A Delia Juárez

Hace una semana se cumplieron tres lustros de la muerte de mi madre. No fui al cementerio. Su tumba está abandonada y desde hace una década nadie coloca una flor en la lápida que cubre su guarida sepulcral. La idea de patria se comprende más fácilmente cuando un muerto sedimenta la tierra que pisas, cuando sus huesos te atraen como raíces que se resisten a ser cortadas y mantienen en vida al árbol. Los cadáveres de las personas que has amado dibujan el margen de tu patria verdadera. La incineración, en cambio, es una liberación porque, esencialmente, el polvo o las cenizas son, más bien, una metáfora, un símbolo que se anida en la estepa infinita de la mente. A donde vayas esas cenizas se marcharán contigo como una compañía espectral y necesaria. La patria se desvanece, las banderas pierden su ingenuo sentido de propiedad, la soledad se desvanece o se atempera, puesto que su matrimonio con la tierra termina y entonces, los seres humanos, comenzamos a habitar un espacio y un tiempo míticos. El camposanto deja de ser un lugar en la tierra y los muertos se vuelven concepto en la mente, idea. En esa mente los humanos que alguna vez estuvieron vivos caminan, pasean, ocurren, se mueven y su movimiento se transforma en espíritu. Es posible que un periplo semejante les recuerde el movimiento conceptual que deviene espíritu tal como lo concibió y describió Hegel, y tendrán razón, aunque yo me concentro no en la historia humana, sino en el carácter trágico que acompaña a cada mujer y a cada hombre en su ser individual, en su horizonte mortal y en apariencia finito. Las cenizas de nuestros muertos son conceptos cuyo movimiento nos transporta fuera de nuestra vulgar u ordinaria estancia en la tierra para transportarnos hacia una liberación que aligera o desvanece este fardo de huesos, sangre y arcilla que tenemos que llevar a cuestas todos los días.

Es posible que el hecho de no haber incinerado los restos de mi madre y lanzar al mar sus cenizas, como ella deseaba, sea una de las causas de mi desasosiego constante, de mi contradicción dramática y del continuo disgusto que me causa vivir. La patria, tus muertos sepultados bajo coordenadas precisas, los huesos quietos aun en su silencioso alarido de eternidad, ¿qué es todo eso, sino locura, nerviosismo infernal, penuria cotidiana? ¿Qué puede importarme un país, la política, el bien común ante esta clase de desquicio? Nada, absolutamente nada, pese a practicar la opinión, el enojo pasajero, la crítica acerca del asunto público. En una de sus ideas en apariencia más escandalosas y polémicas, David Hume, el escocés, escribió: “La razón es y debe ser solamente la esclava de las pasiones, y no puede pretender otra misión que el servirlas y obedecerlas”. Sé que tal aserción parece una locura extraordinaria, y lo es. Yo estoy de acuerdo con Hume en este devaneo y sólo añadiría que servir y obedecer a las pasiones mediante la razón no significa abandonar la posibilidad de la prudencia, la advertencia y el límite. La razón ruega a las pasiones que no se expresen con tanta brutalidad y fuerza, que no nos causen dolor e intenta ponerles límite, aunque finalmente termine obedeciéndolas. Su papel es preventivo y atenuante: un protocolo. ¿Quién puede llevar una vida apegada a una razón estricta? Nadie, y quien lo haga miente. Sé que mi madre, si viviera, comprendería por qué tantas veces he dejado de ser un hombre razonable y tiendo a lanzarme a tal o cual ergástula demente o pasional. Debí de haber incinerado su cuerpo muerto y mudarnos del lodo y de la tierra que algunos se obstinan en llamar patria. Tres lustros se han consumido desde entonces y, sin embargo, siempre me acompaña la sensación de que acaba de suceder. Y la razón no ayuda.

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