Una pantalla azul con letras blancas: cortina fría que anuncia un video y se va. Después, una imagen blanca y negra: corre un muchacho. No sabemos quién es, adónde va ni por qué corre. Su identidad, su destino, sus razones, son un misterio que el director Alberto Arnaut plantea al inicio de su película Hasta los dientes (2018), y que irá develando no para contarnos algo inédito —los periodistas ya lo han hecho— sino para ahondar en la universalidad del luto y describir la gravedad de la equivocación en un país en guerra. La historia que cuenta este documental no es la de dos jóvenes que murieron por un error, sino la de dos estudiantes becados y foráneos en la ciudad más rica del norte de México que fueron destruidos por muchos errores, tanto en vida como después de la muerte. En principio se equivocaron los soldados que los acribillaron, pero sobre todo se equivocaron los comandantes. Policías renuentes que sólo saben matar, los militares salieron a combatir el crimen organizado bajo el mandato de Felipe Calderón, pero pronto la celebración ante la promesa del orden se convirtió en el terror de la ocupación. Hasta los dientes documenta un arco similar, de la promesa a la desgracia, en la historia de Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo.

Después de esa primera imagen de video y un preludio que nos sitúa en el contexto de Monterrey en 2010, Arnaut comienza a narrar la primera de dos mitades en las que se divide su película. Si bien Hasta los dientes no es una obra de ficción, su director —un cineasta debutante— muestra una madurez destacable para decidir cómo contar su historia. En esta primera mitad Arnaut presenta a los protagonistas mediante los testimonios de quienes los amaron. Jorge revive en el recuento de su alegría por haber obtenido una beca en el Tecnológico de Monterrey; Javier regresa en la anécdota de cómo lavó los platos para su madre, a manera de regalo de cumpleaños, cuando era niño. Arnaut prescinde de un lado oscuro en ambos pero no parece buscar sus caracteres como las personas que fueron. Más bien le importan las víctimas en que los convirtieron y por eso resalta su disciplina, su inteligencia, su esfuerzo y sus sueños. Como lo hicieron Aldrich o Clouzot, Arnaut genera empatía con sus protagonistas antes de mostrar su catástrofe. Al ser real, y además producto de una política mal ejecutada, lo que sigue es una indignante imagen de la indiferencia y el encubrimiento.

Es significativo que los familiares de Jorge y Javier recuerden cómo reaccionaron a la noticia de dos sicarios baleados en el Tec de Monterrey. Entre ellos hay gusto, incluso, de que hayan muerto dos criminales. Más adelante en la película, un grupo de estudiantes recuerda esa misma reacción en sí mismos antes de saber que los muertos eran en realidad sus compañeros. Es un llamado del director a combatir al reaccionario interno que en muchos mexicanos —y no sólo nosotros— carece de escepticismo y compasión ante las verdades oficiales, históricas. No sólo eso: aquella voz fascistoide borra la humanidad de los criminales y también las soluciones a los problemas de seguridad. En la historia que narra el documental esta característica permite el encubrimiento. Una declaración del entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, es de esperarse. Frente a la prensa insiste en que los soldados actuaron con profesionalismo, pero la mezquindad con la que las autoridades del Tec intentaron borrar el incidente nos remite al contraste entre los estudiantes y su escuela. La evasión de la universidad parece el complot del mundo burgués por mantener una imagen de paz en sus elegantes salones, iluminados por flamas que queman a los pobres.

La segunda mitad de la película es una crónica de la noche en que Jorge y Javier fueron asesinados y, ya muertos, convertidos en sicarios. Los testigos ayudan a reconstruir los sucesos pero la voz distorsionada de un soldado nos hace entender todo: “Los muertos”, explica, “no hablan”. El Estado de derecho ha colapsado. Así Arnaut ofrece un duro pero también fascinante recuento de una maquinaria gubernamental justificando sus decisiones y aplastando a quienes juró defender con tal de mantener su respetabilidad. La perspectiva de los soldados, hombres jóvenes e inexpertos que siguen órdenes, es un elemento importante que expande la crítica de la cinta y también su mirada compleja. Es en este sentido en que Hasta los dientes resulta una experiencia muy distinta de documentales mexicanos recientes sobre la guerra contra el narcotráfico.

Si Tempestad (2016) y La libertad del diablo (2017) fueron sensibles indagaciones en testimonios de víctimas y victimarios, Hasta los dientes es una búsqueda racional de respuestas. Menos enfocado en lo estético —aunque el plano de una pantalla desolada junto a una cortina vacilante captura con elocuencia la ausencia de los muchachos—, este es un documental de ideas que aspira a la reflexión más que a la emoción, aunque no prescinde de ésta. Conmovidos y cuestionados, quizá los espectadores puedan redefinirse ante un gobierno que podría matarlos si eso es necesario para protegerlos.

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