Desde la Revolución Francesa, bajo el inmortal lema: “Libertad. Igualdad y fraternidad”, el acceso a la aplicación imparcial y eficiente de la ley es una de las bases de la democracia como sistema de gobierno. Un ciudadano es exactamente igual a otro al momento de emitir su sufragio; de igual forma, lo son ante la petición de aplicación de la ley. No puede haber igualdad en la emisión del voto, si no la hay también frente la ley (y los jueces). Vaya: sin justicia no hay democracia.

La democracia en cualquiera de sus definiciones y clasificaciones representa sobre todo una escala de valores sociales y, por tanto, cívicos, que le hacen ser, por mucho, la mejor forma para garantizar la pacífica convivencia. Entre esos valores se encuentran la confianza que proyectan las instituciones y sus principales funcionarios. Y entre ellos destacan los que representan los soportes para que un Estado mantenga sólidas (no mínimas) bases de legitimidad, es decir, de aceptación y reconocimiento generados a través de su desempeño y probidad.

Sin duda, la administración e impartición de la justicia es uno de los principales soportes de la práctica cotidiana de la democracia. Si elevamos un poco nuestra visión y campo de análisis respecto de cómo funcionan las fiscalías en otras democracias —desde luego con sus particularidades, como son las de Alemania, España, Canadá, Brasil, Perú, Guatemala (no por ahora Estados Unidos, en donde Jeff Sessions carece de aceptación general)— observaremos que desempeñan un papel central en cuanto a las condiciones con las que cuentan el Estado y la sociedad, para constituir una base de confianza y certeza en la aplicación de la ley, en donde predominan los intereses de la nación y la colectividad.

María Moliner, en su imprescindible Diccionario de uso del español (Gredos, 1998), define que el fiscal es un “funcionario de carrera judicial que representa en los juicios el interés público y, con ese carácter, mantiene la acusación contra los delincuentes o el interés del Estado frente al de los particulares, contra el abogado defensor de ellos”. Hacer prevalecer el interés colectivo y del Estado es entonces la función esencial y, por tanto, básica del fiscal general de la nación, para el caso de México.

Si bien la inminente designación de tan relevante funcionario (todavía llamado procurador General de la República), se ha visto rodeada de una intensa polémica y fuertes tensiones políticas, no debemos dejar de lado que el debate se ha originado y centrado sobre la confianza y credibilidad que la posición debe tener en el ejercicio de la representación de los intereses de la nación. La democracia como práctica sistémica y cotidiana —en México o en cualquier otro país con cierto grado de desarrollo institucional— reclama de actos desde el poder político, en donde se den evidentes muestras del compromiso asumido para hacer prevalecer el interés colectivo.

En una clasificación por desarrollar, observemos qué relación condicionante hay entre la calidad de la justicia y los niveles de violencia, respecto de la consistencia en las prácticas procedimentales de la democracia. Es decir, las eficientes acciones judiciales, sin duda que son una consecuencia directa de los aceptados y reconocidos procedimientos político-electorales. Como bien tituló en un ensayo José Luis Orozco: Seguridad fallida, democracia fallida, una incluye, determina e influye a la otra. En consecuencia, el debate que hemos observado en estas semanas al respecto del nombramiento del fiscal, es por mucho, más profundo respecto de las consecuencias sobre la calidad de la democracia como macrosistema social.

Reducir la polémica a nombres, trayectorias personales, partidos políticos y coyunturas electorales (aunque se trate de la Presidencia de la República) implica dejar de lado las exigencias estructurales que demanda crear, consolidar y proyectar la confianza del ciudadano en sus instituciones, más en el ámbito de la interpretación y aplicación de las leyes. Al final, los funcionarios y representantes cumplirán mal o bien su encargo, pero la sociedad permanece y reacciona ante determinadas situaciones que afectan su vida diaria, entre ellas, por supuesto, la exigencia para el acceso a una eficiente y oportuna administración de la justicia.

Por último, pero no por eso menos importante, es que la contribución de una institución como la fiscalía, confiable y eficiente, es una parte fundamental de un verdadero proyecto para la recuperación de la paz pública en el país. Mientras se hacen notables esfuerzos políticos, administrativos, legislativos y presupuestales para crear corporaciones policiacas locales, por ejemplo, la ausencia o falta parcial de una procuración de justicia apropiada seguirá minando las bases de legitimidad del Estado. Y esto, a su vez, terminará por erosionar los valores de la democracia como procedimiento, al cuestionarse, con razón, las capacidades operativas de sus principales actores para atender las insatisfechas exigencias sociales en la materia.

javierolivaposada@gmail.com

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