No hay que ir a la frontera para ser testigo de la separación de las familias de migrantes en Estados Unidos. Basta con subirse a un Uber y que, por alguna razón, por ejemplo, una entrevista que uno responde por celular ocurra, para que el chofer diga que él tiene una historia. Como soy escritora me la cuenta, eso dice, pero haría falta que la contara a cada uno de los que viajamos en el asiento de atrás para que supiéramos que el estallido de imágenes, el llanto en las jaulas de niños, es atrozmente real. Pareciera una coincidencia orquestada, porque al día siguiente de que me comparte su historia, escuchamos el llanto y las voces de los niños separados de sus padres. Me dice que él no lo permitió. Llevaba casi 20 años trabajando en las inmediaciones de San Diego cuando un día llegaron a las cuatro de la madrugada a tocar a la puerta y llevarlo esposado. Pagaba impuestos, tenía seguro social, un mismo trabajo todos esos años. Su jefe fue el que lo animó a irse para allá, el que trató de que no lo deportaran. Me cuenta que es necesario renovar los permisos de trabajo con tres meses de antelación, el suyo vencía en febrero, así que en noviembre hace dos años (antes del resultado electoral) su solicitud había sido enviada. Fue fácilmente localizable (los sin papeles a veces pueden escurrirse, como sucedió a otros a su alrededor) y no hubo nada que hacer. Desde Tijuana pidió a su esposa e hijos que lo alcanzaran, no iba a quedarse en México sin ellos. Vendió la casa que había comprado en la oportunidad de la burbuja inmobiliaria y eso le dio un dinero para empezar en la Ciudad de México. Sabe que las cosas pueden cambiar si se va Trump, pero ya no es muy optimista; le consuela que sus hijos tienen la doble nacionalidad, ellos sí pueden volver a Estados Unidos cuando quieran. Tendrán ese trabajo bien pagado que en México es tan difícil si no imposible y se podrán comprar casa y coche. Ya les dio lo que él no tuvo.

Mientras, los niños lloran o duermen arrullados por algún tranquilizante que les administran en el albergue, porque su desconsuelo no tiene cura fácil: los espacios son campos de concentración que comparten mexicanos, salvadoreños, hondureños. En español nombran su perplejidad, su incertidumbre y su dolor. Sus padres venían por un sueño, se la jugaron cruzando la línea, viajando en la Bestia; ellos son hijos del sueño. Pero está prohibido soñar. Pienso en los niños de Morelia, en los vagones de tren atestados de criaturas de varias edades, que llegaron a la Estación Colonia en la capital para ser recibidos por autoridades y mexicanos solidarios, pienso en la oportunidad de salvarse, pero también en la orfandad de las criaturas. Algunos no volvieron a ver a sus padres que se quedaron en España para siempre o murieron en la guerra.

Melania Trump visita uno de los albergues en Texas, en la espalda de su chamarra exhibe la leyenda: I don’t care, do you? Es el colmo de la burla de la diplomacia y los derechos humanos, a quien su marido ya dio una patada en la ONU. Alegan que es contra las fake news, pero en la ambigüedad del mensaje subrayan su desinterés para el dolor de las familias y los niños, porque claramente they don’t care. Dice ahora el innombrable que no los separará sino encerrará a toda la familia, pero el monstruo ya exhibió su casta fascista. Comprendo a la mitad de ese país a quien le ofende el presidente que tiene, que recibe a un contingente de niños separados de su familia en el aeropuerto de La Guardia en Nueva York; comprendo a los amigos que se disculpan por el presidente que no los representa. Lo que no entendería es que a pesar de la portada del Times, del fuck you Trump de Robert de Niro en los Tony Awards, de las palabras de Anthony Bourdain sobre los mexicanos, de la elocuencia de las grabaciones de audio y video, aún haya quien respalde sus acciones. A esos hay que temerles.

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