En una pequeña calle de la colonia Roma, en la capital del país, una pared brillante y llena de dibujos marca la bienvenida al taller Tlamaxcalli, que significa “la casa de los mil colores”. Ahí, Álvaro y Jazmín llevan 10 años creando juguetes con sus manos. En este lugar se fabrican y reparan desde personajes de la lucha libre, superhéroes, máscaras de diablo y ruedas de la fortuna. Esta pequeña industria lucha por mantener una tradición que se ha visto opacada por los juegos de video, robots, muñecas que hablan o carros de control remoto.

En México se tiene el registro de 982 compañías dedicadas a la fabricación de juguetes, de acuerdo con los últimos datos del Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE), del Inegi. Pero 70% de este negocio se concentra tan sólo en cuatro entidades: Estado de México, Michoacán, Puebla y la CDMX. Su presencia en el resto del territorio pasa casi desapercibida para los connacionales.

Los pequeños talleres intentan competir contra la tecnología que traen los grandes corporativos como Mattel, Hasbro y Lego, empresas transnacionales que concentran 50% de las ventas de juguetes en México y que tienen una plantilla laboral que va desde los 200 hasta los miles de empleados.

La situación de las empresas que están registradas en el DENUE es diferente. Ocho de cada 10, es decir 822, tienen apenas de uno a cinco trabajadores. “Estas pequeñas entidades están conformadas por dos, seis u ocho miembros y usualmente son de la misma familia. Además, el nivel de demanda sólo les da para trabajar por temporadas”, explica Miguel Ángel Martín, presidente de la Asociación Mexicana del Juguete (Amiju).

“Para los artesanos resulta complicado enfrentar a las grandes empresas que invierten mucho dinero en la creación y publicidad de sus productos. Ellos luchan solos contra los grandes monstruos de la industria que la mayoría de las veces ni siquiera son mexicanos”, señala María de Lourdes Zariñana, investigadora del Centro de Estudios Sociológicos de la UNAM.

“La casa de los mil colores” no forma parte de los establecimientos registrados en el DENUE, puesto que en su búsqueda por sobrevivir han diversificado sus funciones. Aparte de la venta, también pasan sus conocimientos a otras generaciones.

“Varios de nuestros visitantes quieren aprender a hacerlos, pero antes de eso tienen que saber su historia. Algunos llevan varios años aquí, otros aprenden las bases y se van”, cuenta Jazmín, la cómplice de Álvaro en la creación de figuras.

Pero ante la tecnología han tenido que buscar nuevas formas de seguir llamando la atención de sus clientes. Una fórmula es añadir nuevos personajes: Batman se incorporó a sus filas en los últimos años. Esto no sólo los ayuda a seguir vendiendo, también continúan con uno de sus principales objetivos: “contar historias que suceden a través del tiempo”, explica Jazmín. “Estas piezas te muestran qué es lo que está ocurriendo en ese momento en una comunidad o una ciudad. No es lo mismo un juguete de hace 20 años que uno de ahora”.

Amiju tiene conocimiento de 200 talleres alrededor de la República, pero uno de los obstáculos que la organización ha detectado es que estos negocios sólo generan ventas en algunas temporadas, por lo que abren y cierran según el mes del año. Eso hace más complicado que se lleve un listado completo o que logren que asistan a las juntas de la asociación. Los lugares en donde saben que hay más empresas de este tipo son en Oaxaca y Guerrero. Estos dos estados reúnen apenas 4% del registro del DENUE. San Pablo Villa de Mitla y Chilapa son los municipios con más registros.

La lucha por continuar en el mercado viene desde hace más de una década. La llegada de los juguetes mecánicos y de plástico marcó este cambio. Pero ahora el movimiento a lo tecnológico también podría afectarlos. “Me parece que no sólo los juguetes artesanales están siendo desplazados por los celulares, tabletas y videojuegos”, dice María de Lourdes Zariñana, socióloga de la UNAM.

Cambiar para sobrevivir

Ante un panorama en el que los juguetes electrónicos tienen un crecimiento de 8% anual, el doble de lo que registran las muñecas, carritos o juegos de mesa, de acuerdo con los datos del director de Amiju, Álvaro no teme al asegurar que la tecnología no va a lograr sustituir lo que ellos hacen. “Mientras haya creadores va a haber consumidores. El problema real es que el número de fabricantes sí está disminuyendo”, explica.

Aunque la cifra podría parecer baja, de 2015 a 2016 se borraron ocho registros de la lista de empresas dedicadas a la fabricación de juguetes en el DENUE. La mitad tenía entre uno y 10 empleados, pero este efecto también le llegó a empresas grandes como Tecnología en Soluciones Dinámica SA de CV, en el Estado de México. Con una plantilla de 51 a 100 trabajadores y con cinco años en la industria tuvo que cambiar de giro.

Álvaro y Jazmín tienen claro que su enfoque no está en competir directamente contra los carritos de control remoto o los muñecos que hablan y caminan. Para ellos la innovación está en los elementos nuevos que puedan ofrecer en sus creaciones. “Nos tenemos que renovar en lo que vendemos, porque cuando la gente busca juguetes sólo está encontrando los más comunes: yoyos, trompos o valeros”, cuenta Álvaro.

Para ellos, los juguetes te pueden contar toda su historia. De dónde vino, cómo surgió y también su evolución tecnológica. Una de sus creaciones se llama “torbellino”. Un pequeño popote al que le soplas una pelotita de unicel. A la vista parece muy simple, pero la realidad es que es un juguete que surgió como una versión económica de los instrumentos que se utilizan para la rehabilitación de los enfermos de las vías respiratorias, cuenta Jazmín.

El enemigo

Una de las grandes barreras para estos artesanos es que “nadie los publicita, no los exhiben en los entornos comunes de los niños. Entonces sus productos se convierten en objetos de museos. Los hacemos casi inaccesibles”, asegura la especialista de la UNAM.

Actualmente existen cinco museos dedicados a la conservación del juguete tradicional en México. San Miguel de Allende, Aguascalientes, Estado de México y la capital son las ciudades que los albergan.

Aunque es una forma de preservar una tradición mexicana, también le ha jugado en contra a la industria, porque los han convertido en objetos de colección “altamente valorados por adultos y extranjeros, pero poco conocidos y usados por niños y niñas”, asegura la socióloga María de Lourdes. Incluso, se le conoce como un negocio de la “melancolía”, que generalmente tiene sus clientes en los mexicanos que han estado lejos del país por un tiempo o por los turistas.

El taller Tlamaxcalli ve esto todos los días. Sus principales consumidores son extranjeros, habitantes de la zona y coleccionistas. Los grandes anuncios publicitarios no son para ellos, pero han logrado aprovechar su ubicación. Una zona en la que lo “tradicional se está volviendo una moda”, asegura Jazmín.

Una industria que cuesta

La producción en masa es una de las características de las grandes empresas dedicadas al juguete. Desde las que hacen juegos de mesa, hasta las que venden tabletas o videojuegos. En un día producen millares de productos, pero los tiempos son diferentes para Álvaro y Jazmín. Con su mandil puesto y sus materiales como madera, plástico o cartón a la mano, este par de creadores tarda en promedio dos días en terminar un juguete, todo depende del nivel de detalle de la pieza.

Aunque “hay muñecas que tardan hasta seis meses en venderse”, ellos no piensan en esto al momento de hacerlas. En Tlamaxcalli los precios van desde los 15 pesos, por un “torbellino”, hasta los 3 mil pesos, por aquellos que ya tienen algún tipo de mecanismo o un diseño específico. Del otro lado, los juegos electrónicos, como las consolas, pueden alcanzar hasta los 9 mil 499 pesos, según los datos de Profeco.

La comercialización de sus productos fuera del taller es complicada. “Muchos asumen que contamos con los recursos suficientes para instalarnos en bazares de diseñadores”. Esto los pone en alta desventaja con las grandes cadenas de distribuidores, como supermercados o tiendas departamentales, que concentran 50% de las ventas de las compañías transnacionales.

“Los prejuicios que tenemos por quienes hacen estos juguetes han hecho que seamos capaces de regatear su precio sin considerar las implicaciones de ese trabajo”, asegura María de Lourdes. Además, advierte de un panorama complicado si no hay un apoyo del gobierno para estos productores, “los altos costos en la materia prima que utilizan y los bajos costos de venta no están ayudando a la industria”.

A pesar de que los juguetes de Tlamaxcalli no lloran, ni hablan y sus movimientos son más limitados, Álvaro, quien aprendió este arte en la “universidad autónoma de la vida”, tiene la mejor oferta para competir: “Cada obra es única y en cada una llevan el corazón del artesano que los fabrica”.

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