A Manuel Vicent

Muchas veces he envidiado a los lactantes o a los niños cuando sin conceder el menor respeto ni consideración alguna a las formas, usos, costumbres o tradiciones sociales, simplemente se duermen en medio del más rígido protocolo, eructan después de ingerir los alimentos, lloran cuando están incómodos o acalorados o friolentos o patalean al desear enhebrar un sueño en la incomodidad de la carriola, solicitan entre ayes y súplicas ser trasladados a otro lugar donde haya menos ruido o la temperatura les sea más agradable o donde les sea concedido el satisfactor deseado. Gritan sin respeto ni pudor alguno a mitad de un evento público cuando se aburren o quieren agua o simplemente atención materna. En realidad no tienen por qué concederles a los terceros, quienesquiera que sean, ninguna clase de tolerancia ni de paciencia.

Sólo que no únicamente envidio la indiferencia de los pequeñitos en torno a las formas sociales más aceptadas y a los manuales de convivencia ciudadana, también envidio, con el fundado ánimo de ir mucho más lejos, la felicidad que experimentan los perros de la muy noble y leal Ciudad de México, cuando simple y sencillamente elevan una pata trasera y sin detenerse ante consideración alguna en relación a si están o no rodeados de hembras caninas de la raza que sea o de personas o de soldados o uniformados o policías o custodios de cualquier tipo, descargan con total desparpajo su vejiga o su intestino en la vía pública o donde los sorprenda la acuciante necesidad. Es imposible constatar si los perros sonríen al evacuar públicamente el vientre frente a las oficinas donde existen los centros de poder, ni mucho menos saber si la deposición la ejecutan con alguna justificada intención política... ¿Cómo culparlos? Pero cuánta alegría y, sobre todo, cuánta envidia me produce su feliz naturalidad…

¿Razones? Hace unos días, cuando se debatía la identidad del fiscal anticorrupción y el PRI buscaba todos los pretextos posibles para dar con el candidato idóneo que protegiera las corruptelas de la histórica pandilla, supe que un ínclito y perínclito can capitalino, eso sí, muy politizado, dejó un notable obsequio de la superfluidad de su digestión a modo de muestra de su rabia, precisamente en las escalinatas del imponente edificio del “Honorable” Senado de la República, en la puerta misma de entrada a esa “ilustrísima” representación nacional.

¿Qué había acontecido? Que el can en cuestión, al pasar frente a la Cámara de Senadores, simplemente alargó una pata y ¡Zas!, dio rienda suelta a su vejiga y acto seguido, vació su intestino en la fachada misma de nuestro máximo recinto parlamentario. ¿No es una verdadera maravilla ejecutar semejante acto de honestidad política absolutamente natural y espontáneo? ¿No tendríamos que levantar un monumento al perro feliz que nos da ejemplos patrióticos?

Desde luego no hubo quien interrumpiera la maniobra fisiológica ejecutada hasta sus últimas consecuencias... Sólo un policía asustó al alborozado cuadrúpedo que huyó ocultando todo género de sonrisas del fastuoso escenario nacional, cuya construcción fue aprovechada, justo es reconocerlo, para enriquecer explicablemente a un buen grupo de legisladores. ¡Por supuesto que el perro de marras volvió por esa razón, una y mil veces, a la escena del crimen…!

Paradójicamente, y sin perder de vista que en la capital de la República y áreas conurbadas existen al menos un millón de perros callejeros, el mismo día salí del Metro a un lado de las puertas del Palacio Nacional, concretamente pasé la Puerta Mariana, así como la central y la que conduce al Patio de Honor... ¿Qué encontré? Rastros intestinales de perros felices y honestos que no tuvieron el menor empacho en dejar un recuerdo sincero ante las paredes y costados del propio palacio. ¿Sabrían los canes del caso que desde la sede del Poder Ejecutivo federal se sobornaron a los diputados para que aprobaran al vapor los presupuestos de egresos de la nación? Yo mandaría a una inmensa jauría a la Secretaría de la Función Pública, supuestamente encargada de erradicar la corrupción y consolidar la confianza ciudadana… (Ja, ja, ja… perdón, guau, guau, guau…).

Si yo fuera perro —válgase en la imaginación del novelista— con cuánta alegría defecaría en la Casa Blanca, después de una larga y dolorosa constipación intestinal hasta encontrar el alivio total. Algo parecido a la eterna paz de los sepulcros. Ya ni imaginar siquiera que al levantar la pata pudiera empapar los pantalones de Trump… ¿Y qué tal hacerlo en el Palacio del Sol de Kumsusan, la sede de los poderes de Corea del Norte, en donde despacha Kim Jong-un y amenaza al mundo con cohetes nucleares, o en el Palacio de Miraflores en Caracas, la casa del dictador Maduro, entre otros tantos más? Todo lo que podría acontecer es que me aplaudieran para asustarme o me silbaran con el mismo objetivo. Después de eso a reír a carcajadas…

Cuando pensaba en dichas posibilidades, envidiaba la felicidad y la autenticidad canina...

fmartinmoreno@yahoo.com

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