Foto: Leandro Bassano, El rico y Lázaro

La misericordia es contracultural. Pero también es una realidad de la que está particularmente sedienta nuestra cultura. Tal vez por eso no es políticamente incorrecta. Nadie se atrevería a señalar la compasión como una actitud reprobable. Y, sin embargo, su práctica resulta ambigua.

De hecho, ha suscitado un enorme interés, incluso en ámbitos científicos. Se cuentan recientemente muy valiosas investigaciones que han abordado, por ejemplo, la base neurológica de la compasión. Hay que reconocer, sin embargo, que existe en ella un nivel más hondo, espiritual, que inevitablemente se escapa a los acercamientos empíricos, y acaso se encuentra en él su más específica identidad.

Como valor, la misericordia es una victoria del humanismo genuino. Intuye por principio la dignidad del desfavorecido y se compromete de entrada con él. Se opone a las perspectivas que defienden la ley del más fuerte, la segregación racial o la calificación del ser humano a partir de sus capacidades y recursos.

Hemos dicho que es contracultural. Y es que, aunque en muchos foros se mantenga un discurso que la favorece y defiende, la práctica cotidiana bloquea las más nobles intenciones. En efecto, la misericordia se opone a la “cultura del descarte”, fuertemente asumida por muchos y denunciada con tanto ímpetu por el Papa Francisco. Decía, en efecto, hace un par de meses, que la cultura de la salud tiene como elementos constitutivos la acogida, la compasión, la comprensión y el perdón, que sirven a las personas necesitadas que son dejados de lado o aún rechazados en esa cultura del descarte (cf.  a los participantes en la XXX Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para los Agentes Sanitarios).

Pero la misericordia también es una postura que renuncia al hedonismo enarbolado hoy como un elemento esencial del sentido de la vida; al legalismo que antepone lo institucional y formal al bien integral de las personas concretas, en sus necesidades reales; al individualismo, que hace del imperio de la libertad un principio absoluto, en el que con frecuencia el necesitado queda relegado al nivel de un estorbo, o cuando mucho de un mal tolerado. En la lógica del mercado y de la competitividad profesional, la misericordia es un error. Para ciertos evolucionismos, incluso una perversión, que impide el desarrollo natural de la especie a partir de la sobrevivencia del más fuerte.

Hemos dicho también que es ambigua. Porque es verdad que la buscamos, al reconocerla como valor. Pero con muchos límites. Procuramos una compasión que no duela demasiado, que no implique sacrificios y molestias, que nos haga sentir bien, buenas personas, pero que no nos comprometa demasiado ni nos lleve muy lejos. Una compasión ligera, sobrellevable. Una misericordia que no sea incómoda.

El desafío del Año de la Misericordia dista, por ello, de ser una simple motivación filantrópica para respaldar a algunos hermanos desfavorecidos. Contiene una poderosa crítica cultural, pero al mismo tiempo aporta el horizonte para una transformación personal y social. Por ello puede entenderse en la lógica de un “jubileo”. El tiempo tiene un alcance sagrado, que nos permite situarnos en él para procurar lo mejor de nosotros mismos y abrirnos a Dios, suscitando una conversión. La insatisfacción con nuestra propia humanidad, en tantos aspectos tecnificada, racionalizada e instrumentalizada, nos hace ver que la intuición de fomentar la misericordia como un ejercicio comunitario es más que pertinente.

La inspiración que el Papa Francisco tomó de Juan Pablo II merece ser recordada: “La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez demasiado unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia”. De ahí que “muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen…, casi espontáneamente, a la misericordia de Dios” (Dives in misericordia n. 2, citada por Misericordiae vultus, n. 11).

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