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¿Mujeres asesinas?

04/03/2019 |02:17
Redacción El Universal
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Las mujeres suelen ser el eslabón más débil en la cadena criminal. En cientos de casos, por “amor” a la pareja o un familiar —miedo, en realidad—, encubren un delito, “cuidan” a una víctima o participan de un delito. Solo 5% de la población penitenciaria en México es femenina, sin embargo, una mayoría de mujeres en nuestro país son o han sido víctimas de abusos y violencia física, sexual o psicológica.

En México, 9 mujeres son asesinadas todos los días; 2 de cada 3 han experimentado algún tipo de violencia; 41% ha sido víctima de violencia sexual. El contexto importa, claro, así como las condiciones de pobreza, marginación y la falta de oportunidades, pero también la falta de perspectiva de género en diferentes ámbitos de la esfera pública, desde la política educativa hasta la procuración e impartición de justicia.
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Edith es madre de 7 hijos. Trabajaba como mesera de 1pm a 3am en un restaurante-bar. El resto del tiempo lo dedicaba al hogar y el cuidado de sus hijos. En su casa, los golpes y gritos eran constantes. Su esposo era sumamente violento. Le pegaba frente a sus hijos, la violaba en su propio hogar y le quitaba el sueldo que ganaba. Las niñas y niños sufrían el mismo maltrato.
 
Un día, él llegó a la casa y Edith no estaba. Había ido al médico. Al regresar, la humilló acusándola de haber estado de “ramera”. Fuera de sí, aventó a una de sus hijas contra la pared. No era la primera vez que lo hacía. Edith ya había levantado una denuncia, pero las autoridades nada hicieron. Con la bebé lastimada, su esposo la obligó a ir al mercado a comprar comida. Ella no pudo más. Compró un litro de jugo y disolvió en su interior clonazepam que le habían suministrado en el hospital. Su esposo lo tomó. Murió a los 5 minutos de una sobredosis. Edith está condenada a 27 años 6 meses de prisión por homicidio calificado.
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Para Adriana, el inicio de su matrimonio, fue también el comienzo del infierno. Durante la luna de miel, su esposo empezó a beber sin parar y a tener ataques de celos. En una ocasión, mientras ella se bañaba, él entró a la regadera con cepillo de dientes en la mano, amenazado con introducírselo en el ano y gritando que le “pertenecía” y que tenía que “comportarse como tal”. Los siguientes nueve meses fueron de violencia extrema. Del alcohol, su marido pasó también al consumo de cocaína.
 
Una noche, él comienza a violentarla, estando en su habitación. La golpea y le sangra la nariz. Ella logra zafarse, toma su teléfono celular y ya en la planta baja de la casa, toma un cuchillo para defenderse. Furioso, su esposo baja a buscarla. La azota contra la pared y comienza a asfixiarla. Como puede, Adriana toma el cuchillo que había escondido en su espalda y comienza a enterrárselo. Se lo clava en el cuello e inmediatamente brota la sangre. Es la herida que termina con su vida. Ella escapa, vive escondiéndose algunos años, hasta que es capturada y enjuiciada. Hoy purga una sentencia de 30 años de prisión por homicidio.
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El esposo de Alejandra hacía trabajos de tapicería para varios policías ministeriales de una Fiscalía en la CDMX. Durante 10 años la relación de él con los agentes se estrechó y fueron estos últimos quienes le propusieron incursionar en el negocio de la venta de droga. Aceptó.

Aquella decisión fue un parteaguas. Él comenzó a drogarse y a ganar mucho dinero, pero la actitud hacia su familia cambió radicalmente: se volvió violento y agresivo. Los fuertes golpes y maltratos hacia Alejandra eran cotidianos, así como la violencia contra los hijos de ambos.

Alejandra comenzó a ser forzada por su esposo a empaquetar las dosis de cocaína. Contó las veces que trató de escapar con sus hijos: siete. Las mismas que fue al Ministerio Público a denunciar agresiones. Nadie la escuchó. Tras cada intento, la reprimenda era más violenta. Su esposo terminó por encerrarla bajo llave. La última vez, la dejó incomunicada durante ocho días. Con ella estaban sus tres hijos. Esa fue la gota que derramó el vaso. Comenzó a pensar cómo matar a su marido. No le importaban las consecuencias, solo lograr su cometido. Lo envenenó. Hace ocho años, tras los hechos, fue sentenciada a 34 años de prisión.
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Las historias de Edith, Adriana y Alejandra son botones de la realidad que viven millones de mujeres. Ellas cometieron un crimen y están pagando, pero el Estado les falló porque no fue capaz de protegerlas. Hoy que sobre la mesa está la red nacional de Refugios para mujeres —y sus hijos— víctimas de la violencia, debemos escuchar a quienes han sido violentadas, sus historias y realidades. México es un país peligroso para ser mujer. Darle la espalda a miles que hoy encuentran en un refugio la única vía de sobrevivencia, no solo es un asunto de equidad de género, sino de vida o muerte.
 
Directora de Reinserta