La Corte está para protegernos. Su función como contrapeso de los otros poderes se realiza en situaciones dramáticas, donde los derechos de personas de carne y hueso reclaman su intervención. Si los ministros abdican de esa función y se limitan a citar leyes sin vincularlas con los derechos atropellados, invalidan su misión principal. En un régimen democrático, la Corte es el poder de quienes no tienen poder.

El derecho de amparo no se puede convertir, a consecuencia de la construcción de alegatos técnicos sin espíritu, en el desamparo de los más débiles. Y aunque los ministros están obligados a reaccionar ante cada caso, lo cierto es que sus criterios influyen de modo decisivo en la salvaguarda o la destrucción jurídica del principio de igualdad.

Por eso es inaceptable el proyecto elaborado por el ministro Alberto Pérez Dayán respecto el caso de una trabajadora del hogar que buscó a la Corte para defender sus derechos laborales, después de prestar sus servicios para una misma familia por mas de cincuenta años, hasta que su patrona decidió despedirla cuando cruzaba ya los 80 de edad y dejó de serle útil, abandonándola, literalmente, al más completo desamparo.

Ese proyecto (amparo directo 9/2018) dice cosas como esta: “El hecho de que los empleados domésticos no se encuentren contemplados dentro del régimen obligatorio del Seguro Social —dirigido a los trabajadores en general—, atiende a una diferenciación objetiva y razonable, a saber, que los empleados domésticos se distinguen intrínsecamente de los demás trabajadores, ya que la naturaleza y especificidades de su labor es de carácter especial”. Añade el proyecto que: “los empleados domésticos se ubican dentro de los trabajos especiales que se rigen por sus propias normas”.

“Esta Sala concluye —sigue diciendo el proyecto— que los sujetos comparados en la especie no son iguales y por ende, se encuentra justificado el trato asimétrico que la ley otorga respecto de uno y otro régimen jurídico, en tanto que, como se ha razonado, los trabajadores domésticos pertenecen a los denominados trabajos especiales, lo que amerita un trato diferenciado respecto los trabajadores en general”.

Parece increíble, pero hay mucho más. Ese texto añade que el principio de progresividad “requiere un dispositivo de flexibilidad necesaria que refleje las realidades del mundo real y las dificultades que implica para cada país el asegurar la plena efectividad de los derechos económicos, sociales y culturales”. Y según los redactores de la Corte, es correcto que los trabajadores del hogar sean sometidos o liberados de esa flagrante desigualdad a partir de la buena voluntad de sus patrones, quienes pueden —o no— ayudarles a inscribirse voluntariamente en el Seguro Social, pues cuentan con la “posibilidad de gestionar y obtener que un tercero, persona física o moral, se obligue ante el IMSS a aportar la totalidad o parte de las cuotas a su cargo”. Y sigue, sin freno: “Máxime que el aludido régimen voluntario ha dotado de flexibilidad legislativa suficiente para que el trabajador doméstico y el patrón determinen, en común acuerdo, el porcentaje que corresponderá pagar a cada uno respecto la cuota de cotización que corresponda sufragar para obtener las protecciones de seguridad social referidas” (Sic).

Hay mucho más en ese proyecto, pero se me acaba el espacio y la calma. Solo habría que recordar al ministro Pérez Dayán que en la “realidad del mundo real” a la que alude su proyecto, para cerca de 2 millones y medio de trabajadoras que, además, son mayoritariamente mujeres indígenas, no hay contratos ni acuerdos ni nada. Para ellas no hay más que injusticia pura y dura y la urgente necesidad de que el Estado despierte de su letargo y reconozca, sin retruécanos, que en México, donde nació la revolución social, las leyes siguen avalando la explotación de los más débiles.

Investigador del CIDE

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