Se cumplieron 150 años, en agosto, de la muerte de Hans Christian Andersen (1805–1875), el célebre cuentista danés, uno de los autores más leídos de la historia y quien, sin embargo, fue otra víctima del equívoco póstumo. A este gigantón –media el hombre 1.85 metros, altura inusual en su tiempo y lugar– su origen humilde lo impulso a hacerse ­–napoleónicamente– a sí mismo, aunque habría querido pasar a la historia como hombre de teatro –como tantos prosistas de su siglo fracasó en el género– o como novelista –las suyas han sido invariablemente despreciadas junto a sus casi doscientos cuentos.

También fue un autobiógrafo compulsivo, pero poco fiable, y como escritor de viajes, uno de los primeros “turistas” de la historia, es decir, un sujeto sin oficio ni beneficio, que viajaba para conocer, experimentar y contar lo que veía, sin propósitos políticos, comerciales o religiosos, aunque a veces aprovechaba el periplo para retratar a alguna personalidad. Viajaba –lo cual tardó en hacerse evidente– en busca de sí mismo.

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Pero nada de lo que pudo hacer Andersen –como introducir la novela a su país– le quitó el sambenito del cuentista, porque a diferencia de Charles Perrault y de los hermanos Grimm, él no tradujo ni recopiló tradiciones orales y leyendas populares, sino fue inventor singular de sus narraciones. Como le ha ocurrido a otras celebridades, Hans Christian (hay escritores que llevan en sí un no sé qué y autorizan el tuteo) se habría sorprendido de que, de su vasta obra, sólo un puñado de sus geniales cuentos, traducidos a todas las lenguas, le hayan dado imperecederas fama y fortuna.

Hace poco más de quince años estuve en el reino de Dinamarca y me traje amplia bibliografía, en varias lenguas, sobre Andersen y sigo disfrutando, de tarde en tarde, de esos libros. Los daneses son los únicos libros que guardo bajo llave en mi biblioteca. Uno de ellos, que no es la primera vez que cito, es obra de un periodista político y gastronómico inglés, Michael Booth (Just As Well I’m Leaving, 2005), donde el autor se propuso, a fines del siglo pasado, seguir varias de las rutas viajeras de Andersen, procedimiento eficaz que lo acercó a descifrar los secretos del danés y dejó un retrato, para mi sentir nostálgico, sobre cómo era el mundo hace más de un cuarto de siglo. Llama Booth “clintoniano” al sexo oral, por el escándalo de Monica Lewinsky y al releerlo, descubro que fue en su libro sobre Hans Christian, donde vi por primera vez impresas las palabras “Donald Trump”, que en 2009 no significaban, como es obvio, nada para mí. Booth destacaba entonces que el pelo naranja de Andersen era como el del entonces animador televisivo de los Estados Unidos. “Los Simpson”, por cierto, ya habían pronosticado, desde 2000, una presidencia de Trump.

Fue en la odiada Alemania –que todavía no se unificaba tras arrancarle a Dinamarca su zona sur en 1864– donde Andersen, lejos de su pobretona y sectaria patria, se dio a conocer, habiendo sido un romántico de la primera hora, admirador de Madame de Staël y de sus discípulos germánicos, aunque a toda su obra la atraviesa una ligereza de espíritu sospechosamente meridional, según dice Régis Boyer, el editor de sus Oeuvres (1995), en la Bibliothèque de la Pléiade.

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Madame de Staël. Crédito: Mujeres en la historia
Madame de Staël. Crédito: Mujeres en la historia

Al narizón Andersen (quien muy pronto gozó del patrocino real mediante una beca) le urgía escapar de lo siniestro, la sombra propia de toda la literatura nórdica: aunque disfrutó de la influencia de Scott, Hoffmann y acaso de Heine, sus versos, cursis, tienen un tono burlesco y hasta satírico insólito en la poesía de su tiempo. De hecho, si sus novelas nunca convencen, se debe a que son cuentos hilvanados con otros cuentos, así como sus sucesivas autobiografías muestran a un refinado humorista convencido de que es necesario, para no caer del trapecio, contar varias veces la misma anécdota. Lograr la perfecta miniatura mozartiana, según Boyer, es la no siempre consciente ambición de Andersen.

La sexualidad de Hans Christian –y sin entrar a las interpretaciones capciosas de sus cuentos, recurrentes durante el auge del freudismo– ha sido un quebradero de cabeza para sus biógrafos, porque su abultada correspondencia y sus diarios –donde ponía una X cada día que incurría en el placer solitario– dan señales en varias direcciones: tuvo pasiones ardientes, más masculinas que femeninas, pero al parecer blancas, pues le repugnaba el contacto genital y murió, según la mayoría de los curiosos, célibe. Pero, a su vez, era un asiduo de los burdeles, donde le interesaba, menos que ejercer, platicar con las prostitutas, lo cual, según Booth, sigue siendo propio de cierta clase de clientes. Andersen, por cierto, fue uno de los primeros modernos que denunció por abusiva, repugnante e impía, a la prostitución infantil y juvenil, entonces tolerada como una fatalidad propia de la pobreza.

Si a Booth le intriga la sexualidad de Hans Christian, no le parece menos sorprendente que un hombre tan lleno de manías, un súper hipocondríaco, pudiera viajar tanto, hasta España, al oeste, y en Oriente, como consignó en Le bazar du poète (1842), al menos hasta Turquía, habida cuenta de lo incómodo que era hacerlo en el siglo XIX, sometidos los viajeros a retrasos y penurias de todo género, la criminalidad en los caminos incluida, que hacían imposible ese turismo sólo masivo hasta fines de esa centuria, con la profusión de las vías férreas. Ocurre, dice Boyer, que Hans Christian tenía una fe inquebrantable en su buena fe, habiendo sido un optimista temerario y un infatigable promotor de su propia y extravagante persona.

Sus relaciones con su ilustre paisano y contemporáneo Soren Kierkegaard (1813–1855) fueron distantes, por no decir que pésimas. El imberbe teólogo y filósofo reseñó muy negativamente una de sus novelas, diciendo algo extraño, tan propio de un Kierkegaard, como que el famoso cuentista era tan grande (quizás se burlaba de su enorme cuerpo) que al publicar algo nuevo, en vez de desarrollarse, se amputaba un miembro. Andersen quedó tan deprimido por la crítica de Kierkegaard, que hubo de refugiarse con los Dickens, cerca de Londres, para poder enfriar su ardor y recuperar su “temperatura mental habitual”.

No es extraño así que cuando Kierkegaard se hizo enigmáticamente famoso como autor de O lo uno o lo otro (1843), Hans Christian, desde París, desdeñó su hiperbólico pesimismo y su cristianismo mostrenco, ajeno al carácter vivaracho del viajero, que a los kierkegaarianos les parecía un terrón de azúcar a deshacerse en la boca de los porteros o de los suscriptores de revistas (mal afamados entonces, quien sabe por qué). Aunque no comprendía sus ideas, más interesantes para el siguiente siglo, tocado de existencialismo –y Andersen fue un hombre ideológicamente convencional– siempre esperó que Kierkegaard lo exaltase y se quedó esperando. Pero a uno y a otro los unía una pasión malsana: la de contar su vida íntima por escrito, aunque desde su primera autobiografía, Hans Christian Andersen confesó: “Creo que tener una noción muy clara de la mayor parte de las personas que conozco; en cambio, mi propia personalidad me es del todo inexplicable”.

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