” para protegerse en ciertas situaciones; el miedo permanente; la anticipación del peligro; la imposibilidad o la dificultad de tomar ciertas decisiones con libertad porque siempre se teme a algo).

Las mujeres sufrimos violencias todo el tiempo y en todos lados: en la casa, en la calle, en el transporte público, en las fiestas, en los bares y las discotecas… Aprendemos desde pequeñas a vivir con miedo a los hombres y demás amenazas y a estar alertas y preparadas. Aunque esta novela pasa lejos de la ciudad, pone en escena esos miedos y esa sensación de riesgo por los que todas hemos pasado, en las ciudades y cualquier otro sitio.

Resulta muy valioso para la historia de Noche negra el lugar que ocupan los objetos (que muchas veces pasamos por alto y que aquí no son incidentales o mera decoración). ¿De qué manera la potencia de los objetos y las cosas nutrió la historia?

Cuando llegaba alguien de la ciudad a mi casa de la selva, siempre le preguntábamos qué objeto se llevaría para una isla desierta si solo tuvieran permitido uno. Contestaban que una malla para pescar, un toldillo para protegerse de los mosquitos, unas botas pantaneras, una botella para recoger agua, cosas así. Mi ex y yo, que de alguna manera vivíamos en esa isla desierta y estábamos construyendo nuestra casa con nuestras manos, sabíamos que lo único verdaderamente necesario era un machete: con él se puede construir todo lo demás. Solo es cuestión de aprender a usarlo. Cuando vivís en la selva los objetos adquieren un valor especial. Los necesitás para sobrevivir. El animal humano no puede irse desnudo a la selva porque se muere en cinco minutos. El animal humano es débil frente a la selva y los demás animales. Necesita de sus herramientas para competir en el medio natural y tener algún chance de éxito. Sus garras, por así decirlo, son el machete. Eso quería mostrar en la novela: nuestra fragilidad y al mismo tiempo nuestra fuerza: la fuerza de nuestras herramientas.

Hacia el final de la novela nos va mostrando a una Rosa que, de cierto modo, se transforma en selva, y la metaforiza con una araña en la garganta y en el estómago, las botas que se convierten en pezuñas y las manos en garras, los colmillos que crecen, la selva tratando de apoderarse de ella.

La idea de que somos naturaleza ha estado siempre en mi literatura. Creo que desde mi primera novela y en todos mis cuentos me he dedicado a buscar lo que verdaderamente somos detrás de las poses y las máscaras que nos ponemos para funcionar en la sociedad. Me parece que estoy tratando de encontrar a nuestro animal salvaje, ese que vive dentro de nosotros y domesticamos porque nos da miedo y si lo dejamos salir terminaríamos en la cárcel o en el manicomio. En Noche negra, lejos de la ciudad, de su esposo y de la vida que conoció, en medio de la selva y la amenazas, a Rosa se le empiezan a pelar las capas de la civilización y alcanza a vislumbrar a su animal salvaje. Me da un poco de envidia. Yo quisiera vislumbrar al mío también.

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