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En menos de quince días elegiremos a las personas que encarnarán a la nueva clase política del país. No sólo decidiremos quién ganará la Presidencia de la República, sino quiénes ocuparán 18,298 cargos públicos en 30 entidades federativas. El solo enunciado de esa cifra mayúscula corta la respiración. Cerca de dos decenas de miles de individuos que asumirán la responsabilidad de tomar las decisiones políticas más importantes de México, en casi todo el territorio de la nación.
Vale la pena recordar este dato no sólo porque la competencia descarnada por esos cargos podría entorpecer la jornada electoral del 1 de julio, sino porque sabemos muy poco de esta nueva (o vieja) camada de políticos que tomará las riendas de miles de puestos que nos afectarán por los próximos tres o seis años.
Distraídos por la contienda más importante, hemos pasado por alto que, además de la renovación total del Congreso de la Unión, elegiremos a las personas titulares de nueve gubernaturas —incluyendo la jefatura del gobierno de la CDMX, que hará cumplir una nueva Constitución— de 972 diputaciones locales, de 1,596 presidencias municipales y de las nuevas alcaldías de la capital, a quienes se añadirán 1,237 concejales, 1,664 sindicaturas y 12,913 regidores, además de otros cargos electos por usos y costumbres. Esto significa, repito, que habrá una nueva composición de la clase política del país y, en consecuencia, nuevos arreglos y nuevos contrapesos en el ejercicio de los poderes públicos.
Nadie sabe a ciencia cierta qué tendremos el 2 de julio. No hay datos completos que nos permitan saber quiénes son y de dónde vienen las personas que ocuparán esos miles de puestos públicos. Tenemos atisbos, retazos de información, trascendidos, pero no certidumbre sobre sus trayectorias ni, mucho menos, sobre sus méritos o sobre las condiciones que tuvieron que cumplir para convertirse en candidatos a las posiciones que están en disputa.
No tenemos certeza sobre el pasado de la mayoría de los candidatos, sobre sus aportaciones o sobre sus credenciales políticas. Y tampoco la tenemos sobre el futuro que nos ofrecen: hay ideas sueltas, programas fragmentarios, negociaciones entre partidos que solamente comparten la ambición de ganar pero que no tienen la más mínima identidad ideológica. Nadie puede contar cuántos llegaron a las boletas como producto de negociaciones inconfesables, ni hay medios para distinguirlos con claridad meridiana de quienes realmente han de responder a la voluntad popular.
Los datos que hasta ahora se han publicado nos confirman, en cambio, el desdén con el que han venido evolucionando la mayoría de esas candidaturas. Nadie tiene una base completa —o nadie que la tenga la ha publicado— sobre la historia personal de esa nueva (o vieja) clase política que llegará a gobernar en todos los rincones de México. Ni siquiera el INE ha conseguido reunir las hojas de vida completas de quienes aspiran a ser diputados federales o senadores: 85 de cada 100 se han negado a ofrecer las piezas de información que el órgano electoral nacional ha solicitado para ponerlas al servicio de los ciudadanos. Y el Inai, por su parte, decidió aplazar la valoración sobre el cumplimiento de las obligaciones de transparencia de los partidos hasta después de las elecciones.
Conocemos hasta el último de los detalles de los candidatos a la presidencia de la República, pero ignoramos casi todo sobre los 18,298 personas que muy pronto llenarán las nóminas de los órganos políticos principales de México. Vamos caminando de espaldas hacia el futuro. Y ese futuro ya está esperándonos, al doblar la próxima esquina.
Investigador del CIDE