Se puede, por supuesto, discutir la conveniencia del término. Está integrado a los diccionarios de lengua española como anglicismo, aunque su primer origen se remonta al latín. Su uso se extiende a muy variados ámbitos, pero se ha puesto de moda entre quienes se ocupan de la psicología y el desarrollo humano. “Resiliencia” es la palabra. En realidad, me parece una hermosa palabra, sugestiva y llena de sonoridad. Referida a seres vivos, indica, según la Real Academia de la Lengua, su capacidad de adaptación frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos.

La capacidad de recuperación humanamente es interior. Existe una disposición en el temperamento y en el carácter, pero también puede ser cultivada, animada y propiciada. Hay quien espontáneamente la posee. ¿Quién no ha visto a niños pequeños tropezándose y levantándose con tenacidad, por encima de las dificultades y el dolor, hasta obtener lo que estaban buscando? Pero tampoco es algo automático. Muchas personas –hoy esta fragilidad se ha vuelto dominante– esperan siempre que de fuera las vengan a socorrer, y el más pequeño fracaso se convierte para ellas en una tragedia descomunal. Jarritos de Tlaquepaque, decía una conocida.

Lo más interesante del término es, precisamente, el hacer referencia a una fuerza interior. Ello se encuentra en su etimología. Es como el “rebote”, la tendencia intrínseca a recuperar la forma. No es simplemente la resistencia a la adversidad, que podría entenderse como el permanecer inalterado en medio de la dificultad, porque se supone una afectación real, desde la cual se logra una recuperación. Tampoco es la simple elasticidad, ni mucho menos la resignación. Se entiende como una auténtica recreación, en la que la identidad queda confirmada y fortalecida. Es la vitalidad misma, conservada con el propio rostro.

El origen de esta virtualidad humana es espiritual. San Pablo reconocía su propia condición humana como la de “vasijas de barro”, y encontraba en Dios y en el amor que tenía por la comunidad a la que servía el principio de su victoria en medio de las dificultades. “Atribulados en todo, mas no aplastados, apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no vencidos” (2Co 4,8-9). Y su constatación no era un lamento, sino la proclamación triunfante de su perseverancia, más allá de lo que parecían derrotas y fracasos. El tesoro del que se reconocía portador permanecía.

Desde el punto de vista pedagógico, es un desafío cultivar la resiliencia entre los niños y los jóvenes, cuando los acostumbramos a recibir satisfacciones y gratificaciones indistintamente. La fuerza interior puede desgastarse, cuando se tiene, si no se ejercita, y tener siempre todas las necesidades cubiertas, lejos de fomentarla, la anula. Un pequeño mimado dista de ser resiliente, pero lo mismo le pasa a uno que no se siente amado. Saberse amado y sentirse desafiado. ¡Vaya tarea la de padres y educadores!

Una familia, un grupo de amigos, un equipo deportivo, un colectivo de trabajo, una sociedad, también pueden desarrollar la resiliencia. Pero no lo lograrán si sus mismos miembros, a título personal, no la cultivan también. A veces son las situaciones de crisis las que más la pueden favorecer. La alarma despierta la atención y la vigilancia. El estrés bien manejado puede ayudar a ser más eficiente. A nivel comunitario, un auténtico líder se reconoce en la capacidad de resiliencia que inyecta al grupo.

Aún la salvación, considerada religiosamente, permite ser leída en esta clave. La compasión, por ello, no debe entenderse como opuesta a la promoción humana. Pero lejos de un rigor espartano, abre desde el corazón la posibilidad real de levantarse de la postración, afirmando en todo momento la dignidad de la que todo ser humano es portador.


Foto: Giotto, Resurrección de Lázaro (detalle)

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