Cada año que inicia, nos invade una epidemia de reflexiones que se vuelven una visión colectiva, compartida.

Al hablar sobre el país y lo trascendental de estar frente a una elección presidencial que podrá ser histórica, tanto porque pudiese marcar el rumbo hacia la construcción de un nuevo proyecto de nación, o porque nuevamente hayamos perdido una gran oportunidad, como sucedió en la elección del año 2000.

La diferencia entre la elección presidencial de hace 18 años y la próxima es que hoy estamos ante una sociedad más madura, mucho más informada a través de las redes sociales, más participativa y más exigente.

Sin embargo, después de todas las reflexiones posibles, siempre caemos los mexicanos en el mismo error, aceptando un paradigma que a fuerza de decirlo continuamente se volvió un lugar común que desactiva cualquier intento de cambio real.

Siempre concluimos que las nuevas generaciones de Millenials y en general la gente más joven que nosotros, hará el cambio y nos solazamos compartiendo comentarios escuchados a ellos, donde manifiestan su hartazgo ante el contexto de corrupción e impunidad que prevalece en el país.

Es como si les delegásemos a ellos la responsabilidad de recomponer un país sumido en la ausencia de valores morales y cívicos, contexto que en la realidad se deriva de una falla nuestra.

Debemos reconocer que la modernidad de los años ochenta y noventa, con todo ese desarrollo tecnológico que cambió nuestro estilo de vida, no nos permitió estar cerca de la educación de nuestros hijos. Durante la infancia y adolescencia de ellos, nosotros nos pasamos el tiempo trabajando en un mundo cada vez más competido, esforzándonos por tener comodidades materiales para ellos y para nosotros, movidos más por la fiebre consumista que nos presionaba y envolvía, que por una necesidad real de sobrevivencia.

De este modo, cuando ellos eran pequeños nos preocupamos por darles comodidades materiales y dejamos a la escuela y la televisión la responsabilidad de educarlos. Difícilmente el tema de los valores morales o cívicos era una prioridad cuando convivíamos con ellos, porque buscábamos darles tiempo de calidad, que era el concepto de moda y compartir sus aficiones deportivas o de entretenimiento.

Si recordamos, a nosotros nuestros papás nos transmitían sus valores morales y cívicos en la hora de la comida o la cena, generalmente sin pretender hacerlo y sin darse cuenta, pues eso era resultado natural de la convivencia.

Si nuestros padres eran religiosos practicantes, nos llevaban a misa, o a los servicios religiosos semanales si profesaban otra religión diferente a la católica, e íbamos casi obligados. A final de cuentas, de este modo ellos estuvieron más cerca de nosotros durante nuestra formación moral. Ellos transmitían sus valores con su conducta, buena o menos buena, o en algunos casos mala, pero siempre terminaron siendo una referencia moral que se grabó en nuestro subconsciente y nos enfrentaba a la reflexión.

Incluso muchas veces, cuando los padres no eran buen ejemplo, terminaban enseñándonos a identificar cómo nosotros no debíamos ser, pues el resultado de lo que veíamos era que teníamos a la vista las consecuencias de la conducta moral inapropiada.

Nosotros, la generación que hoy empezamos a ser abuelos, rompimos con ese estilo de vida que heredamos de nuestros padres y nos fascinamos con las experiencias materiales y todas las novedades que veíamos surgir en el mercado. De esa forma creíamos que al compartir nuestras aficiones con nuestros hijos, los educábamos. Por tanto, nos unieron a ellos más nuestras aficiones que nuestros valores. Nuestro objetivo en esa época fue formar personas exitosas y competitivas, e invertimos nuestro tiempo, esfuerzo y recursos materiales en tratar de lograrlo.

¿Por qué hoy hay un vacío moral?. Esto no quiere decir que las nuevas generaciones estén formadas por malas personas, sino que no nos preocupamos por sustentar su conducta en valores que le den significado. Por ello son proclives a caer en las tentaciones de la corrupción y la impunidad cuando tienen las oportunidades. El poder y las oportunidades de riqueza son muy seductoras.

Las nuevas generaciones de políticos y funcionarios públicos son las que están llevando la corrupción a niveles inauditos de 30% o 40% del valor de las obras públicas, o de la venta de servicios a gobierno, con licitaciones a modo y opacas, e incluso a pactar con la delincuencia organizada.

Reconozcamos que la corrupción y la impunidad tienen dos caras: la de quien está adentro participando, quien cree que merece la abundancia porque el destino y los amigos por algún merecimiento les pusieron ahí. En cambio, los que están fuera están criticando la corrupción, más por un factor de ubicación física que de valores morales, pues cuando surge la oportunidad, no tienen empacho de aceptar la invitación de integrarse al festín y justificar lo que antes criticaban.

Este discurso anticorrupción hoy es una reproducción convencional de estereotipos y frases comunes, mas que una respuesta moral sustentada en convicciones. Es un fenómeno psicosocial largamente estudiado en universidades prestigiadas, que han dado por resultado modelos teóricos como la “disonancia cognitiva”, que establece que las personas deseamos congruencia entre nuestras convicciones y nuestra conducta personal. Sin embargo, hoy vemos que cuando la persona se siente tentada a aprovechar una oportunidad, no tiene empacho en volverse incongruente, aunque deba llegar al cinismo de reconocerlo.

¿Por qué razón las nuevas generaciones tendrían que desear cambiar este contexto moral de país?

Si nosotros nos olvidamos de educarlos transmitiéndoles valores sociales, cívicos y morales, entonces no podemos pasarles la responsabilidad de realizar el cambio hacia un mejor proyecto de país, más justo y equitativo, donde el “estado de derecho” sea respetado.

Por tanto, somos nosotros, los de esta generación conformada por gente madura, los que debemos propiciar el cambio de acuerdo con nuestras posibilidades de ejercer influencia.

Somos los que ya no tenemos mucho que perder, los que debemos invertir tiempo y esfuerzo en lograrlo.

Las nuevas generaciones, incluso el segmento de población que está fuera del gobierno y la política, están más preocupadas por el futuro personal y el de sus familias y por lograr metas personales, que por ponerse a pensar en el beneficio colectivo.

Nosotros fallamos al educar y debemos resolverlo.

Las nuevas generaciones están preocupadas construyendo su futuro personal y familiar y pretendiendo dar oportunidades a sus propios hijos. Somos nosotros, los que hemos cumplido nuestro ciclo y ya quedamos libres de compromisos y además estamos preocupados por el legado que estamos dejando a las nuevas generaciones, quienes tenemos forma de influir positivamente para enderezar el rumbo del país, utilizando las relaciones acumuladas a lo largo de los años y la experiencia.

Rompamos el paradigma de endilgar a los que vienen la responsabilidad de cambiar el país pues ellos no lo harán y si nosotros que somos la generación bisagra entre el mundo tradicional y el futuro no lo hacemos, ellos ni los que vendrán después lo harán.

¿Usted cómo lo ve?

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