Miré al cielo visible desde el tejado de la casa de un amigo. Él andaba por ahí en una de las esquinas, cerca de la orilla del edificio. Se había emborrachado y no sabía mucho de sí.

Me contó un recuerdo que tenía atorado en la garganta: el día en que lo tomaron por la camisa sus compañeros de secundaria y le atoraron el cuello en el espacio abierto de la ventana del salón, hace un par de años ya.

A mí también me habían tocado esos enfrentamientos, a él en una secundaria en Chiapas. A mí, en una escuela (cárcel o prisión) en Neza. A él le afectó más. Y recordó la escena de cuando luchó por zafarse de la llave de unos de sus captores, sin darse cuenta de que la hoja de la venta corrediza ya lo tenía atrapado. Se acordó también cómo empezó a sudar y a pedir que lo sacaran. Todos se reían y él como queriéndose morir; “ me van a lastimar les decía y yo sólo oía risas y risas”, me dijo mientras alzaba su Tecate ante la bóveda celeste del Centro Histórico.

Le dije que se tranquilizara. Pero era tarde, ya había entrado en su “estado especial”, donde se hacía bolita e intentaba tragarse su vida, hasta que ésta se disolviera en el ácido de su estómago, como si eso la hiciera desaparecer.

“Calmado hombre”, le repetí y esperé a que se le pasara el berrinche. “Cámara”, le grité, se levantó e intentó mantenerse en pie. Conduje su cuerpo hasta el sillón de su sala y lo arrojé. Sintió confort y narró más. Era un dolor como el de muchos: para 2014, México era el primer lugar en bullying a nivel mundial, según cifras de la UNAM y el IPN. 18 millones de niños de educación básica abusados, cerca del 70% de los estudiantes de primaria y secundaria.

Entonces estaba él intentando zafarse. Con todas sus fuerzas, con toda la atención de sus músculos. Y sus compañeros, en un intento de no perder a ese niño que parecía ya un salmón fuera del agua; lo sostenían de los brazos, de la superficie de la espalda y de la orilla de la barriga. “Me van a lastimar, me van a lastimar”, se repetía mi amigo mientras un poco de sangre, no demasiada, se deslizaba por su cuello y le ensuciaba su camisa blanca que, recordó en el sillón borracho, su mamá le había planchado aquella mañana.

Y el profesor no aparecía, aunque los gritos de aquel niño eran más fuertes, a la par de la risa de los otros y de las caras de los que se mantenían al margen, quienes poco a poco notaban que se habían excedido esa vez.

Así, sin más, mi amigo, atrapado en aquella niñez, rompió el vidrio de aquel salón de secundaria. Todos se hicieron para atrás, mientras los fragmentos transparentes caían. Mi amigo se quedó quieto, retirando poco a poco la ventana de su cuello, empujándola hacia arriba.

Había sido entonces que por fin aparecía el profesor, para ver cómo aquel niño se alejaba asustado de los vidrios, un poco cortado, sudado. “Patético”, repitió mi amigo.

El profesor confundido decidió sacar al niño del salón, jalarlo del brazo y conducirlo primero a la dirección y luego a la enfermería. No eran heridas graves, pero la sangre siempre escandalosa se había desperdigado más, dejándole una pequeña y amorfa capa de Superman en la espalda. Más violencia: la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos señaló que el 17% de estos niños recibió agresiones físicas en la escuela, mientras que los otros recibieron agresiones verbales y psicológicas.

Llamaron a su mamá y por piedad lo sacaron de la escuela. Mi amigo, ya en su apartamento, miró al techo sucio y me preguntó “¿Crees que soy un idiota?”; yo le dije que no, conociéndolo de toda la vida. Y que durmiera porque en la mañana se le podía hacer tarde como siempre, y que el intercambio a Alemania no lo esperaría dos veces. Me sostuvo la mirada y tiró su Tecate en el sillón.

Roncó toda la noche.

Miguel Ángel Teposteco Rodríguez

Colaborador de Confabulario y ContratiempoMX

@Ciudadelblues

Ilustrador: Omar Sebastian Elías Pico

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