Tierra y agua, oro y plata, fueron el botín principal que animó desde hace más de medio siglo la conquista y posterior colonización del Nuevo Mundo.
Recursos esenciales de los que dependió no solo el desarrollo material de las colonias americanas, sino en particular la capitalización de Europa gracias a la llegada masiva de los metales preciosos americanos, y por los que comunidades y pueblos indígenas fueron reducidos, trasplantados y congregados a fin de poder perpetrar su despojo. El espacio fue secuestrado y pronto surgieron élites seculares de enorme poder político y económico mientras los dueños originarios eran sometidos y servilizados. De las mercedes reales se pasó a la encomienda y de allí al imperio de las haciendas. El latifundismo era un hecho, tal y como François Chevalier lo describió. La desigualdad social y económica favoreció la concentración de los recursos en unas cuantas familias , las mismas que integraron la aristocracia criolla en ascenso y buscaron con denuedo emanciparse de la Corona española. El México independiente nacerá al mundo contemporáneo pletórico de recursos naturales y dotado de un inmenso territorio. El problema es que no sabrá cómo gobernarlo y poco a poco será desgajado hasta verse reducido en menos de la mitad de lo que una vez fue. Con la llegada del reformismo al poder, se darán incentivos para la colonización agraria en las nuevas tierras nacionalizadas provenientes de aquéllas de las “manos muertas” de la Iglesia, pero que también proceden de las comunidades indígenas que el juarismo disuelve. El resultado: el engrandecimiento latifundista y la agudización de la explotación campesina e indígena.
Tendrá que producirse un movimiento revolucionario para que desde el ámbito jurídico tenga lugar una transformación radical de las condiciones de vida del pueblo mexicano. La Constitución Política de 1917 será el parteaguas. Con ella, la Nación se erigirá en depositaria de la propiedad originaria sobre tierras y aguas y todo lo que ello implique, comprendido el subsuelo. La reforma agraria, anticipada en la ley promulgada por Venustiano Carranza en 1915, será puesta en marcha. Su mística: erradicar la concentración en unas cuantas manos de la propiedad agraria y repartir ésta entre el grueso de la sociedad , reconociendo particularmente los derechos ancestrales de sus primeros y legítimos dueños: los pueblos originarios. Proceso restitutorio y expropiatorio, que dará lugar a una febril actividad legislativa encabezada inicialmente por las Comisiones Agrarias y continuada principalmente por los diversos regímenes posrevolucionarios desde Obregón y Calles hasta Portes Gil, Ortiz Rubio, L. Rodríguez y Cárdenas (Fabila, Manuel, Cinco siglos de Legislación Agraria en México (1493-1940), [1940], Procuraduría Agraria, México, 2005 y 2007).
El reparto agrario era un hecho, pero el proceso no culminó.
Faltó en las siguientes administraciones de gobierno esa visión integral para impulsar y modernizar al campo a partir del esquema de la nueva propiedad social que en el ejido tuvo a su elemento celular. La inversión agraria quedó corta. En el tema hidrológico se impulsó un nuevo esquema: la creación de comisiones para regular las cuencas más importantes del país, pero para finales de los años 60 el tema agrario dejó de ser prioridad. No hubo un proyecto nacional que lo encauzara debidamente. Los tentáculos de la corrupción empezaban a crecer. En los 70 se declara finalizada la Reforma Agraria y con ello una vez más México comenzará a padecer un nuevo capítulo de despojo.
Abandonado desde el poder el campo mexicano, sin financiamiento ni inversión, imperando el latrocinio creciente en los distintos esquemas financieros presuntamente de apoyo rural, una vez más el agro mexicano será víctima de la ambición. En 1992 el salinato promulgará la nueva Ley Agraria y con ella tendrá lugar la extinción del ejido. Muchos lo festinarían, sí, esos mismos que habrán de iniciar de nueva cuenta la reconcentración de las tierras. La contrarreforma agraria dará inicio cautelosamente pero con paso firme, a la par que tiene lugar el desmantelamiento del Estado mexicano. A la flamante ley le acompañarán una en materia de aguas y otra sobre el tema minero, proclives ambas en la misión de revertir la dimensión garantista social que habían impulsado tanto el Constituyente de 1916 como el marco jurídico elaborado a lo largo de las décadas subsecuentes. Foxismo y calderonato asestarán nuevos golpes a la propiedad originaria de la Nación, no solo a través de concesionar las playas aún a los extranjeros y permitir la de casi el 60% del territorio para la exploración y explotación minera -principalmente a cielo abierto-, sino a través de la famosa reforma energética de 2008 que el peñato terminó de consolidar en 2013 con la apertura para la celebración de los primeros contratos en materia petrolera y el apuntalamiento del empleo de la deletérea técnica del fracking . Los adalides del contrarreformismo elogiaron la hazaña: por fin habían revertido la expropiación petrolera y hoy nuevamente los recursos fosilíeros estaban puestos al mejor postor.
México, no sería más dueño de los recursos energéticos de su subsuelo . Sí, el siglo XIX resurgía en pleno siglo XXI.
Pero algo faltaba, el recurso principal, ese mismo del que no solo depende la vida en todas sus manifestaciones, comprendiendo la vida humana, sino del que dependen los megaproyectos tales como la agricultura en gran escala, pero sobre todo la explotación minera a tajo abierto y la petrolera vía fracking. Sí, faltaba el agua.
Los intentos por reformar la Ley de Aguas Nacionales de 1992 no se hicieron esperar. México se comprometió desde 2013 a tener un nuevo marco de regulación hídrica. Diversas iniciativas surgieron y todas fueron frenadas, como la Korenfeld y la Pichardo. Los tiempos del Congreso se agotaron. Las iniciativas fueron abortadas. La vía legislativa se volvió inoperante. El camino que quedaba fue recorrido: por decreto presidencial, el pasado 5 de junio el titular del Ejecutivo Federal emitió diez decretos a través de los cuales declaró “de utilidad pública la gestión integrada de los recursos hídricos superficiales” en cerca de 300 cuencas hidrológicas correspondientes a veinte estados de la República, casi la mitad de las que posee el país y dentro de las cuales se localizan más del 50% de los lagos y ríos de México, ordenando la supresión de la veda indefinida establecida en ellas desde décadas atrás.
¿Por qué la alarma si los decretos señalan reiteradamente que esto será para contribuir a restablecer el equilibrio hidrológico y a favorecer la sustentabilidad hídrica? En primer lugar, no podemos dejar de transcribir lo que la propia Ley de Aguas Nacionales , aún vigente, comprende en su artículo 3º, fracción XVI, como cuenca hidrológica: “unidad del territorio, diferenciada de otras unidades, normalmente delimitada por un parte aguas o divisoria de las aguas”, en cuyo espacio, “delimitado por una diversidad topográfica, coexisten los recursos agua, suelo, flora, fauna, otros recursos naturales relacionados con éstos y el medio ambiente” y que “conjuntamente con los acuíferos, constituye la unidad de gestión de los recursos hídricos”. A su vez ¿qué implica una zona de veda? La misma norma, ahora en la fracción LXV, declara que se trata de un área específica, región, cuenca hidrológica o acuífero, en la que “no se autorizan aprovechamientos de agua adicionales a los establecidos legalmente y éstos se controlan mediante reglamentos específicos, en virtud del deterioro del agua en cantidad o calidad, por la afectación a la sustentabilidad hidrológica o por el daño a cuerpos de agua superficiales o subterráneos”. Así pues, de dicha lectura queda más que evidenciada su importancia desde el momento en que son unidades de importancia biológica integral fundamental. De ahí que los citados decretos conllevan potencialmente gravísimos riesgos en todos los órdenes para la Nación.
Bajo el amparo de “utilidad pública”, lo que en realidad establecen los decretos es la posibilidad de entregar el agua de lo que fueron zonas de veda a quienes tengan mayor poder económico y de gestión, esto es, a las grandes empresas privadas no solo agrícolas sino particularmente dedicadas a la industria minera y de hidrocarburos. No olvidemos que tanto la ley minera como las diversas normas integrantes de la reforma energética invocan el mismo concepto, la “utilidad pública”, pero si a alguien le hacen nugatorio su beneficio es al grueso de la población. Una prueba la tenemos en el hecho de que las cuencas objeto de los decretos están precisamente en las áreas donde dichas empresas tienen asiento.
Veamos cómo se regula. En el artículo cuarto, claramente los decretos anticipan que si bien se respetarán las concesiones o asignaciones otorgadas con anterioridad, esto será posible siempre que el título esté vigente. Y pregunto: ¿todas las comunidades campesinas e indígenas estarán al día? Por su parte, en el artículo quinto se señala que los volúmenes no reservados, podrán explotarse mediante títulos de concesión o asignación “conforme al orden de presentación”. ¿Serán campesinos e indígenas los primeros en presentarse y solicitar tales volúmenes? Por supuesto que no. Serán ellos, como es siempre, los últimos en enterarse de los cambios jurídicos. A su vez, en el artículo sexto, el propio decreto advierte que podrá haber situaciones de emergencia y escasez extrema y que entonces intervendrá la autoridad encargada del agua (Conagua). Sí, nada más que Estamos en México y bien sabemos qué ocurrirá entonces, desde el momento en que habiendo posibilitado la disposición indiscriminada de volúmenes hídricos, la escasez y algo peor, la contaminación masiva, como la que tuvo lugar en los ríos Sonora y Bacanuchi, hasta ahora sin resolver, serán la realidad hidrológica de nuestra Nación en muy poco tiempo.
Diversas voces, desde institucionales como Conagua y aún desde la academia, señalan que no se privatizará el agua. Difiero categóricamente de esa visión. Desde el momento en que existe el principio jurídico de que lo no prohibido está permitido, lo que estos decretos ahora posibilitan, retiradas las vedas, es la total desnaturalización de los usos originales a los que estaban destinadas las aguas, esto es, abre la posibilidad de usar grandes volúmenes acuíferos, otrora protegidos y reservados, hacia los ámbitos como el industrial que requiere de altísimos volúmenes del líquido para poder operar y esto es inadmisible. Por eso cuando se alude a la “utilidad pública” como motivador detonante del acto de autoridad realizado por el titular del poder Ejecutivo Federal a través de estos decretos, dicha “utilidad pública” se encuentra en la antípoda de lo que una vez la hizo ser invocada para llevar a cabo la expropiación de tierras y aguas que tuvo lugar a raíz del movimiento revolucionario de 1910. Hoy en día, de la manera en como se plantea para la supresión de las vedas indefinidas, controvierte la función que debería guardar justamente la “utilidad pública” en tanto garante para la protección de los derechos humanos, no solo por cuanto al derecho de propiedad sino sobre todo, de los derechos fundamentales consagrados en el Texto Supremo en los párrafos quinto y sexto del artículo 4º, relativos a un medio ambiente sano y al “acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”. Derechos que el Estado está obligado en garantizar definiendo para ello normas que establezcan el “acceso y uso equitativo y sustentable de los recursos hídricos”, lo cual dista absolutamente de lo que potencialmente permite el contenido de los decretos referidos.
Señalar qué empresas serán las primeras en beneficiarse de ello, a costa del neodespojo no solo a la sociedad sino a la naturaleza, vía el potencial hidrocidio que se anticipa, es crónica sabida: las mismas de siempre, los mismos grupos que hoy en día están en el poder.
Sí, está visto: la historia vuelve al punto de partida. Todo se repite y parece augurar que seguirá en la rueda de los tiempos, más cuando estos son de desmemoria como en los que vivimos.
Nuestra historia como Nación es una historia de abusos, de despojos, de atropellos, de discriminación, de empoderamiento de unos cuantos en contra del resto de la sociedad, de corrupción y de impunidad, de ambición y avaricia, de violencia en todos los órdenes, en la que la ley, por más avanzada que haya sido, ha fracasado porque los hombres no hemos sido dignos de ella y mucho menos hemos luchado ni hecho valer el imperio de la Justicia. Por eso es difícil creer, lamentablemente, que la “utilidad pública” es lo que priva en el ánimo de estos decretos. Una y otra vez hemos sido testigos de que quienes están al frente en el poder no tienen freno y todo se maquina y opera a modo de los intereses de quienes se sirven, efímera pero lacerantemente, de él. Cualquier resquicio legal, cualquier ambigüedad, son terreno propicio para el abuso, la corrupción y el latrocinio. Por eso, mientras nuestra conducta como sociedad no sea otra, debemos vigilar porque los cambios jurídicos no impliquen o posibiliten un retroceso para la Nación, mucho menos para una sociedad tan vilipendiada como la nuestra y cuyo futuro y calidad de vida dependen en gran parte de lo que hoy hagamos o permitamos hacer.
Si a alguien la “utilidad pública” debe servir, es al pueblo en pleno, no a la cúpula en el poder.