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Guerrero: un coctel molotov listo para explotar

26/02/2018 |02:14
Redacción El Universal
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Una se preguntará qué ha cambiado en Guerrero desde hace tres años y medio, cuando 43 jóvenes de la escuela normal de Ayotzinapa fueron desaparecidos, en lo que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) denominó un ataque masivo e indiscriminado contra población civil. A pesar de que este análisis pasó desapercibido, significa que en Iguala, se pudieron haber cometido crímenes de lesa humanidad, con la posible participación de los tres niveles del Estado Mexicano.

Hoy podemos decir, con profundo dolor, que al menos a nivel estructural, no ha cambiado nada en el estado, y no solo desde que tuvo lugar la desaparición forzada de los estudiantes, sino desde antes. La histórica situación de impunidad y abandono que ha enfrentado el estado tiene décadas. Y un reflejo de esto son los hechos ocurridos recientemente en Chilpancingo, la capital guerrerense, donde durante el periodo decembrino, la policía habría hecho desaparecer a cinco jóvenes, quizá incluso seis, de los siete que se reportaron desaparecidos.

El año nuevo nos daba la pésima noticia de que, a pesar de los buenos deseos, las desapariciones forzadas siguen siendo la norma en Guerrero.

Al menos siete jóvenes fueron desaparecidos entre el 25 de diciembre y el 3 de enero en la capital estatal. Tres de ellos, tras una semana sin conocer su paradero, “aparecieron” encintados de cuerpo entero en una calle de Chilpancingo. Dos jóvenes más, que a día de hoy siguen en paradero desconocido, fueron desaparecidos en momentos diferentes, pero se cree que en el mismo punto de la ciudad. Otros dos aparecieron muertos días después, dentro de bolsas de plástico en un lote baldío. Una crónica con la que los guerrerenses se despiertan un día sí, y otro también.

Más allá de lo trágico de estos hechos, está además la tragedia de las autoridades que tiene México. Existen indicios concordantes de que la policía municipal habría participado en seis de las siete desapariciones, mientras que la policía ministerial del estado habría participado en tres.

Los tres jóvenes que aparecieron tras, según ellos, ser detenidos, ocultados y torturados por policías municipales y ministeriales el día 27 de diciembre, fueron encintados de cuerpo entero y arrojados en la vía pública siete días después.

Como el surrealismo mexicano tiene alcances ilimitados, fue la misma corporación de policía estatal ministerial, la que minutos después encontró a Alan Alexis, H. y J., y los puso a disposición de la autoridad ministerial del estado, la cual tiene ahora la tarea de investigar a sus propios elementos por los delitos de tortura y desaparición forzada.

El 3 de enero, mismo día que los tres jóvenes arriba mencionados fueron encontrados, Jorge Vázquez y Marco Catalán aparecieron muertos. Días antes, el 30 de diciembre, habían sido detenidos por policía municipal en la Feria de Año Nuevo de Chilpancingo. Hasta ahora, un policía municipal ha sido detenido por los hechos, tras una investigación que genera múltiples dudas, debido a que el caso estaría sostenido únicamente en el testimonio de un reducido número de testigos, todos ellos funcionarios públicos locales, que señalan a un solo policía municipal, en la comisión de los hechos. Sin embargo se tiene conocimiento de que más integrantes de la corporación, incluido el mando, podrían estar implicados.

En el caso de Efraín Patrón, desaparecido desde la madrugada del día 29 de diciembre, se reveló en días recientes un vídeo de las cámaras del C-4, que arroja indicios de que en este caso, también, al menos una patrulla de la policía municipal habría estado implicada en su desaparición. La ruta que este joven habría trazado ese día sería similar a la que utilizó antes de desaparecer Abel Aguilar, al que también hoy su familia continúa buscando.

Si hacemos memoria, antes de que ocurriera la tragedia de Ayotzinapa, ya había un caldo de cultivo en Iguala de corrupción estatal, narcotráfico, y control social, tan extraordinario, que no pudo sino estallar una noche de septiembre de 2014.

Si analizamos lo que ha sucedido recientemente en Chilpancingo vemos tristes similitudes. Una policía municipal con dos posibles nóminas: una pública y otra con el crimen organizado; la comisión de violaciones graves de derechos humanos; el control social en las calles, el silencio de una ciudad que todo lo sabe, pero que está aterrada de ver cómo cada día su realidad se descompone, y todavía más aterrada de denunciar. Una sociedad que mira con profunda desconfianza a su autoridad; y por último, y más desesperante, vemos un aparato de justicia estructural y operativamente diseñado para que los hilos se muevan, y la impunidad se quede. El resultado: un coctel molotov, listo para explotar.

Pero todavía hay más. Después del caso de Ayotzinapa, numerosas organizaciones fueron amenazadas e ilegalmente espiadas, con la intención de mermar sus esfuerzos, aniquilar sus energías y contribuir a la impunidad. En el caso de los siete jóvenes de Chilpancingo, las amenazas no se han hecho esperar. Marco Antonio Coronel, periodista de Televisa, el medio que cubrió de manera más profunda los eventos, fue amenazado el día 31 de enero, tras hacer públicas las videograbaciones del C-4 de Chilpancingo, donde aparece el vehículo en el que se conducía Efraín Patrón la última noche que se tuvo noticia de él, siendo seguido, y posiblemente interceptado, por una patrulla de la policía municipal.

La gravedad de estos hechos, y el posible nexo de la autoridad con el crimen organizado, nos obliga a exigir a la Procuraduría General de la República a atraer estos casos, incluidas las amenazas contra un periodista que buscan impedir que se conozca la verdad. Pero nos obliga además, a exigir reformas estructurales, que acaben con la impunidad.

Dentro de todo este horror, algo que tampoco ha cambiado es la valentía de las organizaciones de la sociedad civil, de los periodistas y de las familias, quienes denuncian estas atrocidades, defienden no sólo la vida de sus seres queridos, sino también demandan la necesidad de una autoridad que se conduzca con estricto apego y respeto de los derechos humanos.

Directora para las Américas
de Amnistía Internacional