El mismo día de la canonización de Joselito, fue elevada a los altares para la Iglesia universal sor Isabel de la Trinidad. Por primera vez será celebrada su memoria el próximo 9 de noviembre, al cumplirse exactamente 110 años de su fallecimiento.

Enterarme de que estaría con nuestro mártir en la misma ocasión fue motivo de sorpresa y de gran alegría. Conocí por primera vez algo de esta extraordinaria mujer cuando, siendo aún seminarista, acompañaba en su coro a religiosas del Verbo Encarnado, y pusimos una partitura de un texto precioso. Era de ella. “Mi Dios, mi Dios, Trinidad que yo adoro, amor infinito, mi cielo y mi alegría, mis Tres, mi Todo, mi morada de gloria, me entrego a ti vigilante en mi fe”. Se inspiraba fundamentalmente en una oración, la hoy célebre elevación del alma a la Trinidad, que se considera uno de los más profundos escritos realizados por la fe cristiana en referencia al más sublime misterio.

No dejó de parecerme un signo particular que, algunos años después, resultara que precisamente un fragmento de esa oración había quedado incorporado en el Catecismo de la Iglesia Católica, en el momento en que plantea la enseñanza sobre la Trinidad. Así, en su número 260 leemos:

“Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora”.

El repaso de su fascinante oración me ha movido siempre, cuando en la enseñanza de la Teología hay que hablar del “sentido de la fe”, a ponerla como ejemplo. ¿De qué modo se explica, si no, la profunda intelección que una jovencita, que moriría apenas a los 26 años, tenía del más elevado misterio de la fe cristiana, y lo atinado de sus formulaciones, sino por una familiaridad con él, producto de la oración y la docilidad al Espíritu Santo? La experiencia cotidiana de quien se deja moldear con docilidad por la presencia divina se convierte en el mejor espacio para reflejar los más escondidos matices de la espiritualidad.

Como lo recuerda el dominico Philipon, uno de sus más autorizados investigadores, Isabel es la gran misionera de la presencia de Dios (cf. M.-M. Philipon, En presencia de Dios. Isabel de la Trinidad, Barcelona, p. 31). En un tiempo como el nuestro, caracterizado por un eclipse de Dios –incluso en medio de fenómenos religiosos–, esa presencia es, simultáneamente, un anhelo, una urgencia y una esperanza. Cuando, consciente de su enfermedad mortal, se acercaba al inevitable desenlace, así escribió:

“Antes de partir, quiero enviaros una palabra de mi corazón, testamento de mi alma. Jamás el Corazón del Maestro estuvo tan desbordante de amor con en el instante supremo en que él iba a dejar a los suyos. Me parece que algo análogo pasa en su pequeña esposa al acabarse su vida, y siento como una oleada que sube de mi corazón hasta el vuestro. Querida Antonieta, a la luz de la eternidad, el alma ve las cosas en su verdadero punto. ¡Qué vacío está todo lo que no ha sido hecho para Dios y con Dios! Os lo ruego, marcadlo todo con el sello del Amor. Sólo esto es lo que subsiste… Mi Antonieta amada, os dejo mi fe en la Presencia de Dios, ese Dios todo Amor que mora en nuestras almas. Os lo confío: Es esta la intimidad con Él por dentro, la que ha sido el hermoso sol que irradiaba en mi vida, haciendo ya como un cielo anticipado” (ibid., 31-32).

Palabras que el mundo necesita seguir escuchando, que reclaman nuevos testigos, que abren siempre a nuevos horizontes y esperanzas.

 

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