Xavier Dolan es un tipo intenso. En su filmografía ha habido tantos gritos y resentimiento como hay balas y muerte en las películas de Arnold Schwarzenegger. Un amigo mío lo entrevistó y tuvo la impresión de haberlo irritado porque no puso su cinta Mommy (2014) en el primer lugar de las mejores películas de 2014. En cambio, nadie se enojó de que Dolan no estuviera familiarizado con la obra de Jean-Luc Godard, que compartió con él el Premio del Jurado en el Festival de Cannes por la revolucionaria Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014). Y no habría por qué molestarse, aunque sí resulta preocupante el desinterés del joven cineasta en la gran tradición cinematográfica que lo precede. “Si he alcanzado a ver más lejos”, dijo Isaac Newton, “ha sido parado en los hombros de gigantes”. Dolan puede no mirar desde los de Godard pero ha creado una filmografía a la vez creativa, atractiva, reconocida y premiada. Entiendo su éxito pero no lo apoyo. No es porque sea un inconformista —aunque lo soy— que no alcanzo a distinguir totalmente el genio de Dolan, quizá mi falibilidad me impide verlo —como a Michel Ciment la suya le impidió ver la grandeza de Fassbinder— pero estoy convencido de que bajo la pirotecnia de su estilo, Dolan esconde solamente la visión de un niño. De un niño herido, más precisamente.

Desde Yo maté a mi madre (J’ai tué ma mère, 2009), su primer largometraje, hasta el último, No es más que el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), Dolan ha ilustrado la familia nuclear, el vecindario, la escuela y la realidad en general como una intemperie hostil donde la mayor víctima es él. Víctima de su madre, de la sociedad, de un efebo que los enfrenta a él y a su mejor amiga en Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010) y del conservadurismo rural en Tom en la granja (Tom à la ferme, 2013), el Dolan que aparece en pantalla —interpretado por él mismo o por alguien más— es siempre un alma sensible que explota ante la crueldad de su entorno, que se niega a concederle su libertad. El protagonista de Laurence Anyways (2012) es el único que no podría estar basado en el propio Dolan —es un transexual que decide convertirse en mujer— y aun así comparte las características de los demás personajes. La razón más frecuente por la que las muchas sombras de Dolan son perseguidas es la diferencia: sentimental, sexual, intelectual. El director se ve a sí mismo como una crítica al sistema que, herido mortalmente por su presencia, responde intentando aplastarlo. Esta sensibilidad no me recuerda tanto a la de la víctima como a la del autoritario fracasado. Aclaro que la discriminación es un dolor real y una tortura que infligen las visiones menos civilizadas sobre lo que les extraña, pero hay un autoritarismo en Dolan que se manifiesta, a mi juicio, en su falta de compasión hacia sus enemigos.

Al igual que otros dos grandes paranoicos, Lars von Trier y Alejandro González Iñárritu, Dolan destruye a sus perseguidores con el arma predilecta de los dictadores: la simplificación. Lo que en la propaganda es un mecanismo efectivo para provocar odios, en el arte es un error que atenta contra el objeto mismo de la creación: la complejidad. Von Trier se salva a veces, como en la extraordinaria Europa (1991), gracias a la cualidad fantasmagórica de sus imágenes. El director danés nos ubica en una psique torturada, la suya, y nos deleita con sus visionarias pesadillas. Lo que vemos es claramente irreal; son las vengativas fantasías de un hombre enfurecido con todo y dispuesto a castigarnos por ello. González Iñárritu intenta alcanzar lo metafísico, la gracia. Aunque sus técnicas provengan de otros cineastas, su cine al menos ha hecho algo por desafiar los estándares de Hollywood con las imágenes de Emmanuel Lubezki. Dolan, en cambio, parece anclado en la realidad. Quiere que le creamos. Sus guiones son intensamente naturalistas, es decir, se esfuerzan por no parecer ficciones con su lenguaje y situaciones ordinarias, mientras que las actuaciones resaltan igualmente una intensidad cotidiana en pleitos domésticos. Sus imágenes, por el contrario, tienden a iluminar de manera moralizante. Tomemos como ejemplo la oscuridad estorbosa de No es más que el fin del mundo. Para un director tan interesado en sus actores, Dolan deja ver muy poco de sus rostros en su última película, con el fin de condenar la vida suburbana a la que regresa su protagonista, un escritor sensible, ilustrado y gay. Literalmente se sumerge en el oscurantismo. En contraste, la luz emerge en un flashback donde Louis (Gaspard Ulliel) experimenta con su sexualidad y las drogas. Es cierto que Dolan está ilustrando la sensibilidad de su personaje pero también se está identificando con ella, hasta el punto de ningunear a los otros. La familia de Louis son caricaturas, tanto como él mismo, pero él está orientado a la virtud mientras que los demás contrastan en todo: son ruidosos, violentos, histéricos y conservadores. No son personas sino imágenes del resentimiento.

La construcción dramática de Dolan es siempre tendenciosa y nos fuerza a la identificación con la víctima, que es moralmente incontestable. ¿Cómo juzgar a estas figuras cuyo único deseo es la libertad? Los opresores, al contrario, son villanos que en Tom en la granja llegaron a tal vileza que intentaron matar al inofensivo protagonista. Esta paranoia que simplifica al opresor, en vez de comprenderlo, no es un error exclusivo de Dolan ni necesariamente un error. Hitchcock hizo una carrera brillante de este tema pero su filmografía muestra una maduración de Los 39 escalones (The 39 Steps, 1935), una fantasía claramente, a Vértigo (Vertigo, 1959), una película donde, si bien hay un impulso exterior que busca destruir al protagonista, es el carácter de éste el que lo empuja al intimidante vacío. “El carácter”, dijo Heráclito, “es el destino del hombre”, pero para Dolan su supervivencia es el triunfo de su virtud, mientras que su caída, siempre el objetivo de los otros, es mucho más que el fin del mundo. No existe lo trágico en Dolan porque su cine siempre busca justificarlos a él y a la audiencia. Yo no fui, fueron ellos. La suya es una imagen mañosa que muestra el mundo como queremos que sea, mientras da la apariencia de ser lo que es. ¿Es eso malo? No, pero me parece intelectualmente pobre. Quizás un día Dolan quiera dar una imagen más compleja de sí y de sus opresores, pero hasta entonces su talento —porque lo tiene— se ceñirá al capricho.

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