Es fácil reducir Aliados (Allied, 2016) a un remedo del cine de los 40. En su primera imagen, el director Robert Zemeckis —el conservador romántico de Forrest Gump (1994)— nos muestra el desierto marroquí como la imagen de dos confines que se tocan: el cielo y las dunas inmóviles, eternas. De repente, un par de pies atraviesan la imagen de arriba abajo y lentamente avanza el resto del cuerpo de Max Vatan (Brad Pitt), un espía canadiense que se infiltra por paracaídas en territorio ocupado por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. La pacífica escena contrasta notoriamente con los violentos aterrizajes de, por ejemplo, Band of Brothers (2001), producida por Steven Spielberg. Con aquella serie y su cinta previa Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), el maestro hollywoodense redefinió el realismo en el cine bélico como no se hacía desde La batalla de Argel (La battaglia di Algeri, 1966), de Gillo Pontecorvo. Robert Zemeckis, por el contrario, no parece traer nada nuevo durante el comienzo de Aliados. Al contrario, si Band of Brothers nos enseñó que en un salto desde un C-47 siempre había que mantener las piernas juntas o se partirían, Zemeckis nos muestra a su protagonista con las piernas separadas, descendiendo como nieve en el invierno. Es una imagen romántica.

Resulta todavía más romántico ver a Max elegante, atractivo, bien vestido, su piel indiferente al calor, mientras espera un auto que viene por él en el desierto. Más adelante, cuando se encuentra en un lujoso bar con su contacto, Mariane Beauséjour (Marion Cotillard), notamos inmediatamente una iluminación que resalta los rasgos de los protagonistas para embellecerlos. Salvo que mi imaginación haya buscado lo inexistente, me parece que en una toma Brad Pitt adquiere un parecido notable a Humphrey Bogart en Casablanca (1942), de Michael Curtiz. Para este momento, la sospecha se ha convertido en realidad: Zemeckis ha creado una pieza nostálgica que hace poco más que recrear los melodramas del viejo Hollywood, sin embargo hay algo anómalo en la forma en que lo hace.

Podemos dividir la película en dos episodios: uno, el de Casablanca, donde los personajes tienen diálogos melodramáticos entregados en susurros. Ahí, Vatan baraja cartas como el mejor croupier de Mónaco y falla una apuesta a propósito para ir a una velada donde estará su blanco. Antes de la misión, Mariane y él comienzan a sentir algo por el otro y hacen el amor en un auto durante una tormenta de arena. Es una película de James Bond que alude constantemente a Curtiz, pero la explícita violencia hacia el final de este episodio nos apunta a un realismo escondido. En la segunda mitad, cuando Max se ha casado con Mariane y viven juntos con su bebé en Londres, la estética y el tono de la película cambian por completo. No es una traición de Zemeckis, y aunque los espectadores pueden asumir esto como tal, no es un error: la película pareciera estar haciendo una crítica de las ilusiones. La guerra horrible es presentada como un romance; la paz familiar es una debacle. A partir del episodio londinense los colores se hacen más oscuros, no debido al clima inglés sino a la posibilidad de que Mariane sea en realidad una espía alemana. Quizá sería ir muy lejos decir que la cinta es una metáfora del estrés postraumático o de las ilusiones perdidas del matrimonio. No hay símbolos que apunten a ello y más bien Zemeckis tiende a permanecer en lo anecdótico, es decir, sólo quiere contar su historia y entretener. Sin embargo hay pequeños detalles que sí afirman una ruptura consciente con el cine clásico de Hollywood.

En apariencia, es dramáticamente innecesario que la hermana de Max, Bridget (Lizzy Caplan), sea lesbiana. Su orientación sexual resalta en una película de este tipo pero no aporta absolutamente nada a la trama. Si estuviera aislada de otros elementos similares, parecería una mera ocurrencia moral para mostrar lo incluyente que es Hollywood, pero alrededor de los Vatan se construye una naturalidad inesperada en una cinta sobre la vida londinense durante la guerra. Vamos, el cine hecho por los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial tiende a moralizar a sus héroes como gente buena, heterosexual y sin vicios, que pelea por el bien común y no usa palabras más fuertes que hellinfierno o diablos, dependiendo del contexto—. Fue hasta que cineastas como Samuel Fuller y Robert Aldrich obtuvieron grandes presupuestos que comenzamos a ver figuras menos perfectas, más sucias. Aliados comienza pareciéndose al cine previo a estos directores pero en su segunda mitad se transforma en el cine posterior a ellos. Max, por ejemplo, comienza a usar los derivados de fuck, y ya nadie susurra cuando habla. La interacción entre Mariane y él es completamente lo contrario al melodrama, y tanto Cotillard como Pitt interpretan a sus personajes como padres de familia normales, sin diálogo extremo. Más adelante, durante una fiesta, vemos a algunos de los asistentes usando cocaína y escondiéndose en armarios y cuartos de donde Max los saca semidesnudos. Estos no son los londinenses de Laurence Olivier y Vivien Leigh, sino unos quizá más parecidos a los reales: humanos diversos que actúan donde la moral vieja y sus juicios no alcanzan a verlos.

Zemeckis se rehusa a la mojigatería aunque recae en el melodrama hacia el final de la cinta, que por cierto contiene imágenes tan explícitas como las del final de la primera mitad. Aliados termina siendo desigual —pero no mala— y probablemente intrascendente, es decir, no nos acordaremos de ella en unos 20 años —quizá ni siquiera en unos cinco—, pero no por eso deja de ser un experimento interesante que refleja una convicción progresista de abandonar la nostalgia por un cine viejo. Para algunos espectadores quizá sea interesante compararla con la reaccionaria Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), de Mel Gibson, que en vez de encontrar la modernidad en los 40, regresa en el tiempo a esos años para hacer propaganda cristiana, y a los 80, para filmar una violencia desmedida que se disfraza de honor.

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