Hay libros que parecen infinitos. No se trata necesariamente de libros sagrados. Muchos de ellos lo son porque no terminaron de escribirse. Otros, como Farabeuf de Salvador Elizondo, se asemejan a un círculo cuyo final se encuentra en el principio que está en todas partes. Algunos, como ciertos libros perdidos, como el Necronomicón, cuya presencia inquietante se advierte en la obra de H. P. Lovecraft, pueden adoptar la forma de un mito que no deja de crearse. En El Libro de Arena, Borges imaginó uno de esos libros infinitos. Se lo habría vendido un vendedor escocés de Biblias, presbiteriano, que lo habría adquirido en un pueblo de la llanura, en La India, a cambio de unas rupias y de la Biblia. “Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin”.

El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. Una podía llevar el número 40,514 y la impar, la siguiente, 999. Al volverla, el dorso estaba numerado con ocho cifras. Según lo advertía el vendedor escocés de Biblias, cuando se veía una página, ya no se le encontraba otra vez; ya no se podía ver nunca más. Era imposible hallar la primera hoja; tampoco podía encontrarse la última.

También la lectura puede ser infinita. No sólo la de aquellos que no han terminado de escribirse o la de ciertos volúmenes que se expenden en abundancia en las librerías que, no sin desagrado, el lector abandona no siempre en las primeras páginas. Me refiero a la de aquellos libros que se frecuentan como un oráculo, en la búsqueda de una felicidad conocida, que reiteradamente deparan asombros renovados e inesperados. Entre ellos se hallan, se sabe, la Ilíada y la Odisea, Virgilio y Dante, el Quijote y Tristam Shandy, James Joyce y Marcel Proust, E. T. A. Hoffmann, Kafka y Joseph Roth, Muerte sin fin de José Gorostiza y López Velarde, Borges y Juan Rulfo.

La lectura de esos libros suele derivar en la de otros textos acerca de ellos que remiten a otros escritos que pueden descubrir otros más y que finalmente incitan a una nueva relectura de esos libros frecuentados que no dejan de asombrar y de producir placer y admiración.

Los libros de Rulfo no sólo han deparado lecturas y fascinaciones reiteradas, sino que han propiciado algo semejante a un culto y a mitologías a veces desaforadas y anecdóticas que no prescinden de la infamia. También ha despertado una curiosidad por ese hombre solitario y circunspecto que se dedicaba a su familia, con la que emprendía excursiones, a viajar, al montañismo, a la fotografía, a leer, a escribir, a editar libros, a oír música, a fumar Delicados sin filtro.

Menos la curiosidad que la lectura de sus libros han incitado adaptaciones cinematográficas, ballets, óperas, cuentos y novelas que pretenden emularlo, y diversos estudios, tesis universitarias y ensayos.

Desde su creación ejemplar en 1998, sin fondos del erario, como consecuencia natural de la Asociación que la antecedió, la Fundación Juan Rulfo no sólo se ha dedicado con rigor a la preservación de los manuscritos, los cuadernos, el archivo fotográfico de Juan Rulfo, sino que los ha convertido en libros reveladores y ha propiciado que se difundan y escriban textos confiables acerca de un escritor que con frecuencia ha sido mal comprendido. Recientemente editó con la editorial RM Juan Rulfo y su obra. Una guía crítica coordinada por Víctor Jiménez y Jorge Zepeda. Se trata de un libro múltiple que, por lo tanto, puede leerse de diversas formas: como una introducción prolija a la obra de Rulfo, como la de un libro de consulta, como textos ordenados con una lógica crítica, según un orden personal, eligiendo algún ensayo a placer, como un diccionario, como el que quizá sea el primer Companion Book editado en México, ese género editorial inglés en el que convergen diversos autores que abordan distintos temas de manera diferente.

Entre los textos que convergen en esta guía crítica, hay algunos autores de libros que pueden considerarse imprescindibles como Alberto Vital, Jorge Zepeda, Víctor Jiménez, Andrew Dempsey, Julio Moguel, investigadores reconocidos como José Pascual Buxó, Douglas J. Weatherford, Sebastiao Guilheme Albano, Francoise Perus, que vuelven a demostrar que, así como hay diversas formas en las que puede leerse esta guía crítica, hay diversas formas en las que puede leerse a Juan Rulfo, algunas de las cuales pueden resultar sorprendentes. No la menos insólita se convirtió en noticia de periódico cuando Eduardo Bautista García refirió que, durante la crisis financiera global de 2007, la consultoría SHM Group recurrió a Pedro Páramo para desentrañar la cuestión.

No son pocas las conjeturas acerca del idioma de Rulfo, algunas de las cuales sugieren una lingüística fantástica. En Juan Rulfo y su obra, que sutilmente se propone como Una guía crítica, con lo que no excluye otras posibles, Víctor Jiménez ha ensayado un léxico en El Llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro. Hay también un texto de Rulfo como lector de historia de Adrián Gerardo Rodríguez, otro de José Luis Bobadilla acerca de la melomanía de Rulfo, los cuales, como todo el volumen, incita a la relectura de Rulfo, quien sostenía que “siempre hay una participación muy cercana del lector con el libro, y él se encarga de ponerle lo que le falta. Eso a mí me gusta mucho”.

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