Los mexicanos conmemoramos cada 5 de mayo la gesta que tuvo lugar en Puebla con orgullo nacional. La Batalla de Puebla en 1862 no sólo nos evoca la heroica defensa de la soberanía nacional frente a un ejército invasor, también nos recuerda el origen del programa liberal que, hasta nuestros días, ha servido de base para nuestro orden constitucional.

El pensamiento liberal, impulsado por una ilustre generación de mexicanos, logró ser plasmado en la Constitución de 1857. Los postulados liberales, que desatarían la guerra civil entre los mexicanos, defendían la supresión de los fueros del clero, la nacionalización de los bienes eclesiásticos, el establecimiento de un registro civil y la libertad de cultos. La Guerra de Reforma representó costos enormes para los vencedores del bando liberal, ya que dejó al país endeudado y maltrecho.

En estas condiciones adversas, el Estado mexicano volvió a enfrentar un desafío mayúsculo. A unos meses de haber sido declarado presidente constitucional  ―ya que durante la Guerra de Reforma ejerció como presidente  interino―, Benito Juárez se vio obligado a decretar la suspensión de pagos de la deuda externa. Esta decisión motivó a los gobiernos de Reino Unido, España y Francia a acordar, mediante el Tratado de Londres de 1861, acciones comunes para reclamar el pago de las obligaciones financieras mexicanas. No obstante, de las tres potencias solo Francia decidió intervenir militarmente en nuestro país.

A la luz de los hechos, es evidente que la intervención francesa en México no se llevó a cabo con el afán de suprimir la Constitución liberal de 1857. Sin embargo, la presencia del ejército invasor puso en grave riesgo no sólo la victoria del orden constitucional liberal surgido tras la Guerra de Reforma, sino de la propia independencia del país.

De acuerdo con los historiadores, en la Segunda Intervención Francesa confluyeron dos ambiciones. Por una parte, la intención de la facción conservadora por instaurar en México una monarquía católica bajo la cual se estableciera una forma de gobierno centralista que derrotara, de una vez por todas, al programa liberal, y por la otra, los afanes expansionistas de Napoleón III, el emperador francés que encontró en la suspensión de pagos el pretexto perfecto para intervenir militarmente en tierras americanas.

Así pues, la Batalla de Puebla simboliza la defensa de nuestro proyecto de nación en dos sentidos: el militar y el ideológico. Militarmente, todavía hoy causa asombro que un ejército mermado tuviera la capacidad de derrotar al que, en ese entonces, era considerado el mejor ejército del mundo. La hazaña es aún más significativa si se considera que el Ejército de Oriente, al mando del general Ignacio Zaragoza, derrotó a los invasores el 5 de mayo, fecha en que casualmente los franceses conmemoraban el deceso de Napoleón Bonaparte. Pero ideológicamente, la efeméride encarna también la batalla por los postulados del liberalismo constitucional, que pretendieron ser sustituidos, sin éxito, por un nuevo orden jurídico.

Pese a que consiguió establecerse de manera efímera, el Segundo Imperio Mexicano jamás pudo derrocar al gobierno itinerante de Juárez ni mucho menos cesar la vigencia de la Constitución de 1857. Todavía hoy los mexicanos gozamos de los frutos del liberalismo constitucional: la libertad de culto, el laicismo en la educación, la libre manifestación de las ideas, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el principio de separación de poderes, son derechos garantizados por nuestra Carta Magna y protegidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

A 156 años de la Batalla de Puebla es necesario reivindicar su papel en la conformación de un proyecto de nación fincado en la justicia, la independencia, la democracia y el respeto a las libertades humanas.

Consejero de la Judicatura Federal

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