Durante años, en la calle Cleveland casi esquina con Holbein, en Mixcoac, estuvo estacionado un enorme automóvil Galaxy gris. Tardé en descubrir que le pertenecía a un hombrecillo de lentes que trataba de vestir con pulcritud un saco que apenas le quedaba, pantalones que se habían encogido, de los que llaman de “brincacharcos”, y corbata de moño. Practicaba modales muy respetuosos cuando deambulaba para pedir “una ayuda” a los peatones. Cuidaba su enorme auto con esmero. Nunca lo vi manejarlo; allí vivía y desapareció con él.

También el narrador de La destrucción de todas las cosas, la novela de Hugo Hiriart, vivía en un automóvil, en medio del “polvoriento paisaje mexicano con sus hileras de magueyes, sus milpas abandonadas y cerros pelones a lo lejos. En ese lugar hay un coche. Ya no funciona, por supuesto, los viejos motores de cuatro tiempos y combustible fósil hace mucho que no se usan. Pero es relativamente grande y cómodo: se trata de una camioneta Datsun roja, modelo... No, no sé qué modelo es. La parte de atrás se hace cama doblando el asiento hacia adelante. Y tiene todos los vidrios. Las llantas están desinfladas, ¿a quién no deprime ver una llanta desinflada? Pero, en fin, en ese coche vivimos. Adentro podemos estar sentados, aunque no de frente uno al otro, y acostarnos. Ester, mi esposa, hizo unas cortinas para que el sol no le pegue a Saúl cuando duerme la siesta. Saúl es nuestro hijo de seis meses de nacido. No nos quejamos, a los demás les ha ido peor, mucho peor.”

Quizá desde su invención, el automóvil propició un culto que pudo comenzar con el asombro y que parece haber vuelto legendarios nombres como Packard, Rolls Royce, Volkswagen o Porsche. La admiración que producía en muchos no la desgastó la costumbre y el deseo de poseer una de esas máquinas, como las llaman en Italia y en Cuba, con frecuencia no deja de acrecentarse en algunos; cuando han logrado adquirir una, anhelan otra. Hay quienes admiran un coche estacionado en la calle y quienes acuden a exposiciones y salones para observarlos con devoción. No faltan los que los coleccionan y guardan como una creación milagrosa. Se organizan carreras que han ido formando ritos, que no prescinden de mujeres incitantes y un glamour peculiar, pero cuyo centro es el automóvil que inexorablemente ha invadido la ciudad.

Sin mayor suspicacia, adivino que, en el principio, su aparición en las calles, entre caballos, carretas, trenes de mulitas, importó un acontecimiento que se volvió común y terminó apoderándose de ellas. El hombre empezó a “cuidarse de que no viniera un coche” y surgieron semáforos para intentar ordenarlos. Las calles se volvieron insuficientes. El asfalto para los autos se fue haciendo mayor que el de las banquetas para los peatones. Se construyeron vías exclusivas para los automóviles, vedadas a los caminantes y las ciudades se transformaron en función de esas máquinas.

También alteraron los barrios, no sólo por las calles que necesitan, sino que invadieron y acaso determinaron la arquitectura de las casas y edificios ganándole espacio al hombre (la cochera suele ser más grande que los dormitorios). Se convirtieron asimismo en un estigma. En cada zona de la ciudad proliferaron tipos de auto que identificaban a sus pobladores; en algunas abundaban los que se consideran lujosos, otras se distinguían por los que pretenden parecerse a los que se consideran lujosos, muchas por los que hacen felices a la clase media y no sólo los arrabales por los autos usados.

Como la de los barrios, el automóvil parece conformar la identidad de ciertas personas, que lo creen uno de sus atributos que merece presumirse, aunque muchos otros posean coches semejantes. Quizá por eso algunos lo adornan con peluche, el zapatito del niño, un rosario...

Suele creerse que el hombre maneja al auto. Sin embargo, la máquina transforma con frecuencia a su supuesto conductor, que debido a su circunstancia adquiere rasgos de impaciencia, resignación, desesperación, ira...

Los automóviles también envejecen, por lo que se crearon cementerios para ellos. Sin embargo, no dejan de proliferar y crecen no sólo en número, sino que se hacen más grandes, incluso monstruosos. Amenazan al hombre, al que se le prohibe fumar para que los coches exhalen sus gases tóxicos, invaden las banquetas para los peatones y el espacio que han ganado en los edificios se acrecienta; los estacionamientos son acaso más grandes que los departamentos y oficinas e incluso existen construcciones únicamente para autos. Conquistan el campo y la montaña creando brechas que luego se convierten en el asfalto que necesitan. Quizá no está lejano el tiempo en que prescindan del humano que cree manejarlo, en el cual funcione de manera autosuficiente para seguir apoderándose de la tierra.

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