15/01/2019 |05:02
Redacción El Universal
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“De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Viejo dictado que resuena en el ambiente. Salvo que alguien piense que basta con tener metas loables para que todo encuentre justificación.

No he escuchado ni leído a alguien que justifique el robo de combustible. Existe un consenso sólido en relación a que hay que combatirlo. Y ello por algo más que elemental: se trata de un delito y los beneficiarios actúan en la sombra y no están ni estarán dispuestos a defender su actividad delincuencial. Enunciar esa disposición por parte del gobierno por supuesto que suma adhesiones.

El diferendo no se encuentra en la meta proclamada sino en la fórmula diseñada para combatirlo y sobre todo en las consecuencias que ha desatado. Y ese diferendo se hace más tenso y en ocasiones agresivo (por lo menos verbalmente) porque existe un déficit de explicación en torno a lo que el gobierno está haciendo. Se repite el objetivo: el combate al huachicol, se demanda paciencia y comprensión y apenas algo más. Y a partir de ello se alinean los bandos: los creyentes de un lado, los no creyentes del otro. Y lo que llama poderosamente la atención es que para franjas nada despreciables de la población esa “no explicación” basta y sobra. No obstante, existe una parte de la sociedad que no desea ni se conforma en ser tratada como menor de edad, es decir, como entidad que debe ser tutelada y que por ello no merece conocer los detalles de la operación.

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Si el multicitado artículo del Wall Street Journal tiene visos de realidad, la pregunta que muchos nos hacemos es por qué si se conocía el estado lamentable de las refinerías y las debilidades de la infraestructura logística, se escogió una época de alto consumo para importar menos crudo ligero y cerrar los ductos. Reforma además informa que, al iniciar el operativo, 10 terminales de almacenamiento estaban vacías. Y por desgracia no tenemos respuesta.

Pero creo que hay algo más, y si es así estamos frente a un problema mayor.

Décadas de simplificar y colocar en las instituciones del Estado y sus funcionarios todas las causas de todos los males, de despreciar inercialmente su labor, de convertir en sentido común el no reconocimiento de lo que hacen, a lo mejor nos está pasando su factura. Largos años de desprecio, en los cuales incluso se construyeron prestigios personales activando el resorte anti estatal, generaron la noción compartida por muchos de que en ese espacio lo único que privaba era la corrupción, la ineficiencia y la tontería. Reparar en lo que sí funcionaba era innecesario, mal visto, simplemente no “vestía”. De tal suerte que los trabajadores y especialistas que hacían y hacen posible que el agua y la luz lleguen a los hogares (ya sé que a muchos no), que los hospitales funcionen (ya sé que con deficiencias), que exista abasto de gasolina, prácticamente fueron invisibilizados. Hemos sido buenos para detectar y denunciar carencias, pero sin apreciar lo que funciona. Quizá por ello el nuevo gobierno, empapado de ese menosprecio por las destrezas y conocimientos anidados en el sector público, pudo, con una mano en la cintura, despedir a un porcentaje importante de los funcionarios que hacen posible que las “cosas” sucedan. Y si es así (puede ser solo una impresión de mi parte) los problemas pueden multiplicarse.

Ante algunas reacciones que al parecer suponen que izquierda y virtud son sinónimos, ante tanta presunta superioridad moral, es necesario que nos planteemos una batería de preguntas elementales en serio. ¿Se puede ser incompetente y de izquierda a la vez? ¿O solo la derecha puede ser inepta? ¿La buena voluntad basta para hacer una buena gestión o se requieren conocimientos y destrezas profesionales para ser efectivos? Es probable que algunos se enojen con los simples enunciados anteriores. Pero es imprescindible asumirlos (responderlos es fácil) con responsabilidad. Porque como dice el dicho con el que empecé esta nota: “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.

Profesor de la UNAM