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Aldo está sentado en un sillón. Tiene puesta una bata azul. Es un hombre alto. Ha perdido más de 20 kilos, cerca de un tercio de su peso normal. Podría ser un normalista sobreviviente para relatar lo que ocurrió la noche del pasado 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, pero está en coma.

No aparenta ser un joven de 20 años, como si el deterioro de su cuerpo se adelantara a su verdadera edad. El 7 de enero fue su cumpleaños, su familia mandó hacer un pastel amarillo con la figura de la camiseta del club América, su equipo favorito.

A pesar de que sus ojos están abiertos sólo mira hacia arriba, al techo, quizá su mirada está puesta en la última imagen que vio la noche en que una bala atravesó su cerebro de lado a lado y cayó abatido, mientras que los policías de Iguala atacaban a estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa.

Su hermana Gloria, quien lo cuida en el hospital, checa los catéteres, los tubos, revisa que no se tapen; Aldo, mientras tanto, hace lo propio, lo suyo: de algún modo continúa en la resistencia, soportando los embates de agujas, sondas, tubos, una traqueotomía y el dolor en su cuerpo.

Está por cumplir un año en el hospital. La duración de su estado de coma es imprevisible y la familia también continúa en resistencia; espera un milagro e interpreta cualquier movimiento de Aldo ( aunque sea un pestañeo) como una esperanza.

Su único reflejo es el bostezo, lo hace todo el tiempo en el cuarto del hospital donde por primera vez su familia permite el acceso a un medio de comunicación, con la petición de que no se le fotografíe ni tome ningún video. Sus padres y sus 13 hermanos han decidido que la imagen de Aldo sea preservada.

Aldo tiene un escapulario café anudado en su muñeca derecha y aprieta dos pelotas pequeñas y amarillas entre sus manos, para que éstas permanezcan abiertas y sus propias uñas no lo corten.

Después, dos enfermeros varones entran al cuarto para pasarlo a la cama, es un colchón especial, de agua; Aldo tiene almohadillas pequeñas por todas partes: una entre las rodillas, otra en su codo derecho, una más en su codo izquierdo, otras en cada uno de sus tobillos. Estos pequeños aditamentos están previstos para minimizar la presión de su cuerpo contra el colchón.

Aldo no tiene ningún control
consciente de sus movimientos. Está recibiendo varios tipos de terapias, una de ellas es para la cicatrización de heridas y evitar las llagas. Un electrocardiograma detecta su ritmo cardíaco. Está rodeado de aparatos para evitar las complicaciones ortopédicas, respiratorias y cutáneas propias de un paciente gravemente afectado y con daño cerebral probablemente irreversible.

Aldo ahora ha cerrado los ojos. Su hermana le hace una caricia en la cara, ya no con ternura sino con rudeza. “Para que la sienta”, dice. Lo despeina un poco, juega con él. Le habla, le reclama: “¡Ya te vas a dormir de nuevo, flojo!” Gloria no apaga la música que todo el tiempo tiene prendida en un celular junto al sillón de Aldo, “ a mi hermano le gustan las cumbias”, dice.

La familia Gutiérrez Solano enfrenta situaciones administrativas y de pagos a solventar. “Las cosas cada tres meses se complican, pues nos piden que liquidemos las cuentas pendientes, que ascienden aproximadamente a 120 mil pesos mensuales. Si nos atrasamos comienzan a restringir ciertas cosas en el hospital, por ejemplo, nuestro acceso por los elevadores. Por ahora, el gobierno del estado de Guerrero ha liquidado todas las cuentas”, explica.

“Esta vez el director nos indicó que ya se había hecho lo humanamente posible por él, sugirió que lo lleváramos a nuestra casa en Guerrero”, comentó.

La familia aceptará el traslado de Aldo hacia su casa en Tutepec, municipio de Ayutla de los Libres, en Guerrero, hasta que en ésta se den las condiciones (aparatos, cama, baño, regadera, enfermera, asistencia médica) que él requiere; mientras tanto, los hermanos mayores seguirán turnándose para viajar hacia la ciudad de México y así cuidarlo.

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