No es posible hablar del federalismo mexicano en singular porque en la realidad tenemos uno para cada materia relevante del Estado. El educativo, por ejemplo, tiene poco que ver con el sanitario, con el judicial o con el de la seguridad o la justicia.

El régimen político mexicano, en lo que toca al federalismo, es un desastre, porque en el camino se improvisó sin atender la coherencia constitucional. Ni la Constitución ni las leyes generales ni las locales resuelven el trazado de competencias, mucho menos de concurrencias, entre los ámbitos de gobierno. Este es el problema principal.

Cuando una persona no puede distinguir con precisión qué instancia del Estado es responsable de garantizar su derecho o ante qué instancia deben cumplirse las obligaciones, el conflicto es mayúsculo.

¿A quién le toca garantizar el derecho a la educación consagrado en el artículo 3 constitucional? La respuesta a esta pregunta no es comprensible, porque un laberinto abrumador se teje entre lo que está previsto por la Carta Magna, lo que establece la Ley General de Educación, lo que dicen las leyes estatales en la materia y lo que no define nadie sobre las responsabilidades del municipio.

No se encuentra mejor la salud como derecho ni como política. En esta materia, México cuenta con uno de los sistemas más complejos que puedan observarse en el mundo. Es una mentira que exista un solo sistema nacional coherente de salud, y todavía mayor falacia es el federalismo sanitario.

Otro gran desastre lo evidencia la crisis del federalismo que toca las políticas de seguridad y justicia. La superposición de responsabilidades entre los ámbitos federal, estatal y municipal ha sido el pretexto perfecto para que no haya responsables. Es obvio que la impunidad imperante en el país tiene como fuente principalísima la crisis del federalismo. En ningún otro tema la imprecisión jurisdiccional ha hecho tanto daño.

Los ejemplos de federalismo caótico se multiplican cuando, en esta misma vena, se recorren las políticas fiscales, de asentamientos humanos, de planeación, de ciencia, investigación, desarrollo, estímulo productivo o apoyo a personas en situación de vulnerabilidad. Prácticamente todos los problemas que enfrenta el Estado mexicano tienen como apellido coincidente la crisis del federalismo, lo que obliga a atender el común denominador antes que hacerlo con las partes.

Desde 1917 cada generación ha seguido su propia moda para salirles al paso a los problemas de competencia y jurisdicción. Por ejemplo, en 1934 se publicó la Ley General de Educación, que buscaba ordenar las políticas a partir de una repartición, más central que local, de las competencias entre la Federación y los estados. Sin embargo, este ordenamiento olvidó al municipio, error terrible si se asume que es este ámbito de gobierno el que, en realidad, se encuentra más próximo a las escuelas y sus comunidades.

Desde entonces ha sido pendular el tratamiento de la educación: uno fue el federalismo impulsado en época de la reforma de los años 90 del siglo pasado, y otro muy distinto —claramente centralizador—, el de la reforma educativa de 2013.

El caso educativo sirve para ilustrar la manera en que las leyes generales han descompuesto, en lugar de ordenar, la coherencia constitucional del federalismo mexicano. La coyuntura tiende a ganar sobre la precisión y la lógica normativa.

Algo similar podría decirse de las leyes dedicadas a los asentamientos humanos. Desde 1979 puede observarse también un movimiento oscilante entre la centralización y la regionalización del desarrollo urbano y rural que, sin asideros constitucionales sólidos, terminó provocando un galimatías normativo sólo superado por el desastre observable en la realidad física de los asentamientos humanos del país.

La moda más reciente para resolver la crisis de los federalismos es la creación de sistemas nacionales. Hay, según el jurista Raúl Mejía, más de 40 sistemas. Uno de los últimos en crearse es el nacional anticorrupción y, previo a éste, el nacional de evaluación educativa. Un esfuerzo por resolver los problemas del federalismo obligaría a reconocer que la mayoría de estos sistemas han arrojado resultados pobres en lo que toca a la eficiencia de su tarea principal, que es la coordinación.

No hay solución sencilla al caos federalista de México y, sin embargo, tendrían que invertirse las preocupaciones constitucionales para ordenar de manera coherente y funcional al conjunto de responsabilidades y autoridades responsables.

La reforma de 2011 en materia de derechos humanos pone a la persona en el centro de la Constitución, y el federalismo mexicano tendría que aspirar a coordinar los recursos económicos, políticos, humanos y sociales —de la manera más eficiente— para que esos derechos sean garantizados, al tiempo que las personas cumplimos con nuestras respectivas obligaciones.

Esto implicaría un replanteamiento mayor de nuestro federalismo, una cirugía que obliga a regresar al origen y reconstruir —desde la misma Constitución— la coherencia extraviada. No se trata de agregar un parche o una reforma más, sino de refundar el federalismo a partir de principios claros, flexibles y acordes, no sólo a nuestra coyuntura, sino al México de los próximos 100 años.

Merece atención prioritaria la reconstrucción de un federalismo que ponga en el centro a la persona y que, para garantizar sus derechos, coordine con eficiencia las responsabilidades reclamadas, desde la Constitución, al Estado mexicano.

* Periodista y analista

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses