Guillermo Fadanelli

El país de las maravillas

27/08/2018 |01:00
Redacción El Universal
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Si uno pudiera limitar su mundo, cercarlo, edificarlo a su medida y concentrarse en él nada más, es posible que el sufrimiento y la conciencia de la desgracia que lo acosan disminuirían. La familia, el grupo de amigos, el vecindario, la aldea, incluso el pueblo pequeño son espacios prudentes y modestos para ejercer la convivencia y el trato o el acuerdo, y aún así la traición, el engaño, la corrupción y el fraude se hallarían siempre latentes, a flor de piel. ¿Cuántas parejas que alguna vez se amaron no se transforman en grotescos campos de batalla, en nidos de mentira y mala argucia, en núcleos donde el rencor y el resentimiento se alimentan a sus anchas? Ahora bien, si extendemos la familia o el pueblo hasta el extremo de transformarlos, en ciudades, países, sociedad, humanidad, globalización, entonces el mínimo dominio, autoridad o influencia que tenemos para procurarnos relaciones humanas sensatas o a la medida, se destruye, deforma y se convierte en una ciencia fantástica y ficticia. Los problemas que afectan a un habitante de la frontera, los que sufre un residente de la periferia capitalina, aquellos males que aquejan a los indigentes y a la gente pobre y los que atosigan a los ricos y beneficiados social y económicamente son de índole tan diversa que ninguna teoría social o ética podría abarcar el alud de diferencias que sepulta a los integrantes de un país tan deteriorado como el nuestro. Hay un nuevo presidente, aclamado y en el que se han depositado esperanzas desmesuradas; las promesas afloran y crece el deseo de que esa ciencia fantástica o gran relato que solemos llamar país vuelva a tener sentido y ofrezca a sus habitantes la sensación de ser todavía una comunidad familiar o pueblerina en la que puedan sentirse seguros, ya no digamos felices o satisfechos. El número de crímenes que se ha disparado hacia extremos pesarosos en los últimos meses y que ha marcado una cifra oprobiosa en relación con los últimos veinte años es el mayor enemigo al que puede enfrentarse una democracia social, inteligente, no autoritaria y sensible (en caso de que algo así exista).

Si una persona carece de la confianza familiar que le garantice el libre paseo en su propia tierra, entonces la sensación de desasosiego y agobio le impedirán sentirse en casa y aumentarán su malestar animal y civil a un grado pernicioso en todos los sentidos. ¿Para que desearía alguien ser presidente, ministro, secretario de estado si no contara con los recursos imaginativos, las estrategias adecuadas, el conocimiento humano acumulado y la posibilidad de transformar en algo el estado de cosas actual para llevar tranquilidad y progreso a las personas comunes? Sería un dislate o un engaño. Por otra parte, aquellos que serán los nuevos secretarios y directores de instituciones públicas, alcaldes, congresistas, etcétera ¿han llegado a estos puestos para beneficiarse a sí mismos y a sus propias familias, o lo hacen con el fin de resolver problemas comunes? ¿Saben rodearse de los asesores adecuados y poseen una historia de honradez, sabiduría y eficacia en las funciones que han desempeñado, o sólo son eslabones dependientes de un jefe, un líder, una mafia, un sueño retórico o la más pura y cochambrosa grilla? Creo que éstas son preguntas sencillas y oportunas de hacer y responder, de lo contrario los siguientes años serán continuación de uno de los mayores malentendidos sociales en la historia de México: permitir que una democracia, la cual debería traer bienestar en teoría, nos hunda cada vez más en la práctica. Hacer a un lado la arrogancia del vencedor; conocer, discernir y estudiar el pasado reciente con el propósito de mantener y aprovechar los mecanismos y a las personas que han demostrado habilidad para, entonces sí, comenzar el destierro de lo nocivo; detener el impulso absurdo de querer cambiarlo todo de un manotazo y practicar el diálogo hasta restablecer nuevamente la confianza pública en los gobiernos. Nadie ha ganado civilmente después de las pasadas elecciones puesto que la desventura prosigue y apenas se va tejiendo el próximo sistema de operaciones. Nada cambiará de la noche a la mañana, pero lo que resulta necesario es trazar las líneas de un gobierno que ofrezca seguridad a los habitantes y que sea consciente de su tarea de servidumbre civil más que de patriarcado o superioridad moral o política. Yo veo con buenos ojos al presidente electo pese a que le reproché siempre que se suicidara en las elecciones pasadas, pero en general soy escéptico. Si quienes votaron y han creído en la posibilidad de cambio no mantienen una posición de exigencia crítica y de presión entonces el país continuará siendo una ciencia fantástica, una entelequia. Nadie es dueño de la moral socialista, democrática y liberal. Cada uno pelea desde su propia trinchera sin esperar premios, cargos públicos ni aplausos bochornosos. Nadie ha ganado y de ello da fe la pila de cadáveres acumulados en julio de este año. Por allí hay que comenzar.


Colofón: cuando pienso en los tres Sócrates distintos —el de Jenofonte, el de Aristóteles y el de Platón— dialogando entre sí y construyendo una democracia social, práctica y teórica, me imagino entonces capaz de abandonar mi pesimismo. Mientras tanto.

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