La Pascua es un canto a la vida. O tal vez debería decir mejor que la Pascua es la vida cantando. La vida humana rescatada por el que es en sí mismo la vida. La vida humana venciendo las ambigüedades gracias a que la hizo suya el Verbo de Dios. La vida humana integrada en un plano superior, el de la vida eterna. Vida buena. Vida bella. Vida eterna. Eso es la Pascua. Y por eso es Pascua florida.

En el Año de la Misericordia, nos aproximamos también la Vida victoriosa como una plegaria. La antigua Secuencia Victimae Paschali laudes concluye precisamente así, invocando con humildad al Rey que ha vencido en la conflagración entre vida y muerte: “Tu nobis, Victor Rex, miserere”. La traducción española es sugestiva, aunque extiende la bella concisión latina: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”. El original se reduce a lo esencial: Tú, Rey Vencedor, ten piedad de nosotros”.

Un “miserere” es, en efecto, el cierre de la Secuencia pascual. Porque aún en el júbilo insuperable de la Resurrección, el ser humano debe recordar que es depositario de los frutos de una gesta de amor inmerecida. El “aleluya” incansable de este tiempo reconoce siempre la gloria de Dios y la pequeñez humana. Y si le es concedido participar de la vida, de la vida plena, lo hace con la sencillez del niño obsequiado. Supera la tentación del capricho narcisista y hedonista. Goza, sí, pero goza en la verdad. No en la ilusión vana. Sabe que puede confiar, que es objeto de un cariño paterno que no se ha medido en su generosidad, pero también que su propia participación es mínima. Entra al banquete sin pretensiones y sin exigencias. Hace fiesta, escucha los cantos y los entona, baila y ríe, pero sin ignorar que es convidado. No pagó para acceder. Como no lo hizo tampoco para entrar en la vida. Toda su alegría es don.

Más aún, el anfitrión no sólo es grande y se ha empequeñecido para dignificarnos. Además, ha sido indulgente. Ha perdonado. La memoria del perdón es siempre sana. No para reconstruir los hechos dolorosos del fracaso, sino para captar con mayor claridad la voz preciosa del Padre cuando nos acoge con su abrazo y nos reviste con dignidad filial. La turbadora noticia del Sepulcro vacío no se entiende bien sino a partir de las heridas trasfiguradas. El horror de la muerte fue vencido, no borrado. La narración absurda de la violencia humana no ha desaparecido, se ha integrado. Tenemos una nueva luz, pero la tarea prosigue.

El canto de la Pascua no desdice, pues, la misericordia. Al contrario. Es misericordia pura. Misericordia absoluta. Nos vuelve a afirmar que la Vida tiene entrañas, y que su abismo no es inaccesible. Nos ayuda a ver la historia desde dentro, no como una escenificación indiferente que nos entretiene, sino como un acontecer que siempre nos involucra. Nos involucra porque estamos vivos. Porque la victoria en nosotros será también vida, vida desde dentro. Porque la victoria es ya parte de nuestra vida pasajera, a pesar de todas las contradicciones que encontramos en ella, y porque al mismo tiempo permanecemos abiertos a una vida ulterior, que se nos ofrece en la esperanza. La vida se defiende, contra todas las fuerzas disgregadoras, violentas, contaminantes y asesinas. Ante ellas, justamente, persevera en su súplica ferviente. La vida ora en cada latido, en cada beso fiel, en cada defensa valiente. Y ahí, desde el más pequeño rincón del mundo, no deja de ser anuncio jubiloso del Rey Vencedor, canto de vida y advertencia profética ante sus detractores. En verdad, ha resucitado. Aleluya. Miserere.

Foto: El Greco, La Resurrección

 

Google News

Noticias según tus intereses