Cuando era niño dibujó un mapa de la Luna, empezando con las observaciones detalladas que hacía desde su telescopio y terminando con lo que su imaginación le dictaba. Para el escritor y científico británico Arthur C. Clarke, bien conocido por su novela y posterior adaptación cinematográfica 2001: Odisea del espacio, la ciencia y la ficción siempre caminaron de la mano. Con el artículo “Retransmisión extraterrestre”, publicado en 1945, este icono de la divulgación científica sentó las bases del funcionamiento de los satélites artificiales en la órbita geoestacionaria. Unos 70 años después de esta publicación, el funcionamiento de estos objetos sigue planteando desafíos.

Según la definición de José Luís García, del departamento de Telecomunicaciones de la facultad de Ingeniería de la UNAM, un satélite artificial es un “aparato fabricado por el hombre y lanzado al espacio para girar de forma útil alrededor de la Tierra o de algún otro cuerpo celeste. Los satélites son como los autos, aparentemente son distintos, pero todos tienen los mismos subsistemas, según su aplicación tienen sus variaciones, pero poseen los mismos elementos”.

El Sputnik 1, lanzado en octubre de 1957, por la Unión Soviética fue el primer satélite artificial de la historia. “Pesaba 84 kilogramos y tenía una esfera de diámetro de 60 centímetros. Era básicamente una prueba para saber si se podía poner un objeto en el espacio y enviar señales”.

El especialista señala que las primeras comunicaciones con satélite eran a través de órbita baja, (LEO), cuyos límites no están específicamente determinados, pero se considera que se encuentran de 500 a mil 500 kilómetros sobre la superficie de la Tierra. “Mientras más cercano esté el objeto que gira en torno a la Tierra, tendrá que girar más rápido para que no sea atraído por la fuerza de gravedad. Necesita una velocidad que genere una fuerza centrífuga suficiente”. Los satélites de órbita baja siguen siendo empleados principalmente para aplicaciones de detección meteorológica e inteligencia, pero también pueden ser empleados en las comunicaciones.

García explica que para este último fin se emplean las llamadas constelaciones de satélites, varios objetos del género trabajando al mismo tiempo para garantizar una comunicación permanente. “Se mueven rápido para cubrir una franja de cobertura amplia en la superficie de la Tierra, de tal forma que cuando entra uno, pueda salir el siguiente y así sucesivamente”. Este es el caso utilizado por empresas de comunicaciones de cobertura mundial como Global Start e Iridium. “Cuando se colocan satélites en este tipo de órbitas, se utilizan comúnmente frecuencias que estén destinadas para ese uso y no causen interferencia en otros países”, apunta el experto.

Según la Regulación Satelital en México de la Comisión Federal de Telecomunicaciones este tipo de sistemas satelitales extranjeros se encuentran prestando servicios en territorio nacional como concesiones “siempre y cuando se tengan firmados tratados en la materia con el país de origen de la señal y dichos tratados contemplen reciprocidad para los satélites mexicanos”.

La codiciada órbita geoestacionaria

En la órbita circular que gira alrededor de los 36 mil kilómetros desde el Ecuador formando un ángulo de inclinación de 90 grados desde el eje de rotación del planeta, la velocidad de traslación del objeto es la misma que la velocidad de rotación terrestre. La denominada órbita geoestacionaria, donde los satélites se mueven a la par de la Tierra, es el principal activo para comunicaciones comerciales vía satélite.

García explica que este tipo de satélites utilizados principalmente en la industria de las comunicaciones son como tener un espejo en el cielo al que se le manda la señal y rebota con facilidad abarcando grandes regiones. “Un satélite al final es eso, un espejo sofisticado que recibe una señal y que la regresa, como si enviáramos una luz. Dependiendo de su forma, iluminará un área más grande o pequeña”.

Es por eso que las codiciadas posiciones geoestacionarias son otorgadas mediante la La Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), agencia de la ONU que acaba de cumplir 150 años de vida. La misión de esta organización es desarrollar estándares que faciliten la interconexión de las comunicaciones nacionales en las redes globales, como por ejemplo gestionando el reparto del espectro de frecuencias radioeléctricas y de las órbitas utilizadas por los satélites.

Dentro de las posiciones geoestacionarias mexicanas, tres están ocupadas por satélites de la empresa francesa EUTELSAT (anteriormente SATMEX). Otra más está ocupada por QUETZSAT, una concesión por 20 años a la empresa mexicana MedCom. Finalmente hay otras tres posiciones para el Sistema Satelital Mexicano (MEXSAT) del Gobierno Federal. La primera fue ocupada por el Bicentenario, lanzado en diciembre de 2012. La siguiente estaba pensada para el Centenario, cuyo lanzamiento fracasó en mayo pasado. Su satélite gemelo, Morelos lll, concebido como un respaldo, será lanzado en octubre.

Sergio Viñals Padilla, director del Centro de Desarrollo Espacial del IPN, indica que la condición tecnológica del Morelos III es mucho más avanzada que el Bicentenario, en el sentido de las bandas de frecuencia que maneja. “Tiene una enorme capacidad de enfocar los haces de sus enormes antenas para focalizar perfectamente todo el territorio nacional y cambiar los lugares a los cuales estamos direccionando la información”.

El también director de la Sociedad Mexicana de Ciencia y Tecnología Aeroespacial (SOMECYTA) señala que cada uno de los países que hace uso de la tecnología satelital tiene características diferentes y las aplicaciones por tanto son diversas. “Si revisamos los esquemas de comunicación y la capacidad de transmisión de señales, la fibra óptica tendría mayor eficiencia que un sistema satelital, pero extenderla tiene costos elevadísimos y en los países que tienen territorios muy amplios y con densidades de población variables esparcidas a lo largo de la geografía nacional, como Argentina, México y Brasil, se vuelve ineficiente, pero un satélite los cubre sin problemas.

Para Viñals las autoridades de nuestro país debieran apoyar más el desarrollo de tecnología satelital propia. “Normalmente lo que hacemos es controlar los satélites que pagamos. Los operamos bien, pero no diseñamos ni construimos. Todo lo pagamos al extranjero”.

El directivo agrega que como se trata de una tecnología compleja no es posible que se pueda manejar en una sola institución. Tenemos que aprender a colaborar; por ejemplo coordinando los esfuerzos de lo que hace la UNAM, el Poli o el CICESE. Los centros de investigación interesados en el tema deben establecer mecanismos de cooperación, de tal manera que uno se especialice en un tipo de subsistemas”.

“En SOMECYTA se han establecido planteamientos para construir un satélite mexicano de percepción remota, menos complejo que uno de comunicaciones y ubicado en órbita baja. Podemos hacer la mayor parte de las cosas con asesoría de organismos extranjeros experimentados, pero lo que importa es que hagamos el esfuerzo principal y hay gente esparcida en varias instituciones nacionales que pueden participar”, explica Viñals y agrega que además la investigación previa en este tipo de tecnologías desarrolla aplicaciones prácticas en diferentes áreas, como la médica.

Por su parte Jose Luís García dice que nuestro país sólo ha logrado poner en órbita un satélite hecho en México: el UNAMSAT-B. A casi 20 años de esta experiencia, García señala que la apuesta a la tecnología de microsatélites es algo que también se debe impulsar de manera seria.

“Generalmente las empresas que desarrollan satélites en el mundo les interesa vender ‘uno de un millón que un millón de a uno’, sin embargo hay compañías internacionales que han demostrado que esta tecnología también puede ser un nicho importante y redituable, como el caso de Surrey Satellite Technology Ltd, la empresa más importante de microsatélites a nivel mundial”. Sus diseños empezaron siendo proyectos amateur surgidos precisamente en la Universidad de Surrey, en Inglaterra; hoy son industria y se cotizan en millones de dólares alrededor del mundo, como un ejemplo de lo que el impulso universitario y un plan muy concreto de desarrollo científico puede lograr.

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