Niños pequeños masacrados delante de sus padres. Niñas y mujeres violadas en grupo mientras sus familiares eran torturados y asesinados. Aldeas incendiadas y arrasadas.

Nada podía prepararme para los escalofriantes relatos que me contaron a principios de este mes, en Bangladesh, los refugiados rohinyás que habían huido de las masacres y la violencia generalizadas en el estado de Rakáin (Myanmar).

Un hombre, miembro de este grupo étnico predominantemente musulmán, rompió a llorar describiendo cómo mataron a balazos a su hijo mayor delante de él, asesinaron brutalmente a su propia madre e incendiaron su casa hasta reducirla a cenizas.

Contó cómo se refugió en una mezquita, pero fue descubierto por los soldados, que lo maltrataron y quemaron el Corán.

Las víctimas de lo que con razón ha sido calificado como depuración étnica sufren una angustia tal que el visitante no puede dejar de conmoverse e indignarse. Estas horrorosas experiencias escapan a toda comprensión y, sin embargo, constituyen la realidad para casi un millón de refugiados rohinyás.

Los rohinyás han sufrido persecución constante por parte de su propio país, Myanmar, y carecen de los derechos humanos más básicos, empezando por el derecho a la ciudadanía.

Los abusos sistemáticos de los derechos humanos cometidos por las fuerzas de seguridad de Myanmar durante el último año han ido dirigidos a infundir terror en la población rohinyá y colocar a sus miembros ante una alternativa terrible: quedarse, incluso temiendo por sus vidas, o abandonarlo todo para poder sobrevivir.

Después de culminar un azaroso viaje para ponerse a salvo, esos refugiados tratan ahora de sobrellevar las duras condiciones imperantes en el distrito de Cox’s Bazar, en Bangladesh, condiciones que son la lógica consecuencia de la crisis de refugiados que más rápidamente crece en el mundo.

Bangladesh es un país en desarrollo que ha utilizado sus recursos hasta el máximo de sus posibilidades. En momentos en que otros países del mundo, más grandes y más ricos, están cerrando las puertas a los extranjeros, el Gobierno y el pueblo de Bangladesh han abierto sus fronteras y sus corazones a los rohinyás.

La compasión y la generosidad del pueblo de Bangladesh revelan lo mejor de la humanidad y han salvado muchos miles de vidas.

No obstante, esta crisis requiere una respuesta a escala mundial.

Los Estados Miembros de las Naciones Unidas están ultimando un pacto mundial sobre los refugiados para que países que se hallan en primera línea como Bangladesh no tengan que enfrentar solos un éxodo de seres humanos.

Por ahora, sin embargo, las Naciones Unidas y los organismos humanitarios trabajan sin descanso junto a los propios refugiados y las comunidades de acogida para mejorar las condiciones. Pero se necesitan con gran urgencia muchos más recursos para evitar el desastre y hacer plenamente realidad el principio de que una crisis de refugiados exige un reparto mundial de responsabilidades.

Del llamamiento humanitario internacional de casi 1.000 millones de dólares solo se ha financiado el 26%. Este déficit significa que la malnutrición impera en el campamento. Significa que el acceso al agua y el saneamiento dista mucho de ser ideal. Significa que no podemos proporcionar una educación básica a los niños refugiados. Significa, algo no menos importante, que las medidas tomadas no son suficientes para mitigar el riesgo inmediato que suponen las lluvias monzónicas.

Las improvisadas viviendas construidas apresuradamente por los refugiados al llegar se ven ahora amenazadas por los deslizamientos de tierra, por lo que es preciso actuar con urgencia para encontrar otros emplazamientos y construir albergues más sólidos.

Se ha hecho mucho para encarar este desafío, pero aún se corren graves riesgos debido a la magnitud de la crisis.

Viajé a Bangladesh acompañado por el Presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, y celebro su liderazgo, expresado en el anuncio del Banco de que otorgará 480 millones de dólares a título de donación a los refugiados rohinyás y al país que los acoge. No obstante, es necesario que la comunidad internacional haga mucho más.

Las expresiones de solidaridad no son suficientes; la población rohinyá necesita una asistencia real.

Pese a todo lo que padecieron en Myanmar, los refugiados que conocí en Cox’s Bazar no han perdido la esperanza. “Necesitamos seguridad en Myanmar, y también ciudadanía. Y queremos que se haga justicia por lo que han sufrido nuestras hermanas, nuestras hijas, nuestras madres”, me dijo una desconsolada y, pese a todo, enérgica mujer mientras señalaba a una madre que sostenía en brazos a su bebé, nacido de una violación.

La crisis no se resolverá de la noche a la mañana. Pero, al mismo tiempo, no se puede permitir que la situación se mantenga indefinidamente.

Myanmar debe crear condiciones para el retorno de los refugiados, con todos sus derechos y con la promesa de que podrán vivir en condiciones de seguridad y dignidad. Ello requiere una enorme inversión, no solo en la reconstrucción y el desarrollo de todas las comunidades de una de las regiones más pobres de Myanmar, sino también en la reconciliación y el respeto de los derechos humanos.

A menos que se encaren en toda su amplitud las causas profundas de la violencia en el estado de Rakáin, la desolación y el odio seguirán alimentando el conflicto. Los rohinyás no pueden convertirse en víctimas olvidadas. A sus inequívocas peticiones de ayuda debemos responder con nuestra acción.

Secretario General de las Naciones Unidas

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